El piloto nos estaba esperando cuando subimos a bordo, y el comandante Doyle se puso a conversar con él acerca de la ruta a seguir.
—No es cosa que le incumba —me susurró Norman—, pero el viejo se alegra tanto de estar de nuevo en el espacio que no puede evitarlo.
Estaba por decir que el comandante se pasaba toda la vida en el espacio cuando comprendí que, desde ciertos puntos de vista, su oficina de la Estación Interior no se diferenciaba mucho de cualquier otra de la Tierra.
Disponíamos de casi una hora antes de la partida, tiempo de sobra para los ajustes y constataciones de último momento que fueran necesarios. Me instalé en el camastro más próximo a la ventana de observación a fin de poder contemplar el hospital cuando nos alejáramos de su órbita y cayéramos hacia la Tierra. Resultaba difícil creer que aquel inmenso pimpollo de cristal y plástico —flotando en el espacio a plena luz del sol— giraba en realidad alrededor del mundo a quince mil kilómetros por hora. Mientras aguardaba que se iniciara el viaje, recordé las veces que había intentado explicar a mamá el funcionamiento de las estaciones espaciales. Como mucha gente, jamás podía comprender por qué «no caían».
—Mira, mamá —solía decirle—, se mueven con mucha rapidez y dan la vuelta al mundo en un círculo muy amplio. Cuando se mueve algo así, se produce lo que se llama fuerza centrífuga. Es lo mismo que cuando haces girar una piedra atada al extremo de un cordel.
—Yo no hago girar piedras atadas a cordeles —replicaba—, y espero que no vayas a hacerlo tú, por lo menos dentro de casa…
—No era más que un ejemplo, mamá. Es el que usan siempre en la escuela. Así como la piedra no puede alejarse volando debido a la retención del cordel, también tiene que quedarse la estación donde está debido a la fuerza de gravedad. Una vez que se le imprime la velocidad correcta, sigue su ruta sin necesidad de apelar a ninguna fuerza motriz. No puede
perder
velocidad porque no hay aire que le oponga resistencia. Naturalmente, la celeridad tiene que calcularse con mucho cuidado. Cerca de la Tierra, donde la atracción es mucho mayor, las estaciones deben moverse a gran velocidad para mantenerse en sus órbitas. Es como cuando se ata la piedra a un cordel corto, al que entonces hay que hacer girar mucho más rápidamente. Pero a mucha distancia, donde la gravedad es menor, las estaciones pueden moverse con lentitud.
—Me pareció que era algo así —replicó ella—. Pero lo que me preocupa es esto: ¿Qué pasaría si una de esas estaciones perdiera un poco de velocidad? ¿No caería a tierra? A mí me parece algo muy peligroso. Si llega a salir algo mal…
No había sabido entonces cómo contestarle, de modo que sólo pude decirle:
—Bueno, la Luna no se cae y está siempre a la misma distancia.
Recién cuando llegué a la Estación Interior supe la respuesta, aunque yo mismo debí haberla hallado por mis propios medios. Si llegaba a aminorar la velocidad de un satélite artificial, el mismo se trasladaría a una órbita más cercana. Sería necesario quitarle gran parte de su impulso para que se acercara demasiado a la Tierra, y se requeriría el empleo de una gran energía para frenarlas y lograr este resultado, de modo que no era posible que sucediera por accidente.
Ahora miré hacia el reloj. Aun faltaban treinta minutos. Me pareció muy raro sentirme tan adormecido, ya que la noche anterior había dormido muy bien. Quizá era la reacción. En fin, me dejaría estar un rato; no había nada que hacer hasta que llegáramos a destino, luego de cuatro horas de viaje. ¿O serían cuatro días? En realidad no podía recordarlo; pero, al fin y al cabo, el detalle no tenía importancia. Nada la tenía, ni siquiera el hecho de que a mi alrededor comenzaba a flotar una neblina rojiza…
Después oí el grito del comandante. Parecía estar a varios kilómetros de distancia, y aunque supuse que sus gritos debían significar algo, no pude captar lo que decía. Cuando perdí el conocimiento seguían resonando vanamente en mis oídos estas palabras:
¡Oxígeno de emergencia!
