Justine (16 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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–En primer lugar –dice Rombeau–, soy de la opinión de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.

–¡Virgen! Casi lo es –dice Rodin–. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron, y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...

Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que degradan al ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se contentaron con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y les pedí el honor.

–Pero si ya no eres virgen –dijo Rombeau–, ¿qué importa? No serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...

Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un canapé.

–No –dijo Rodin frenando la efervescencia de su compadre de quien yo estaba a punto de convertirme en víctima–, no, no perdamos nuestras fuerzas con esta criatura, piensa que no podemos dejar para otro momento las operaciones proyectadas sobre Rosalie, y necesitamos nuestro vigor para realizarlas: castiguemos de otro modo a esta desdichada. –Diciendo esto, Rodin pone un hierro al fuego–. Sí –prosigue–, castiguémosla mil veces más que si arrebatáramos su vida, marquémosla, manchémosla: este envilecimiento, unido a todas las cicatrices que tiene en el cuerpo, la llevará a la horca o a morir de hambre; por lo menos sufrirá hasta entonces, y nuestra venganza por más prolongada será más deliciosa.

Rombeau me coge, y el abominable Rodin me aplica debajo del hombro el hierro candente con que se señala a los ladrones.

–Y ahora que esta puta se atreva a que la vean –prosigue el monstruo–, que se atreva, y mostrando esta letra ignominiosa, legitimaré suficientemente los motivos que me han llevado a despedirla con tanto secreto y prontitud.

Me vendan, me visten, me tonifican con unas gotas de licor, y, aprovechando la oscuridad de la noche, los dos amigos me conducen al linde del bosque y allí me abandonan cruelmente, después de haberme mostrado una vez más el peligro de una recriminación, si me atrevo a realizarla en el estado de envilecimiento en que me hallo.

Cualquier otra persona se habría preocupado muy poco de esta amenaza; dado que me era posible demostrar que el tratamiento que acababa de sufrir no era obra de ningún tribunal, ¿qué podía temer? Pero mi debilidad, mi timidez natural, el miedo a mis infortunios de París y del castillo de Bressac, todo ello me aturdió y me asustó; sólo pensé en huir, mucho más afectada por el dolor de abandonar a una víctima inocente en manos de esos dos depravados dispuestos sin duda a inmolarla, que herida por mis propios males. Más horrorizada, más afligida que físicamente maltratada, me puse en marcha a partir de aquel mismo instante; pero, al no orientarme y no preguntar nada, no hice sino girar alrededor de París, y al cuarto día de mi viaje sólo me encontraba en Lieursaint. Sabiendo que ese camino podía llevarme a las provincias meridionales, decidí entonces seguirlo y alcanzar así, cuando pudiera, esas tierras lejanas, imaginándome que la paz y el reposo tan cruelmente negados en mi patria me esperaban quizás en el extremo de Francia. ¡Error fatal! ¡Cuántos infortunios me quedaban todavía por sufrir!

Por muchas penas que hubiera soportado hasta entonces, conservaba por lo menos mi inocencia. Víctima únicamente de los atentados de vacíos monstruos, prácticamente podía seguir creyéndome dentro de la clase de las jóvenes honradas. En realidad, sólo había sido realmente mancillada por una violación cometida cinco años atrás, cuyas huellas se habían cerrado... Una violación consumada en un instante en que mis sentidos abotargados ni siquiera me habían permitido sentirla. ¡.Qué más podía reprocharme? Nada, ay, nada sin duda, y mi corazón era puro; eso me enorgullecía en exceso, mi presunción tenía que ser castigada, y los ultrajes que me esperaban serían tales que pronto ya no me sería posible, por poco que participara en ellos, albergar en el fondo de mi corazón los mismos motivos de consuelo.

 

Esta vez llevaba toda mi fortuna encima: unos cien escudos, suma resultante de lo que había salvado de casa de Bressac y de lo que había ganado en la de Rodin. En el colmo de mi infortunio, seguía sintiéndome contenta de que no me hubieran arrebatado esos recursos; me congratulaba de que con la frugalidad, la templanza y la economía a las que estaba acostumbrada, con ese dinero me mantendría por lo menos hasta que me hallara en situación de conseguir alguna nueva colocación. La abominación que acababan de cometer conmigo no se veía; imaginaba que podría disimularla siempre y que esta mancha no me impediría ganarme la vida. Tenía veintidós años, buena salud, una cara que, para mi desdicha, sólo recibía elogios; unas virtudes que, aunque siempre me hubieran perjudicado, seguían consolándome, como acabo de deciros, y me hacían confiar en que al fin el cielo les concedería si no recompensa, por lo menos alguna interrupción a los males que me habían procurado. Llena de esperanza y de coraje, seguí mi camino hasta Sens, donde descansé unos días. En una semana me repuse por entero; tal vez podría encontrar una colocación en esa ciudad, pero imbuida de la necesidad de alejarme, reanudé la marcha con la intención de buscar fortuna en. el Delfinesado; había oído hablar mucho de esa tierra, me imaginaba encontrar en ella la felicidad. Veremos cómo lo conseguí.

