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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Islas en el cielo (18 page)

BOOK: Islas en el cielo
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—Al parecer se les pasó éste por alto, pero lo liquidarán no bien pasemos nuestro informe. ¡Muy bien. Malcom! Has contribuido a que el espacio sea un lugar más seguro.

Me complació el cumplido, aunque continuaba preocupado por si habíamos recibido una dosis peligrosa de radiaciones de los viejísimos isótopos contenidos en aquel ataúd celestial. Por suerte resultaron infundados mis temores, pues nos habíamos alejado con demasiada rapidez para sufrir ningún daño.

Tiempo después conocimos la historia del proyectil extraviado. La Comisión de Energía Atómica se avergüenza todavía de aquel episodio, y pasaron varias semanas antes de que dieran detalles al respecto. Finalmente admitieron haber despachado el recipiente de desechos en 1981. Lo lanzaron con la intención de que se estrellara en la Luna, mas no llegó nunca a ella. Los astrónomos se entretuvieron bastante buscando la causa de que el objeto se hubiera colocado en la órbita en que lo hallamos y su informe fué una complicada historia en cuya factura entraba la influencia gravitacional de la Tierra, el Sol y la Luna.

Nuestro desvío no nos había costado mucho tiempo, y sólo llevábamos unos minutos de retraso cuando entramos en la órbita de la Estación Electrónica Dos, la que se encuentra sobre la Latitud 30° Este, sobre el centro de África. Ya para entonces estaba acostumbrado a ver objetos extraños en el espacio, de modo que la estación no me asombró en lo más mínimo cuando la avisté por primera vez. El satélite artificial consistía de una reja delgada y rectangular con uno de sus lados de frente a la Tierra. Cubrían este lado centenares de reflectores cóncavos de pequeño tamaño que formaban el sistema de enfoque destinado a lanzar las ondas de radio al planeta o captarlas cuando llegaban desde el mismo.

Nos aproximamos cuidadosamente, tomando contacto con la parte posterior de la estación. Cualquier piloto que pasara con su nave frente a la misma perdía toda su popularidad, ya que con ello podría causar la falla temporaria de millares de circuitos y el bloqueo de las ondas hertzianas. Se debe esto a que todos los servicios de comunicación de larga distancia del planeta, así como la mayoría de los de radio y televisión, pasan por las Estaciones Electrónicas.

Al mirar con más atención descubrí que había otros dos sistemas reflectores de ondas que apuntaban, no hacia la Tierra, sino en las dos direcciones situadas a sesenta grados del planeta. Estos reflectores proyectaban las ondas hacia las otras dos estaciones, de modo que las tres juntas formaban un vasto triángulo que giraba con la rotación de la Tierra.

No pasamos más que doce horas en aquella base, mientras que se revisaba y aprovisionaba nuestra nave. Al piloto no volví a verlo, aunque supe después que lo habían exonerado en parte de su responsabilidad en el accidente. Cuando continuamos nuestro viaje interrumpido, fué bajo la dirección de otro capitán, quien no se mostró dispuesto a hablar de la suerte corrida por su colega. Los pilotos del espacio forman un grupo muy selecto y exclusivo que jamás comenta los errores de sus miembros con la gente ajena al gremio. Supongo que no se les puede censurar por esto, ya que su trabajo es uno de los que más responsabilidad exigen.

La parte residencial en la Estación Electrónica se asemejaba mucho a la que teníamos en la Estación Interior, de modo que no perderé tiempo describiéndola. De cualquier modo, no estuvimos allí el tiempo suficiente para visitarlo todo, y el personal tenía demasiado trabajo para ocuparse de mostrarnos el satélite. Eso sí, los encargados del servicio de televisión nos pidieron que nos presentáramos para describir nuestras aventuras desde el momento en que partimos del hospital. La entrevista se celebró en una sala improvisada y tan pequeña que no daba cabida a todos, de modo que tuvimos que entrar silenciosamente y uno por uno cuando se dio la señal. Parecía raro que no hubiera mayores comodidades allí en el corazón de la red televisora de todo el planeta. Empero, esto era bastante razonable, ya que era rarísimo que se efectuara una transmisión directa desde la Estación Electrónica.

También pudimos echar un fugaz vistazo a la sala principal de mandos, aunque puedo asegurar que no entendimos mucho de lo que vimos. Había centenares de perillas y luces coloreadas, así como empleados que observaban innumerables pantallas y accionaban palancas de todo tamaño. Por los altavoces llegaban palabras pronunciadas en todos los lenguajes conocidos, y al pasar por detrás de cada operador vimos encuentros de fútbol, cuartetos de cuerdas, carreras de aviones, hockey, exhibiciones de arte, títeres, óperas…, en fin una muestra de todos los espectáculos mundiales, los que dependían para su proyección de aquellas tres balsas de metal que flotaban a treinta y cinco mil kilómetros de altura.