Era uno de esos sueños muy raros durante los cuales sabe uno que está soñando aunque nada puede hacer para despertar. Todo lo que me sucediera en las últimas semanas se presentaba entremezclado ante mi mente. Así como ciertos pantallazos retrospectivos de experiencias pasadas. Me hallaba en la Tierra, aunque carecía de peso y flotaba como una nube sobre valles y montañas. Después me vi en la Estación Interior, aunque debiendo luchar contra la gravedad para hacer cualquier movimiento.
El sueño se convirtió en pesadilla. Ahora estaba pasando por la estación y marchaba por uno de los pasajes prohibidos que me mostrara Norman Powell. La parte central del satélite artificial está unido a las cámaras atmosféricas exteriores por medio de conductos de ventilación lo bastante espaciosos como para dar paso a un hombre. El aire pasa por ellos a bastante velocidad, y hay lugares en los que puede uno introducirse y dejarse llevar volando. Es una experiencia inolvidable, y debe uno saber qué rumbo lleva o correr el riesgo de pasar por alto la salida y tener que luchar contra la corriente de aire para poder regresar. Pues bien, en mi sueño me dejaba llevar yo por el aire y me había extraviado. Frente a mí pude ver las hojas del ventilador que me atraía, ¡y en seguida noté que faltaba la parrilla protectora! Unos segundos más y quedaría cortado en rebanadas…
—Ya está bien —oí que decía alguien—. Sólo fué un desmayo. Acércale el pico otra vez.
Una corriente de aire frío me dio en la cara y traté de apartar la cabeza. Al abrir los ojos me di cuenta de dónde estaba.
—¿Qué pasó? —inquirí, todavía algo atontado.
Tim Benton se hallaba a mi lado con el cilindro de oxígeno en la mano. No parecía muy preocupado.
—No sabemos —repuso—. Pero ya estás bien. Debe haberse atascado la válvula automática de la provisión de oxígeno cuando quedó vacío uno de los tanques. Tú fuiste el único que perdió el sentido, y ya conseguimos solucionar la dificultad golpeando el distribuidor de oxígeno con un martillo. Cuando regresemos habrá que desarmarlo y ver por qué no funcionó la alarma.
Sentíame aún algo aturdido y un poco avergonzado por haber perdido el conocimiento, aunque sé muy bien que esas cosas no se pueden evitar. Y, al fin y al cabo, había servido de conejillo de Indias para advertir a los otros del peligro.
—¿Ocurren a menudo estos accidentes? —inquirí.
—Muy rara vez —repuso Norman con seriedad—. Pero en las naves siderales hay tantos aparatos que es necesario estar alerta en todo momento. En cien años no hemos podido solucionar todos los problemas de los vuelos por el espacio. Siempre hay algo que se descompone.
—No seas tan pesimista, Norman —intervino Tim—. Ya hemos pasado lo nuestro en este viaje. Desde ahora en adelante no ocurrirá nada.
Empero, resultó que este comentario fué el más desacertado que podía haber hecho Tim. Estoy seguro de que los otros jamás le dieron oportunidad de olvidarlo.
Nos hallábamos ya a varios kilómetros del hospital, lo bastante lejos como para que nuestros cohetes no lo dañaran. El piloto había fijado sus controles y esperaba el momento calculado para efectuar los disparos, mientras que todos los demás habíanse instalado en las literas. La aceleración sería demasiado débil para molestarnos; pero debíamos evitar molestias al piloto en el momento de partir y no teníamos otro sitio a dónde ir.