En ninguna circunstancia de mi vida, me habían abandonado los sentimientos religiosos. Despreciando los vanos sofismas de los incrédulos, creyéndolos todos emanados del libertinaje mucho más que de una firme persuasión, les oponía mi conciencia y mi corazón, y en ambos encontré todo lo que necesitaba para responder a ellos. Forzada a menudo por mis desdichas a descuidar mis deberes piadosos, reparaba esos errores tan pronto como encontraba la ocasión.

Salí de Auxerre el 7 de agosto, jamás olvidaré la fecha; cuando había recorrido unas dos leguas, y el calor comenzaba a incomodarme, subí a una pequeña prominencia cubierta de un bosquecillo, poco alejada del camino, con la intención de refrescarme y dormitar un par de horas, con menos gasto que en una posada y mayor seguridad que en el camino real; me instalé al pie de una encina, y después de un almuerzo frugal, me entrego a las dulzuras del sueño. Lo había disfrutado largo rato con tranquilidad, cuando al reabrirse mis ojos me complazco en contemplar el paisaje que se presenta a mí en la lontananza. En medio de un bosque, que se extendía a la derecha, creí ver a unas tres o cuatro leguas de mí un pequeño campanario que se alzaba modestamente en el aire... «¡Amable soledad», me dije, «cómo envidio tu morada! Debes de ser el asilo de algunas dulces y virtuosas reclusas que sólo se ocupan de Dios... de sus deberes; o de algunos santos eremitas consagrados únicamente a la religión... Alejados de esta sociedad perniciosa en la que el crimen vigilando incesantemente en torno de la inocencia la degrada y la aniquila... ¡Ah!, estoy segura de que todas las virtudes deben habitar ahí, y cuando los crímenes del hombre las exilian de la superficie de la Tierra, allí, en ese retiro solitario, es donde van a sepultarse en el seno de unos seres afortunados que las miman y las cultivan día a día.»

Estaba ensimismada en estas reflexiones, cuando una joven de mi edad, que pastoreaba unos corderos en la planicie, se ofreció de repente a mi vista; la interrogo sobre aquella morada, me dice que lo que veo es un convento de benedictinos, ocupado por cuatro solitarios cuya religión, continencia y sobriedad nada iguala. «Una vez por año», me dice la joven, «hay una peregrinación a una Virgen milagrosa, de la que las personas piadosas obtienen cuanto quieren.» Singularmente conmovida por el deseo de ir cuanto antes a implorar algunas ayudas a los pies de esta santa Madre de Dios, le pregunto a la joven si ella quiere acompañarme a rezar; me contesta que le es imposible porque su madre la espera, pero que el camino es fácil. Me lo indica, me asegura que el superior de aquella casa, el más respetable y el más santo de los hombres, me recibirá maravillosamente bien, y me ofrecerá todas las ayudas que pueda necesitar.

–Se llama padre Severino –continuó la joven–; es italiano, pariente próximo del Papa que le colma de favores; es dulce, honesto, servicial, de cincuenta y cinco años de edad, de los que ha pasado más de dos tercios en Francia... Estaréis contenta, señorita –prosiguió la pastora–; os edificaréis en esa santa soledad, y volveréis de ella mejor que nunca.

Inflamando aún más ese relato mi celo, me resultó imposible resistir el violento deseo que sentía de visitar aquella santa iglesia y reparar allí con algunos actos piadosos las negligencias de que era culpable. Por mucha necesidad que tuviera yo misma de caridades, le di un escudo a la joven, y me puse en camino de Santa María de los Bosques: así se llamaba el convento al que dirigía mis pasos.

