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Authors: Marqués de Sade

Justine (24 page)

BOOK: Justine
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En efecto, al cabo de dos horas el monje se despertó con una prodigiosa agitación, y me tomó con tanta fuerza que creí que iba a ahogarme. Su respiración era viva y jadeante, sus ojos brillaban, pronunciaba sin parar palabras que no eran más que blasfemias o invectivas libertinas. Llama a Armande, le pide las varas, y vuelve a fustigarnos a las dos, pero de una manera aún más vigorosa de como lo había hecho antes de dormirse. Tenía el aspecto de querer terminar conmigo; yo lanzo unos agudos gritos; para abreviar mis penas, Armande le excita violentamente, él se extravía, y el monstruo, al fin determinado por las más violentas sensaciones, pierde con los chorros abrasadores de su semen tanto su ardor como sus deseos.

El resto de la noche todo fue tranquilo. Al levantarse, el monje se contentó con tocarnos y examinamos a las dos; y como se iba a decir su misa, regresamos al serrallo. A la decana se le antojó desearme en el estado de inflamación en que suponía que yo debía hallarme; anonadada como estaba, ¿podía defenderme? Hizo lo que quiso, lo suficiente para convencerme de que hasta una mujer, en semejante escuela, perdiendo inmediatamente toda la delicadeza y todo el pudor de su sexo, sólo podía volverse, a ejemplo de sus tiranos, obscena o cruel.

Dos noches después, me acosté con Jérôme; no os describiré sus horrores, fueron aún más espantosos. ¡Qué escuela, Dios mío! Finalmente, al cabo de una semana, pasé por todos. Entonces Omphale me preguntó si no era cierto que Clément era el más temible de todos.

–¡Ay! –contesté–, en medio de una multitud de horrores y de porquerías que tanto repugnan y tanto indignan, es muy difícil que me pronuncie sobre el mas odioso de estos malvados. Estoy harta de todos, y quisiera ya verme fuera, sea cual sea el destino que me espera.

–Es posible que no tarden en satisfacerte –me contestó mi compañera–. Estamos cerca de la época de la fiesta: rara vez se produce esta circunstancia sin proporcionarles víctimas. O seducen a unas jóvenes a través del confesonario, o, si pueden, las secuestran. Unas cuantas nuevas reclutas que siempre suponen otros tantos despidos...

La famosa fiesta llegó... ¿Podéis creer, señora, a qué monstruosa impiedad se entregaron los monjes para este acontecimiento? Pensaron que un milagro visible aumentaría el brillo de su reputación; en consecuencia revistieron a Florette, la más joven de las mujeres, con todos los ornamentos de la Virgen; y por medio de unos cordones que no se veían la ataron a la pared de la hornacina, y le ordenaron que, de repente, alzara los brazos compungida hacia el cielo cuando se elevara la hostia. Como esta criaturita estaba amenazada con los peores castigos si pronunciaba la más mínima palabra, o interpretaba mal su papel, lo hizo a las mil maravillas, y el simulacro tuvo todo el éxito que cabía esperar. El pueblo proclamó el milagro, dejó ricas ofrendas a la Virgen, y se fue más convencido que nunca de la eficacia de las gracias de la madre celestial. Nuestros libertinos quisieron, para redoblar sus impiedades, que Florette apareciera en las orgías de la noche con las mismas ropas que le habían proporcionado tantos homenajes, y cada uno de ellos inflamó sus odiosos deseos al someterla, bajo este disfraz, a la irregularidad de sus caprichos. Excitados por este primer crimen, los sacrílegos no se contentaron con él: hacen desnudar a la niña, la acuestan boca abajo sobre una gran mesa, encienden unos velones, colocan la imagen de nuestro Salvador en medio del lomo de la joven y se atreven a consumar sobre sus nalgas el más tremendo de nuestros misterios. Yo me desvanecí ante este espectáculo horrible, me fue imposible soportarlo. Severino, al verme en ese estado, dice que para domarme era preciso que yo sirviera de altar a mi vez. Se apoderan de mí; me colocan en el mismo lugar que Florette; el sacrificio se consuma, y la hostia... ese símbolo sagrado de nuestra augusta religión... Severino se apodera de ella, la hunde en el local obsceno de sus placeres sodomitas..., la oprime injuriosamente..., la aprieta ignominiosamente bajo los golpes redoblados de su dardo monstruoso, ¡y arroja, blasfemando, sobre el cuerpo mismo de su Salvador, los chorros impuros del torrente de su lubricidad!

