El comandante hizo un alto y tuve la impresión de que no deseaba continuar. Pero nuestras miradas interrogantes le obligaron a hacerlo y prosiguió a poco:
«—Regresamos lentamente hacia la nave, todavía hablando sobre la bestia que acabábamos de ver, cuando comprendí de pronto que algo andaba mal, pues se me estaban enfriando mucho los pies. A poco noté que descendía la temperatura de mi traje espacial, absorbida por las rocas heladas que pisaba.
»De inmediato me hice cargo de lo sucedido. El golpe de la piedra debía haber interrumpido los circuitos de la calefacción de las piernas y nada podría hacer hasta llegar a la nave…, que estaba a seis kilómetros de distancia.
»Dije a los otros lo que había pasado y apretamos la marcha lo más posible. Cada vez que tocaba el suelo con los pies sentía ese frío que se tornaba cada vez más irresistible. Al cabo de un tiempo perdí por completo la sensibilidad, lo que por lo menos fué una pequeña ventaja. Mis piernas no eran ya más que dos trozos de materia insensible y aun me hallaba a tres kilómetros del navío cuando me fué imposible seguir moviéndolas. El frío había inmovilizado la articulación del traje espacial.
»Después tuvieron que llevarme mis compañeros, y debo haber perdido el conocimiento durante un tiempo. Lo recobré una vez cuando estábamos todavía en camino y por un momento creí que era presa del delirio, pues a mi alrededor reinaba una luz extraordinaria. En el cielo se veían notables llamas coloreadas que parecían llegar hasta las estrellas. Atontado como estaba, pasó un tiempo antes de que comprendiera de qué se trataba. La aurora, que es mucho más brillante en Mercurio que en la Tierra, había decidido efectuar una de sus exhibiciones. Esto fué muy irónico, aunque en esos momentos no pude apreciarlo. Aunque el planeta parecía arder a mi alrededor, yo estaba por morir helado.
»Pues bien, al fin llegamos, aunque no recuerdo cómo entramos en la nave. Cuando recobré el conocimiento, ya habíamos emprendido el regreso hacia la Tierra…, pero mis piernas habían quedado en Mercurio».
Durante largo rato estuvimos todos silenciosos. Después miró el piloto su cronómetro y exclamó:
—¡Diablos! ¡Debí haber constatado el curso hace ya diez minutos!
Esto terminó con el suspenso y todos volvimos a la realidad.
Durante los diez minutos siguientes estuvo ocupado el piloto en la consulta de sus instrumentos. Los primeros astronautas sólo tuvieron las estrellas para guiarse, pero ahora se dispone de toda clase de guías entre las que se cuenta la radio y el radar. Sólo se apelaba a los tediosos métodos astronómicos a gran distancia de la Tierra, ya fuera del alcance de las estaciones de nuestro planeta.
Me puse a observar los dedos del piloto que volaban sobre las teclas del calculador y vi de pronto que se quedaba rígido. Un momento más tarde volvía a tocar las teclas y repetía sus cálculos. Al salir la respuesta en el registro comprendí que pasaba algo malo. Por un momento contempló el piloto aquellas cifras como si no pudiera creer en el testimonio de sus sentidos. Después soltóse las correas que lo sujetaban al asiento y deslizóse con rapidez hacia el ojo de buey más cercano.
Fui yo el único que se hizo cargo del detalle. Los otros estaban leyendo tranquilamente en sus literas o tratando de dormir un rato. Me dirigí entonces hacia uno de los ojos de buey y vi en el espacio al planeta hacia el que debíamos caer. De pronto sentí como si una mano helada me oprimiera el corazón y por un instante dejé de respirar. Ya para esa hora debía presentarse la Tierra de mucho más tamaño al caer nosotros desde la órbita del hospital. Sin embargo, a menos que me engañaran los ojos, era más pequeña que la última vez que la viera. Volví a mirar al piloto y su expresión confirmó mis temores.
¡Nos estábamos alejando hacia el espacio infinito!
—Comandante Doyle —llamó el piloto con voz queda—. ¿Quiere venir un momento?
El aludido se movió en su litera.
—¡Maldición, estaba casi dormido!
—Lo siento, pero… ha ocurrido un accidente. Nos hallamos en una órbita de alejamiento.
—¿Qué?
El rugido de Doyle despertó a todos los demás. De un violento envión saltó el comandante de la litera para flotar hacia el tablero de instrumentos. Siguió una rápida conferencia con el atribulado piloto y luego ordenó nuestro mentor:
—Comuníqueme con la Estación Electrónica más cercana. Me haré cargo de la nave.
—¿Qué pasó? —susurré a Tim.
—Creo que lo sé —repuso—, pero espera un momento antes de hacernos ideas demasiado sombrías.
Pasó casi un cuarto de hora antes de que se molestara nadie en explicarme lo sucedido. Durante ese lapso hubo una actividad febril: llamadas por radio, constatación de ruta y rápidos cálculos. Norman Powell, que estaba tan inactivo como yo, se compadeció al fin de mi ignorancia.