Rugieron los motores durante casi dos minutos. Al cabo de ese lapso era ya el hospital un puntito brillante situado a cincuenta o sesenta kilómetros de distancia. Si el piloto había cumplido bien su misión, ya estábamos deslizándonos en una larga curva que nos llevaría de regreso a la Estación Interior y no nos quedaba más que aguardar tres horas y media mientras la Tierra se fuera agrandando hasta llenar de nuevo casi todo el cielo.
En el trayecto de ida no habíamos podido hablar debido a la presencia del enfermo, pero ahora no había nada que nos lo impidiera. Reinaba en el grupo un entusiasmo desusado que equivalía casi a un estado de semi-ebriedad. De haber pensado en ello, me hubiera dado cuenta de que era muy rara la manera cómo reíamos y bromeábamos todos. Empero, en aquellos momentos me pareció muy natural.
Hasta el comandante se mostró más accesible que nunca, aunque debo advertir que no era en realidad tan formidable como parecía. Eso sí, jamás hablaba de sí mismo, y en la Estación Interior nadie habría soñado con pedirle que contara su participación en la primera expedición a Mercurio. Aunque lo hubieran hecho, jamás habría accedido; sin embargo cedió ahora. Refunfuñó un poco, aunque de manera muy poco efectiva, y al fin comenzó a hablar.
—¿Por dónde comienzo? —dijo a manera de prólogo—. No hay mucho que contar respecto al viaje en sí, ya que se pareció a todos los otros. Nadie había estado tan cerca del Sol hasta esos momentos, pero la cubierta de espejo de nuestra nave funcionó a la perfección y rechazó el ochenta por ciento de los rayos, evitando así que nos asáramos.
«Teníamos instrucciones de no intentar descender a menos que viéramos que era posible hacerlo sin peligro. Por eso nos instalamos en una órbita, a mil quinientos kilómetros de altura, y comenzamos a efectuar un reconocimiento cuidadoso.
»Ya saben que Mercurio muestra siempre al Sol una de sus caras, de modo que no tiene días y noches como hay en la Tierra. Uno de sus lados está en oscuridad perpetua, mientras que el otro está siempre a la luz. Sin embargo, hay entre ambos hemisferios una zona angosta que podríamos llamar del «crepúsculo», y allí no es tan tremenda la temperatura. Por eso decidimos descender en esa región si lográbamos hallar un sitio conveniente.
»La primera sorpresa nos la llevamos al ver el lado diurno del planeta. No sé por qué, todos habíamos imaginado que se asemejaría mucho a la Luna y estaría cubierto de cráteres y cadenas montañosas. Pero no era así. No hay montañas en la parte de Mercurio que da al Sol; sólo se ven algunas colinas poco elevadas y grandes planicies resquebrajadas. La razón de esto es obvia; la temperatura en esa zona de sol perpetuo sobrepasa los mil grados. No basta para fundir las rocas, pero las ablanda, y la gravedad hace el resto. Con el transcurso de las edades, las montañas que puedan haber existido en el lado diurno de Mercurio se fueron aplastando hasta desaparecer. Sólo las había alrededor del hemisferio nocturno, donde la temperatura es mucho menor.
»La segunda sorpresa nos la causó el hecho de que hubiera lagos en ese infierno ardiente. Claro que no eran lagos de agua, sino de metal derretido. Como hasta ahora no ha podido llegar nadie hasta ellos, no sabemos qué metales son».
El comandante meneó la cabeza en actitud pensativa antes de continuar.
—«Como podrán imaginar, no teníamos el menor interés por descender en el lado diurno. Así, pues, una vez que hubimos completado un mapa fotográfico, fuimos a echar un vistazo al lado nocturno.
»La única manera de hacer esto fué iluminándolo con cohetes luminosos. Nos acercamos lo más posible, hasta menos de ciento cincuenta kilómetros, y disparamos cohetes luminosos de más de mil millones de bujías, tomando fotografías por medio de su luz. Los cohetes avanzaban a la misma velocidad que nosotros hasta consumirse por completo.