Me retiraron inmóvil de sus manos; tuvieron que transportarme a mi habitación donde lloré ocho días consecutivos el horrible crimen para el que había servido a pesar mío. Este recuerdo sigue destrozando mi alma, no puedo pensar en ello sin estremecerme... Para mí la religión es el efecto del sentimiento; todo lo que la ofende, o la ultraja, hace brotar la sangre de mi corazón.

La época de la renovación mensual estaba a punto de llegar, cuando Severino entra una mañana, a eso de las nueve, en nuestra habitación. Parecía muy excitado; una especie de extravío se dibujaba en sus ojos. Nos examina, nos coloca sucesivamente en su posición predilecta, y se detiene especialmente en Omphale. Permanece varios minutos contemplándola en esta posición, se excita sordamente, besa lo que se le presenta, hace ver que está en estado de consumar, y no consuma nada. Después la hace levantar, dirige sobre ella unas miradas en las que se dibujan la rabia y la maldad; luego, soltándole un vigoroso puntapié en el bajo vientre, la manda a veinte pasos de distancia.

–La sociedad te despide, ramera –le dijo–; está harta de ti. Prepárate para la entrada de la noche, yo mismo vendré a buscarte.

Y sale. Así que se ha ido, Omphale se levanta; se arroja llorando a mis brazos.

–¡Ya ves! –me dijo–. Por la infamia, por la crueldad de los preliminares, ¿puedes no imaginarte todavía los finales? ¡Qué será de mí, Dios mío!

–Cálmate –le dije a la desdichada–, ahora estoy decidida a todo. Sólo aguardo la oportunidad, y es posible que se presente antes de lo que crees. Divulgaré estos horrores; y si es cierto que su comportamiento es tan cruel como tenemos motivo para pensar, intenta ganar un poco de tiempo, y te arrancaré de sus manos.

En el caso de que Omphale quedara en libertad, juró también que me ayudaría, y lloramos las dos. La jornada pasó sin novedades; a eso de las cinco, subió el propio Severino.

–Vamos –le dijo bruscamente a Omphale–, ¿estás preparada?

–Sí, padre –contestó ella sollozando–; permitidme que abrace a mis compañeras.

–Es inútil –dijo el monje–, no tenemos tiempo para una escena de llantos. Nos esperan, vayámonos. Entonces ella preguntó si tenía que llevarse su ropa. –No –dijo el superior–, ¿acaso no es todo de la casa? Ya no necesitarás nada de eso.

Rectificando después, como alguien que ha hablado demasiado:

–Esta ropa te será inútil, ya encargarás a medida otra que te sentará mejor. Limítate, pues, únicamente a lo que llevas encima.

Le pregunté al monje si quería permitirme acompañar a Omphale sólo hasta la puerta de la casa... Me contestó con una mirada que me hizo retroceder de terror... Omphale sale, arroja sobre nosotras una mirada llena de inquietud y de lágrimas, y así que se ha ido, me precipito desesperada sobre mi cama.