Tan pronto como hube descendido a la llanura, ya no divisé el campanario; sólo tenía para guiarme el bosque, y comencé entonces a creer que la lejanía de la que había olvidado de informarme era muy diferente al cálculo que había hecho de ella; pero nada me desanima, llego al límite del bosque, y viendo que todavía queda bastante luz, decido sumirme en él, imaginando siempre que conseguiría llegar al convento antes de la noche. Sin embargo ninguna traza humana se presenta ante mis ojos... Ni una casa, y por todo camino un sendero poco hollado que seguía al azar. Había ya recorrido por lo menos cinco leguas y todavía no veía nada delante de mí, cuando, habiendo cesado el astro de iluminar por completo el universo, me pareció escuchar el tañido de una campana... Atiendo, camino hacia el ruido, me apresuro; el sendero se ensancha un poco, descubro al fin unos setos e, inmediatamente después, el convento. Nada tan agreste como aquella soledad, sin ninguna vivienda en la vecindad, la más próxima a seis leguas, y unos bosques inmensos rodeaban la casa por todos lados; estaba situada en una hondonada, había tenido que descender mucho para alcanzarla, y ésa era la razón que me había hecho perder de vista el campanario, una vez llegué a la llanura. La cabaña de un jardinero se levantaba junto a los muros del convento; allí había que dirigirse antes de entrar. Pregunto a esa especie de portero si me permite hablar con el superior; se informa de qué quiero de él; le explico que un deber religioso me atrae a ese piadoso retiro, que me sentiría muy consolada de todos los esfuerzos realizados para llegar allí si pudiera arrojarme un instante a los pies de la milagrosa Virgen y de los santos eclesiásticos en cuya casa se conserva la divina imagen. El jardinero llama, y entra en el convento; pero como es tarde y los padres cenaban, tarda algún tiempo en regresar. Reaparece al fin con uno de los religiosos:

–Señorita –me dice–, ahí tiene al padre Clément, ecónomo de la casa; viene a comprobar si lo que desea merece interrumpir al superior.

Clément, cuyo nombre no se ajustaba de ningún modo a su rostro, era un hombre de cuarenta y ocho años, de una gordura inmensa y una estatura gigantesca, la mirada sombría y feroz, que sólo se expresaba con palabras duras y voz ronca, una verdadera cara de sátiro, el exterior de un tirano; me eché a temblar... Entonces, sin que me fuera imposible impedirlo, el recuerdo de mis antiguos infortunios se ofreció en rasgos ensangrentados a mi memoria turbada...

–¿Qué deseas? –me dice el monje, con cara de pocos amigos–. ¿Te parece que éstas son horas de acudir a una iglesia con ese aire de aventurera que presentas?

–Santo varón –digo prosternándome–, he creído que siempre era hora de presentarse en la casa de Dios; vengo de muy lejos para llegar a ella, llena de fervor y de devoción, quiero confesarme si es posible, y cuando el interior de mi conciencia os sea conocido, veréis si soy digna o no de prosternarme ante los pies de la santa Imagen.

–Pero no es hora de confesarse –dice el monje suavizándose–; ¿dónde pasarás la noche? No tenemos hospicio... hubiera sido mejor que vinieras por la mañana.

Le cuento entonces los motivos que lo habían impedido, y, sin contestarme, Clément se fue a referirlo al superior. Unos minutos después, se abre la iglesia; el propio padre Severino sale a mi encuentro frente a la cabaña del jardinero, y me invita a entrar con 61 en el templo.

El padre Severino, del que conviene daros una idea inmediatamente, era un hombre de cincuenta y cinco años, tal como me habían dicho, pero con una hermosa fisonomía, el aspecto todavía lozano, de complexión vigorosa, membrudo como Hércules, y todo ello sin dureza; una especie de elegancia y de blandura reinaba en su conjunto, y permitía ver que había debido poseer, en su juventud, todos los atractivos que forman un buen mozo. Tenía los ojos más hermosos del mundo, nobleza en las facciones, y el tono más honesto, gracioso y educado. Un cierto acento agradable que no alteraba ninguna de sus palabras permitía reconocer, sin embargo, su patria, y confieso que todas las gracias externas de ese religioso me repusieron un poco del miedo que me había ocasionado el otro.

–Querida hija –me dijo graciosamente–, aunque la hora no sea adecuada, y no tengamos la costumbre de recibir tan tarde, oiré sin embargo tu confesión, y pensaremos después en los medios de hacerte pasar la noche decentemente, hasta el momento en que mañana puedas saludar a la santa Imagen que te ha traído hasta aquí.

Entramos en la iglesia, las puertas se cierran, se enciende una lámpara cerca del confesonario. Severino me dice que me coloque; se sienta y me invita a confiarme a él con total seguridad.

Absolutamente tranquila con un hombre que me parecía tan dulce, después de haberme arrodillado, no le oculto nada. Le confieso todas mis faltas; le comunico todos mis infortunios; le muestro incluso la marca vergonzosa con que me ha señalado el bárbaro Rodin. Severino lo escucha todo con la mayor atención, me hace incluso repetir algunos detalles con aire de piedad y de interés; pero, sin embargo, algunos gestos y algunas palabras lo traicionaron: ¡ay de mí!, sólo después me di cuenta; cuando me sentí más tranquila respecto a este acontecimiento, me resultó imposible no recordar que el monje se había permitido repetidas veces unos gestos que demostraban que la pasión tenía mucho que ver en las preguntas que me hacía, y que esas preguntas no sólo se detenían con complacencia en los detalles obscenos, sino que se demoraban incluso con afectación sobre los cinco puntos siguientes:

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