—Este ferry está maldito —gruñó en tono de disgusto—. El piloto ha cometido el único error de navegación que se podría considerar imposible. Debió haber aminorado la velocidad al llegar a los quince kilómetros por segundo. En cambio aplicó el impulso en dirección opuesta y hemos ganado velocidad en la misma proporción. Por eso, en lugar de caer hacia la Tierra, estamos saliendo al espacio.
Aun a mí me resultó difícil aceptar que alguien cometiera un error de tal naturaleza. Después supe que era una de esas aberraciones que no son tan raras como parecen. A bordo de una nave sideral que recorre una órbita libre, no hay manera de saber en qué dirección y a qué velocidad avanza uno. Todo debe hacerse por medio de los instrumentos y los cálculos, y si a cierta altura de las cosas se toma un signo de menos por uno de más, entonces es muy fácil desviar la nave en dirección opuesta a la que uno quiere en el momento de accionar los impulsores.
Naturalmente, se supone que el responsable de una nave efectúe otras comprobaciones para evitar errores; pero el caso es que esta vez no dieron resultado o el piloto no las hizo. Mucho tiempo después supimos la razón: La culpa no era del pobre piloto, sino de la válvula de oxígeno que se había atascado. Yo fui el único que perdió el conocimiento, pero todos los otros sufrieron también la falta de oxígeno. Es un mal muy serio, pues la víctima no se da cuenta de que le ocurre nada y comete toda clase de equivocaciones estúpidas creyendo en todo momento que hace las cosas a la perfección.
Empero, lo importante no era saber cómo había ocurrido el accidente, sino buscarle solución al problema.
La velocidad extra que se imprimiera al ferry era suficiente para colocarnos en una órbita de escape. En otras palabras, viajábamos a tal celeridad que la Tierra no podría volver a atraernos. Íbamos hacia el espacio, a una región situada más allá de la órbita de la Luna, y no conoceríamos nuestra ruta exacta hasta que CAOV nos diera los cálculos necesarios. El comandante Doyle había dado por radio nuestra posición y velocidad, y ahora debíamos esperar nuevas instrucciones.
La situación era seria, aunque no desesperada; aun teníamos una cantidad apreciable de combustible. Claro que si lo usábamos ahora podríamos evitar alejarnos de la Tierra; pero entonces nos encontraríamos en una nueva órbita que podría no llevarnos cerca de una de las estaciones espaciales. Ocurriera lo que ocurriese, era necesario que obtuviéramos más combustible lo antes posible. La nave de corto alcance en la que nos hallábamos no había sido construida para excursiones muy largas en el espacio y llevaba una reserva limitada de oxígeno, de la que nos quedaba lo suficiente para cien horas más. Si no nos auxiliaban dentro de ese lapso, perderíamos la vida.
Parecerá raro; pero aunque ahora estaba realmente en peligro, no me sentí tan atemorizado como cuando me atrapó Cuthbert o cuando se introdujo el «meteoro» en la sala de clase. No sé por qué, esto parecía otra cosa. Disponíamos de varios días antes de que llegara la crisis, y todos confiábamos en que el comandante Doyle nos sacaría del aprieto.
Aunque no pudimos apreciarlo debidamente en esos momentos, había algo irónico en el hecho de que hubiéramos estado perfectamente a salvo si hubiésemos regresado en el
Estrella Matutina
en lugar de haber tomado la cuidadosa precaución de volver en otra nave.
Tuvimos que esperar casi quince minutos antes de que el personal de la Estación Interior calculara nuestra nueva órbita y nos la comunicara por radio. El comandante trazó entonces el rumbo y todos miramos por sobre su hombro para ver qué derrotero seguiría el ferry.
—Vamos hacia la Luna —dijo, trazando una línea con el índice—. Cruzaremos su órbita dentro de cuarenta horas y estaremos lo bastante cerca para que nos afecte bastante su campo de atracción. Si frenamos con los cohetes podemos dejar que nos capture.
—¿No sería una buena idea? Por lo menos dejaríamos de alejarnos hacia el espacio.
El comandante se rascó la barbilla con aire pensativo.
—No sé —confesó—. Todo depende de que haya en la Luna algunas naves que puedan subir a buscarnos.
—¿Y no podemos descender nosotros mismos cerca de una de las colonias lunares? —preguntó Norman.
—No. No tenemos suficiente combustible para el descenso. De todos modos, los motores no son lo bastante potentes… Ya deberías saberlo.
Calló Norman y se hizo un silencio que comenzó a afectarme los nervios. Me hubiera gustado contribuir con alguna idea brillante, mas no creí que las mías fueran mejores que las de Norman.
—Lo malo es que hay tantos factores en juego —declaró al fin el comandante—. Tenemos varias soluciones posibles para nuestro problema, pero lo que deseamos es hallar la más económica. Costará una fortuna si tenemos que llamar un navío de la Luna para que se ajuste a nuestra velocidad y nos pase algunas toneladas de combustible. Ésa es la solución más obvia y la menos conveniente.