Habituadas a estos acontecimientos, o cegadas respecto a sus consecuencias, mis compañeras se emocionaron menos que yo, y el superior regresó al cabo de una hora: venía a buscar las de la cena. Yo formaba parte de ellas; sólo debía haber cuatro mujeres, la joven de doce años, la de dieciséis, la de veintitrés y yo. Todo se desarrolló más o menos como los otros días; observé únicamente que las mujeres de guardia no estaban, que los monjes se hablaron con frecuencia al oído, que bebieron mucho, que se limitaron a excitar violentamente sus deseos, sin permitirse jamás consumarlos, y que nos despidieron a una hora muy temprana, sin quedarse con ninguna para dormir... ¿Qué deducciones extraer de estas observaciones? Las hice porque en semejantes circunstancias te fijas en todo, pero ¿qué augurar de ahí? ¡Ah!, era tal mi perplejidad que no se presentaba ninguna idea a mi mente sin que fuera inmediatamente rebatida por otra; acordándome de las frases de Clément estaba autorizada a temerlo todo; y luego, la esperanza... esa engañosa esperanza que nos consuela, que nos ciega y que de ese modo nos hace casi tanto bien como daño, finalmente llegaba la esperanza para tranquilizarme... ¡Esos horrores quedaban tan lejos de mí que me resultaba imposible suponerlos! Me acosté en este terrible estado; persuadida a veces de que Omphale no faltaría al juramento; convencida al instante siguiente de que los crueles procedimientos que adoptarían con ella le quitarían cualquier capacidad de sernos útil. Y esa fue mi última opinión cuando vi terminar el tercer día sin haber oído hablar todavía de nada.

Al cuarto día volví a estar entre las de la cena; eran numerosas y selectas. Aquel día estaban allí las ocho mujeres más hermosas; me habían hecho el honor de incluirme entre ellas. También estaban las mujeres de retén. Nada más entrar vimos a nuestra nueva compañera.

–Aquí tenéis a la que la sociedad destina como sustituta de Omphale, señoritas –nos dijo Severino.

Y diciendo eso, arrancó del busto de la joven las mantillas y las gasas que lo cubrían, y vimos a una joven de quince años, con la más agradable y más delicada de las caras: alzó graciosamente sus bellos ojos sobre cada una de nosotras; aún seguían húmedos de lágrimas, pero con expresión más viva; su talle era flexible y ligero, su piel de una blancura deslumbrante, los más hermosos cabellos del mundo, y algo tan seductor en su conjunto que era imposible verla sin sentirse inmediatamente atraído hacia ella. Se llamaba Octavie; no tardamos en saber que era hija de excelente familia, nacida en París y saliendo del convento para casarse con el conde de ***: había. sido raptada en su carruaje con dos gobernantas y tres lacayos; ignoraba qué había sido de su séquito; la habían tomado sola a la entrada de la noche, y, después de haberle vendado los ojos, la habían llevado donde la veíamos sin que le hubiera resultado posible saber nada más.

Nadie le había dicho todavía una palabra. Nuestros cuatro libertinos, un instante en éxtasis ante tantos encantos, sólo tuvieron fuerza para admirarlos. El imperio de la belleza obliga al respeto; a pesar de su corazón, el malvado más corrompido le rinde una especie de culto que jamás infringe sin remordimientos; pero unos monstruos como los que tratábamos languidecen poco debajo de tales frenos.

Vamos, bella criatura –dijo el superior atrayéndola con impudor hacia el sillón en el que se hallaba sentado–, vamos, muéstranos si el resto de tus encantos responde a los que la naturaleza ha colocado con tanta abundancia en tu fisonomía.

Y como la hermosa muchacha se turbaba y se sonrojaba, e intentaba alejarse, Severino, agarrándola bruscamente por el cuerpo, le dijo:

–Comprende, mi pequeña e ingenua Agnès, que lo que quiero decirte es que te desnudes inmediatamente. Y el libertino, con estas palabras, le mete una mano debajo de las faldas sosteniéndola con la otra; se acerca Clément, arremanga hasta encima de los riñones las ropas de Octavie, y expone, con este gesto, los atractivos más dulces y más apetitosos que sea posible ver; Severino, que toca, pero que no ve, se agacha para mirar, y ya los tenemos a los cuatro de acuerdo en que jamás han visto nada tan hermoso. Sin embargo, la modesta Octavie, poco acostumbrada a semejantes ultrajes, derrama lágrimas y se defiende:

–Desnudémosla, desnudémosla dice Antonin–, es imposible ver algo semejante.