Naturalmente, no todo el trabajo de la Estación Electrónica se centralizaba en la Tierra. Por allí pasaban los circuitos interplanetarios; si Marte deseaba llamar a Venus, a veces era conveniente enviar los mensajes por intermedio de las estaciones de la Tierra. Escuchamos algunos de los mensajes, casi todos en clave telegráfica, de modo que no logramos entenderlos. Como las ondas de radio tardan varios minutos en salvar el abismo entre los planetas, no se suele sostener conversaciones entre un mundo y otro, salvo que sea entre la Tierra y la Luna, y aun en ese caso hay que soportar una fastidiosa demora de casi tres segundos entre pregunta y respuesta.

Aunque estuve allí un tiempo muy breve, noté algo que me impresionó extraordinariamente. Desde todos los otros puntos que había visitado podía uno ver la Tierra «abajo» y verla girar sobre su eje, presentando sus continentes a medida que pasaban las horas. Pero allí no existían tales cambios. La Tierra mantenía siempre la misma cara hacia la estación. Verdad es que se sucedían los días y las noches en el planeta; pero con todos los amaneceres y los crepúsculos estaba siempre la estación en el mismo sitio, flotando eternamente sobre un punto de Uganda, población situada a trescientos kilómetros del Lago Victoria. Debido a esto resultaba difícil creer que el satélite artificial se moviera, aunque en realidad viajaba alrededor de la Tierra a más de diez mil kilómetros por hora. Pero como tardaba un día exacto en completar su recorrido, permanecería siempre fijo sobre África, tal como las otras dos estaciones pendían sobre las costas opuestas del Pacífico.

Éste era sólo uno de los varios detalles que la diferenciaban de la Estación Interior. Los servidores de aquí hacían un trabajo que les mantenía en contacto con todo lo que ocurriera en la Tierra, enterándose de muchas cosas mucho antes de que lo supieran en el planeta. Sin embargo estaban también en las fronteras del espacio, pues no había allí nada que se interpusiera entre ellos y la órbita de la Luna. Era aquélla una situación extraña que me hizo desear permanecer en el lugar un poco más. A menos que sucedieran otros accidentes imprevistos, mis vacaciones en el espacio llegaban ya a su fin. Había perdido la nave que debía llevarme a casa, mas esto no me ayudó tanto como esperaba. Supe que se proyectaba enviarme a la Estación Residencial y mandarme desde allí por el ferry del servicio regular, de modo que descendiera a la Tierra con los pasajeros provenientes de Marte y Venus.

Nuestro viaje de regreso a la Estación Interior estuvo desprovisto de incidentes y resultó algo tedioso. No pudimos persuadir al comandante que nos contara más anécdotas, y creo que estaba un poco avergonzado por haber sido tan hablador en el viaje de salida. Además, esta vez no quería dejar de vigilar al piloto.

Tuve la impresión de regresar al hogar cuando se presentó a mi vista el caos familiar de la Estación Interior. No había cambiado allí casi nada. Faltaban algunas naves, pero había otras que ocupaban sus puestos y eso era todo. Los otros aprendices nos aguardaban en la cámara de compresión y recibieron al comandante con un prolongado hurra, aunque después nos tomaron un poco el pelo por nuestras diversas aventuras. El hecho de que el
Estrella Matutina
siguiera en el hospital motivó muchas quejas y nunca conseguimos que el comandante cargara con toda la responsabilidad de que así fuera.

Pasé casi todo el último día de estada en la estación reuniendo autógrafos y recuerdos. Los muchachos me dieron una sorpresa al regalarme un hermoso modelito de la estación hecho por ellos en material plástico. Tanto me emocionó el regalo que me quedé mudo y no supe cómo agradecerles la atención.

Al fin tuve todo preparado y pedí al cielo que mi equipaje no sobrepasara el límite de peso establecido. Me quedó entonces una sola despedida que hacer.

El comandante se hallaba sentado a su escritorio, tal como lo viera la primera vez que entré en la estación. Pero ahora no me resultaba tan aterrador, pues había llegado a conocerle y admirarle. Esperaba no haber causado demasiadas molestias con mi estada y así traté de expresarlo. Doyle sonrió al oírme.

—Podría haber sido peor —manifestó—. En general supiste portarte muy bien, aunque lograste aparecer en… los lugares más inesperados. No sé si enviar a la World Airways una cuenta por el combustible extra que nos hiciste gastar en nuestro viaje. Debe sumar una suma considerable de dinero.

Me pareció mejor no decir nada, y a poco siguió hablando, luego de haber revuelto un poco sus papeles.

—Amigo Roy, seguramente te darás cuenta de que son muchos los jóvenes que solicitan puestos aquí y no los consiguen, pues las condiciones que se exigen son bastante difíciles de cumplir. Pues bien, estas últimas semanas me he fijado mucho en ti y he notado cómo te has ido comportando. Si cuando tengas la edad suficiente deseas presentar tu solicitud, tendré mucho gusto en recomendarte.

—¡Gracias, señor!

