De pronto se convirtió su risa en un alarido de terror, pues súbitamente se inclinó hacia nosotros aquel tronco tan delgado y las largas ramas avanzaron velozmente. Una de ellas se enroscó a mi tobillo, mientras que otra me atrapaba por la cintura. Tal fué mi susto que no pude ni gritar. Demasiado tarde me hice cargo de que no se trataba de un árbol y que sus «ramas» eran tentáculos.
Mi reacción fué instintiva y violenta. Aunque estaba flotando en el aire, y por lo tanto incapacitado para asirme de algo sólido, me era posible debatirme con bastante efectividad. Los otros hacían lo mismo, y a poco entré en contacto con el piso, de modo que pude dar un fuerte envión. Los delgados tentáculos soltaron su asidero cuando volé hacia el techo. Poco después conseguí tomarme de uno de los artefactos de luz a tiempo para no dar con la cabeza contra el cielo raso, tras de lo cual miré hacia abajo para ver qué les había sucedido a mis amigos.
Todos ellos habíanse apartado, y ahora que cedían mis temores, comprendí cuán débiles eran en realidad aquellos tentáculos. De haber estado sobre el suelo y contado con la fuerza de gravedad para que nos ayudara, podríamos habernos soltado sin la menor dificultad. Aun allí, no habíamos sufrido el menor daño aparte del susto.
—¿Qué diablos es eso? —jadeó Tim cuando hubo recobrado el aliento.
Los demás estaban demasiado aturullados para contestarle e íbamos ya hacia la puerta cuando se encendieron de pronto las luces y alguien dijo:
—¿Qué son esos ruidos?
Abrióse la puerta y entró por ella un hombre ataviado en un guardapolvo blanco.
—Espero que no se hayan puesto a molestar a Cuthbert —nos dijo al cabo de un momento.
—¿Molestarlo? —estalló Norman—. Jamás en la vida me había llevado un susto igual. Estábamos buscando al doctor Hawkins y nos encontramos con este…, este monstruo de Marte o no sé dónde.
El otro rompió a reír mientras daba un envión desde la puerta para flotar hacia el monstruo ahora inmovilizado.
—¡Cuidado! —gritó Tim.
Lo observamos fascinados mientras se acercaba. No bien estuvo el individuo a su alcance, los delgados tentáculos adelantáronse de nuevo para enroscarse a su cuerpo. El hombre no hizo más que levantar un brazo para protegerse la cara, aunque sin dar la impresión de que quisiera alejarse.
—Cuthbert no es muy inteligente —comentó—. Cree que todo lo que se le acerca es bueno para comer y en seguida lo agarra. Pero como no somos muy digeribles, nos suelta en seguida…, como ven.
En efecto, los tentáculos se aflojaban ya. Con un movimiento casi desdeñoso, alejaron de sí al cautivo, quien rompió a reír al vernos mirarle con gran sorpresa.
—Tampoco es muy fuerte. Sería muy fácil alejarse de él aunque no estuviera dispuesto a soltar su presa.
—Aun así, no creo que sea aconsejable dejar libre a una bestia de ese tipo —declaró Norman con gran dignidad—. ¿Y se puede saber qué es? ¿De qué planeta lo trajeron?
—Se sorprenderían… Pero dejaré que la explicación la dé el doctor Hawkins, quien me mandó a buscarlos al ver que no aparecían. Lamento que Cuthbert les haya dado un susto. Esa puerta debió haber estado cerrada con llave, pero alguien debe haberse descuidado.
Ése fué todo el consuelo que tuvimos, y mucho me temo que nuestro accidente nos dejara con pocos deseos de continuar la gira y recibir explicaciones científicas. No obstante el detalle, descubrimos que los laboratorios de Biología eran en extremo interesantes. El doctor Hawkins, que estaba a cargo de las investigaciones, nos habló del trabajo que hacían y mencionó las magníficas perspectivas que ofrecía la baja gravedad al prolongamiento de la vida humana.
—Allá en la Tierra, nuestros corazones tienen que luchar contra la gravedad desde el momento en que nacemos. Continuamente fuerza la sangre por el sistema circulatorio y sólo descansa realmente cuando estamos acostados. Sin embargo, aun para las personas más indolentes los períodos de descanso no ocupan más que una tercera parte de la vida. Pero aquí no es necesario que el corazón trabaje de esa manera.
—¿Entonces por qué no corre a demasiada velocidad, como una locomotora que no arrastra carga? —preguntó Tim.
—No está mal la pregunta. No corre como dices porque la naturaleza nos ha provisto de un maravilloso regulador automático, y aun aquí trabaja bastante contra la fricción que se produce en venas y arterias. Todavía no sabemos hasta qué punto cambiará las cosas la ausencia de gravedad, pues llevamos muy poco tiempo experimentando; pero opinamos que la vida podrá prolongarse hasta mucho más allá de los cien años. Quizá se obtengan los mismos resultados en la Luna. Si podemos probarlo, casi todos los viejos empezarán a huir de la Tierra. Ya lo veremos. Por ahora voy a mostrarles algo que les resultará muy interesante.
Nos condujo a una cámara cuyas paredes consistían casi enteramente de vitrinas llenas de seres que a primera vista no pude identificar. Sin embargo, al cabo de un momento lancé una exclamación de asombro.
—¡Son moscas! ¿De dónde proceden?
En efecto, eran moscas. Lo único raro que veía en ellas era que tenían alas de casi treinta centímetros de longitud y el resto del cuerpo en proporción.
El doctor Hawkins rió entre dientes.
—También esto se debe a la falta de gravedad más algunas hormonas especiales. En la Tierra el peso de cada animal produce un efecto importante en el desarrollo. Una mosca de este tamaño no podría elevarse en el aire. Resulta extraño ver volar a éstas; se ve con toda facilidad el batir de sus alas.