Ayuda a Severino, y al instante los encantos de la joven aparecen ante nuestros ojos, sin velo. Jamás hubo sin duda una piel más blanca, jamás unas formas tan afortunadas... ¡Dios, qué crimen!... ¡Tanta belleza, tanta frescura, tanta inocencia y tanta delicadeza tenían que convertirse en la presa de aquellos bárbaros! Octavie, avergonzada, no sabe dónde escapar para ocultar sus encantos, por doquier sólo encuentra unos ojos que los devoran, unas manos brutales que los manosean; se forma un corro alrededor de ella, y, al igual que yo había hecho, lo recorre en todos los sentidos. El brutal Antonin no tiene la fuerza de resistir; un cruel atentado decide el homenaje, y el incienso humea a los pies del dios. Jérôme la compara con nuestra joven compañera de dieciséis años, la más bonita del serrallo sin duda; y empareja los dos altares de su culto.

–¡Ah! ¡Cuánta blancura y cuánta gracia! –dice, tocando a Octavie–. ¡Pero cuánta gentileza y frescura hay también en éste! A decir verdad –prosigue el fraile al rojo vivo–, estoy indeciso.

Después, apretando su boca sobre los atractivos que sus ojos comparan, exclamó:

–Octavie, tú tendrás la manzana; sólo depende de ti, dame el precioso fruto de este árbol adorado por mi corazón... ¡Oh!, sí, sí, dádmelo una de las dos, y aseguro para siempre el premio de la belleza a la que me haya servido antes.

Severino ve que ya es hora de pensar en cosas más serias: absolutamente incapaz de esperar, se apodera de la infortunada, y la coloca de acuerdo con sus deseos. Sin confiar todavía demasiado en sus capacidades, reclama la ayuda de Clément. Octavie llora y nadie la escucha; el fuego reluce en las miradas del impúdico monje, señor de la plaza, diríase que sólo examina las entradas para atacar con mayor seguridad; no utiliza ningún truco, ningún preparativo; ¿se cogerían las rosas con tanto gusto, si se apartaran las espinas? Por enorme que sea la desproporción entre la conquista y el asaltante, éste emprende inmediatamente el combate; un grito desgarrador anuncia la victoria, pero nada enternece al enemigo. Cuanta más gracia implora la cautiva, con mayor fuerza la empuja, y por mucho que la desdichada se debata, no tarda en ser sacrificada.

–Jamás hubo laurel más difícil –dice Severino al retirarse–; por vez primera en mi vida he llegado a pensar que zozobraría cerca del puerto... ¡Ah, qué angosto y qué caluroso! Es el Ganímedes de los dioses.

–Tengo que devolverla al sexo que tú acabas de manchar –dijo Antonin, cogiéndola por allí, y sin dejar que se levantara–. Hay más de una brecha en la muralla.

Y acercándose con fiereza, en un instante llega al santuario. Se escuchan nuevos gritos.

–¡Dios sea loado! –dijo el libertino–. Habría dudado de mi éxito sin los gemidos de la víctima, pero mi triunfo está asegurado, pues veo sangre y lágrimas.

–A decir verdad –dijo Clément, adelantándose con las varas en la mano–, yo tampoco alteraré esta dulce posición, favorece en demasía mis deseos.

La mujer de retén de Jérôme y la de treinta años sostenían a Octavie: Clément mira, toca; la joven asustada le implora y no le enternece.

–¡Oh, amigos míos! –dice el monje exaltado–. ¡Cómo no fustigar a la colegiala que nos muestra un culo tan hermoso?

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