»Fué muy extraño el saber que estábamos iluminando una tierra a la que jamás llegaba el sol, una tierra donde la única luz en millones de años debía haber sido la de las estrellas. Si había allí seres vivientes, cosa muy poco probable, debían estarse llevando una gran sorpresa. Por lo menos eso es lo que pensé al ver que nuestros cohetes esparcían su resplandor sobre aquella tierra oculta. Después me dije que los habitantes de las tinieblas serían sin duda ciegos, tal como los peces de las profundidades de nuestros océanos. Empero, todo esto era fantasía; no era posible que existiera vida en esa oscuridad perpetua y a una temperatura de casi quinientos grados bajo cero. Claro que ahora estamos mejor enterados».
Hizo una pausa al tiempo que sonreía levemente.
—«Pasó casi un semana antes de que nos arriesgáramos a descender, y ya para entonces habíamos trazado un mapa bastante completo del planeta. El hemisferio nocturno y gran parte de la zona del crepúsculo son bastante montañosos, pero vimos muchas regiones llanas que nos parecieron promisorias. Al fin elegimos una amplia hondonada de poca profundidad al borde del hemisferio diurno.
»En Mercurio hay un poco de atmósfera, aunque no la suficiente para poder emplear alas o paracaídas, de modo que debimos aterrizar frenando con los cohetes, tal como se hace en la Luna. Por más que uno lo haya hecho otras veces, el descenso por medio de cohetes resulta siempre un poco duro para los nervios, especialmente en un mundo nuevo, donde no sabe uno si lo que parece roca lo es en realidad.
»En fin, comprobamos que era roca y no una de esas traidoras montañas de polvo que tenemos en la Luna. El tren de aterrizaje absorbió tan bien el impacto que casi no lo notamos en la cabina. Después se desconectaron automáticamente los motores y ya estábamos sobre el planeta los primeros hombres que llegaban a él.
»He dicho que descendimos en los límites del hemisferio diurno. Por ese motivo se nos presentó el Sol como un gran disco cegador situado sobre el horizonte.
»Resultaba extraño verlo allí casi fijo, sin levantarse ni ponerse, aunque, como Mercurio tiene una órbita muy excéntrica, el Sol salta de un lado a otro describiendo un arco bastante considerable. No obstante, en ningún momento lo vimos ocultarse tras el horizonte, y tuve siempre la impresión de que era tarde y muy pronto caería la noche. Costaba trabajo comprender que allí no significaban nada las palabras día y noche…
»Eso de explorar un mundo nuevo parece muy emocionante, y supongo que lo es; pero también es un trabajo arduo y peligroso, especialmente en un planeta como Mercurio. Primeramente debíamos ocuparnos de que la nave no se recalentara, y para este fin llevábamos algunos toldos protectores a los que llamábamos parasoles. Tenían un aspecto muy raro, pero sirvieron perfectamente. Hasta llevábamos unos portátiles, muy similares a tiendas de campaña, que nos protegerían si nos quedábamos demasiado tiempo al aire libre. Eran de nylon blanco y rechazaban casi toda la luz del sol, aunque dejando pasar lo suficiente para proveernos de todo el calor y la luz que pudiéramos necesitar.
»Pasamos varias semanas explorando el hemisferio diurno y llegamos a alejarnos hasta treinta kilómetros del navío. Quizá no les parezca mucho, pero es una distancia apreciable cuando tiene uno puesto el traje espacial y lleva encima todo su equipo. Recogimos centenares de muestras minerales y tomamos millares de lecturas con nuestros instrumentos, mandando todos los resultados por radio de onda ultra corta. Era imposible internarse lo suficiente en el lado diurno como para llegar a los lagos que habíamos visto. El más próximo se hallaba a más de mil doscientos kilómetros de distancia, y no disponíamos de suficiente combustible como para andar saltando de un lado a otro del planeta. De cualquier modo, habría sido demasiado peligroso meterse en ese horno con el equipo que llevábamos».