Resultaba consolador saber que existía una solución, y fué eso todo lo que quise saber. Ya se ocuparía alguien de pagar la cuenta.
De pronto se iluminó el rostro del piloto, quien había estado sumido hasta entonces en la más profunda melancolía.
—¡Ya sé! —exclamó—. Deberíamos haberlo pensado antes. ¿Por qué no han de usar el lanzador que hay en Hiparco? Así podrían dispararnos combustible sin la menor dificultad, según puede verse en esta carta.
La conversación se tornó entonces muy animada y llena de términos técnicos de los que no entendí ninguno. Diez minutos después comenzó a desvanecerse la tristeza general, por lo que adiviné que habían llegado a una conclusión satisfactoria. Cuando hubo finalizado la discusión y se hubieron hecho todas las llamadas por radio, me llevé a Tim a un rincón y le amenacé con no dejarle en paz hasta que me hubiera explicado lo que pasaba.
—¿No conoces el lanzador de Hiparco? —me preguntó.
—¿Te refieres a ese aparato magnético que dispara tanques de combustible a los cohetes que ocupan órbitas alrededor de la Luna?
—Eso mismo. Es un doble riel magnético de ocho kilómetros de largo que corre de este a oeste a través del cráter de Hiparco. Eligieron ese lugar porqué está cerca del centro del disco de la Luna y se hallaba próximo a las refinerías de combustible. Las naves que desean ser abastecidas se colocan en una órbita alrededor del satélite. Llegado el momento oportuno, los encargados del lanzador les disparan los recipientes hacia la órbita. La nave tiene que hacer ciertas maniobras por medio de disparos de cohetes para dar con el tanque, pero esto resulta mucho más barato que emplear un navío especial para trasladar el combustible.
—¿Y qué pasa con los tanques vacíos?
—Eso depende de la velocidad con que los lanzan. A veces vuelven a caer en la Luna; al fin y al cabo, allí hay lugar de sobra para que desciendan sin hacer daño a nadie. Pero por lo general se les imprime un impulso suficiente para que escapen de la atracción del satélite y se pierdan en el espacio.
—Comprendo. Así que vamos a acercarnos a la Luna para que nos disparen un tanque de combustible.
—Sí; ya están haciendo los cálculos necesarios. Nuestra órbita nos llevará detrás del satélite, a unos ocho mil kilómetros de altura. Ellos harán concordar la velocidad lo más exactamente posible al lanzar el tanque y nosotros tendremos que hacer el resto por nuestros propios medios. Claro que será necesario gastar un poco de combustible, pero valdrá la pena hacer esa inversión.
—¿Y cuándo sucederá todo esto?
—Dentro de cuarenta horas. Ahora estamos esperando las cifras correctas.
Probablemente era yo el único que se sintió complacido ante aquella perspectiva ahora que me sabía más o menos a salvo. Para los otros, esto era una desagradable pérdida de tiempo, pero a mí me daría el accidente una oportunidad de ver la Luna desde cerca, cosa que no hubiera soñado siquiera cuando salí de la Tierra.
Hora tras hora se fué achicando la Tierra y agrandando la Luna. Había poco que hacer, aparte de constatar la marcha de los instrumentos y efectuar llamadas regulares a las diversas estaciones espaciales y la base lunar. La mayor parte del tiempo la pasamos durmiendo y conversando, aunque en una oportunidad se me permitió hablar con mis padres por radio. Ambos parecían un poco afligidos, y por primera vez me hice cargo de que nuestra aventura sería de interés para todo el mundo. Empero, creo que logré convencerlos de que me estaba divirtiendo y que no había necesidad de alarmarse.
Ya se habían tomado todas las precauciones del caso y no había nada que hacer, salvo esperar hasta que hubiéramos pasado sobre la Luna y encontrado el recipiente. Aunque he observado el satélite con gran frecuencia por medio del telescopio, tanto desde la Tierra como desde la Estación Interior, era algo muy diferente estudiar las grandes llanuras y montañas a simple vista. Estábamos ya tan cerca que resultaba fácil ver los cráteres mayores a lo largo de la banda que separaba el día de la noche. La línea del amanecer acababa de pasar el centro del disco y ya amanecía en el cráter de Hiparco, donde estaban preparándose para auxiliarnos. Pedí permiso para usar el telescopio de la nave y miré hacia el profundo cuenco.
En seguida tuve la impresión de estar colgado en el espacio a unos ochenta kilómetros de altura. Hiparco llenaba completamente el campo visual y era imposible abarcarlo todo de una mirada. La luz del sol daba de manera oblicua sobre las derruidas paredes del cráter, proyectando larguísimas lagunas de sombras muy negras. Aquí y allá tocaba el alba los picos más altos, haciéndolos flamear como faros en las tinieblas circundantes.