—Claro que tendrás que estudiar muchísimo. Has visto cómo se divierten y juegan tus compañeros, pero no has tenido que hacer sus trabajos ni que pasarte aquí meses esperando que llegue tu licencia y preguntándote por qué te alejaste de la Tierra.

Nada podía contestar a esto; probablemente debía ser un detalle que afectaba al comandante más que a ningún otro. Por su parte, se impulsó con la mano izquierda para levantarse del asiento y me tendió la diestra. Cuando nos estrechamos la mano, volví a recordar nuestro primer encuentro. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? De pronto me hice cargo de que, a pesar de haberlo visto diariamente, había olvidado que no tenía piernas. Tan bien se adaptaba al medio ambiente que éramos los demás los que parecíamos fenómenos.

Me llevé una sorpresa al llegar a la cámara de compresión por la que debía salir. Aunque no había pensado mucho en ello, supuse que sería uno de los transportes normales el que me llevaría a la Estación Residencial. En cambio, vi allí a la destartalada
Alondra del Espacio
amarrada a uno de los parantes. Me pregunté entonces qué pensarían nuestros orgullosos vecinos cuando llegara ese objeto extraño a sus puertas, y me dije que mis amigos hacían aquello con la sola intención de fastidiarme.

La tripulación estaba constituida por Tim Benton y Ronnie Jordan, quienes me ayudaron a pasar el equipaje por la cámara. Luego de mirar dubitativamente la cantidad de maletas y paquetes, me preguntaron si conocía las tarifas espaciales. Por suerte, el viaje de regreso es el más barato, y aunque pasé algunos apuros, logré llegar a casa con todos mis bártulos.

Frente a nosotros se fué agrandando lentamente el gran tambor giratorio de la Estación Residencial, mientras que a popa se empequeñecía la desordenada colección de cámaras y corredores atmosféricos que fuera mi hogar por tanto tiempo. Con gran cuidado guió Tim la
Alondra
hasta el eje de la estación. No vi entonces lo que sucedió, pero salieron a nuestro encuentro dos grandes brazos articulados que nos atrajeron con lentitud hasta que las dos cámaras de compresión quedaron unidas.

—Bueno, hasta la vista —me dijo Ron—. Supongo que volveremos a verte.

—Así lo espero —repuse, sin saber si mencionar la oferta del comandante—. Vengan a verme cuando estén en la Tierra.

—Gracias. Espero que tengas un buen viaje.

Les di la mano a ambos, sintiéndome bastante acongojado al despedirme. Después se cerraron las puertas y entré en el hotel flotante que fuera mi vecino durante tantos días, pero al que no visitara hasta entonces.

La cámara de compresión terminaba en un amplio corredor circular en el que me aguardaba un mozo de uniforme, a quien entregué mi equipaje. Le miré luego con interés cuando colocó todas mis cosas contra la pared del corredor y me dijo que me situara al lado de las maletas. Después hubo una vibración leve y en seguida recordé el experimento que hiciéramos en el tambor de fuerza centrífuga del hospital. Lo mismo estaba ocurriendo aquí. El corredor comenzaba a girar, imitando la rotación del hotel, y la fuerza centrífuga me dotaba de nuevo de peso. Recién después que igualaran las dos velocidades podría entrar en la estación.

A poco sonó un timbre y me hice cargo de que ya concordaban las dos velocidades. La fuerza que me atraía hacia la pared curvada era muy leve, pero se iría acrecentando a medida que me alejara del centro del hotel, hasta que, ya en el anillo exterior, se igualaría a la atracción de la tierra. No tenía apuro en experimentar esto de nuevo luego de mi largo período de libertad absoluta. El corredor finalizaba en una puerta que daba acceso a un ascensor. Siguió un breve viaje durante el cual sucedió algo curioso con la dirección vertical, tras de lo cual abrióse la puerta para dejar al descubierto un amplio hall. Me resultó difícil creer que no me hallaba en la Tierra, ya que aquello parecía el vestíbulo principal de un hotel de lujo. Vi allí el mostrador de recepción y los clientes que hacían preguntas y presentaban quejas. El personal uniformado andaba de un lado a otro, y de vez en cuando se llamaba a uno de los clientes por el sistema de altavoces. Solamente las largas zancadas con que caminaba la gente indicaba que no era aquello la Tierra. Y sobre el mostrador de recepción vi un cartel que decía:

Gravedad en este piso: 1/3 de la Tierra

Comprendí que aquella gravedad era más apropiada para los colonizadores que regresaban de Marte. Probablemente venían del planeta rojo todas aquellas personas que me rodeaban.

Cuando hube firmado el registro, me destinaron un cuarto diminuto en el que sólo cabía una cama, una silla y un lavatorio. Tan extraño me resultó ver otra vez el agua corriente que lo primero que hice fué abrir la canilla y ponerme a mirar el líquido que se amontonaba en el cuenco del lavatorio. De pronto me di cuenta de que también debía haber baños, y de inmediato salí en busca de uno. Estaba harto de tomar duchas complicadas.

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