Se me ocurrió que habría ocupaciones más interesantes que el estudio de las moscas; pero, seguramente, aquellos sabios sabían por qué lo hacían. Sin duda alguna el resultado final era impresionante…, y desagradable. Las moscas no son insectos atrayentes, ni siquiera en su tamaño normal.
—Ahora verán un contraste notable —manifestó el doctor, mientras enfocaba un poderoso microscopio—. Esto pueden verlo apenas a simple vista…, en circunstancias ordinarias, por supuesto.
Tocó un botón y encendióse un círculo de luz en la pantalla sobre la que se proyectaba la imagen captada por el instrumento. Vimos entonces una diminuta gota de agua con extraños globos de una sustancia viscosa y pequeños seres vivientes que iban y venían por el campo visual. En el centro de la imagen, agitando lentamente sus tentáculos, se hallaba…
—¡Vamos, si es ese ser extraño que nos apresó! —dijo Ronnie.
—Así es —repuso el sabio—. Se llama hidra, y los más grandes no miden más que una vigésima de centímetro. Ya ven, pues, que Cuthbert no vino de Marte o Venus, sino de la Tierra. Su desarrollo extraordinario es nuestro experimento más importante.
—¿Pero con qué fin lo hacen? —quiso saber Tim.
—Se puede estudiar a estos seres mucho más fácilmente cuando son grandes. Nuestros conocimientos de la materia viviente han adelantado muchísimo desde que podemos hacer estas cosas. Eso sí, debo admitir que con Cuthbert nos excedimos un poco. Se requiere mucho trabajo para mantenerlo vivo, y es difícil que podamos repetir el experimento.
Luego de esto nos llevaron a ver de nuevo a Cuthbert. Esta vez estaban encendidas las luces; al parecer, habíamos entrado en el laboratorio durante uno de los breves períodos de «noche» artificial. Aunque sabíamos que no era peligroso aquel extraño ser, no quisimos acercarnos mucho. No obstante, Tim Benton se dejó persuadir y le ofreció un trozo de carne cruda que de inmediato apresó uno de los tentáculos para llevarlo al extremo superior del largo «tronco».
—Debí haber explicado que las hidras suelen paralizar a sus víctimas inoculándoles una sustancia ponzoñosa —manifestó el doctor Hawkins—. Esos tentáculos están llenos de ventosas venenosas que hemos podido neutralizar. De otro modo Cuthbert sería tan peligroso como una jaula llena de cobras.
Otro momento interesante en nuestra visita al hospital lo pasamos en la Sección de Gravedad. Ya he mencionado que algunas estaciones espaciales producen una especie de gravedad artificial girando lentamente alrededor de su eje. Dentro del nosocomio sideral había un gran tambor o cámara centrífuga que cumplía este propósito. Se nos permitió probarla, en parte para divertirnos y en parte para constatar nuestras reacciones al recobrar nuestro peso normal.
La cámara de gravedad era un cilindro de unos quince metros de diámetro sostenido sobre un eje e impulsado por motores eléctricos. Entramos por una escotilla del costado y nos encontramos en una habitación reducida que habría parecido perfectamente normal en nuestro planeta. Pendían cuadros de las paredes y hasta vimos colgar una araña eléctrica del «techo». Se había hecho allí todo lo necesario para crear la impresión visual de que de nuevo existían las condiciones usuales en la Tierra.
Nos sentamos en cómodos sillones y nos dispusimos a esperar. A poco hubo una leve vibración a la que siguió la sensación de movimiento; la cámara empezaba a girar. Muy lentamente empecé a sentir cierta pesadez; necesitaba esforzarme para mover brazos y piernas; de nuevo era esclavo de la gravedad, incapaz ya de deslizarme por el aire con la gracia de un pájaro…
De un altavoz oculto nos llegaron instrucciones.
—Ahora mantendremos una velocidad constante. Levántense y caminen un poco…, pero tengan cuidado.
Me levanté de mi asiento y el esfuerzo estuvo a punto de hacerme caer de nuevo.
—¡Diablos! —exclamé—. ¿Cuánto peso nos han dado? Me da la impresión de estar en Júpiter.
El operador debió haber oído mis palabras, pues nos llegó una risita proveniente del altavoz.
—No tienen más que la mitad del peso que tenían en la Tierra. Pero les parece demasiado después de no haber pesado nada en varias semanas.
Esta idea me disgustó un poco. Cuando volviera a la Tierra pesaría el doble que ahora…
—No se aflijan —dijo entonces el operador—. Uno se acostumbra en seguida cuando viene, y lo mismo pasará al regreso. Tendrán que tomar las cosas con calma por unos días cuando bajen a la Tierra, y deben recordar que no les es posible saltar desde las ventanas de un tercer piso y flotar poco a poco basta el suelo.
Dicho así parecía tonto; pero, precisamente, a esto era a lo que me había acostumbrado en el espacio. Me pregunté cuántos serían los navegantes siderales que se desnucaban al volver a la Tierra.
En aquella cámara centrífuga hicimos muchas cosas que era imposible realizar donde no existía la gravedad. Resultaba gracioso ver los líquidos caer en un chorro y quedarse quietos en el fondo de un vaso. Yo salté de un lado a otro para gozar de la novel experiencia de volver a caer en el mismo sitio.
Finalmente se nos ordenó que nos sentáramos de nuevo, aplicaron los frenos y cesó el girar de la cámara. ¡Otra vez volvíamos a carecer de peso y recobrábamos la libertad!
Desearía haber permanecido en el hospital una semana o más a fin de poderlo explorar a mi gusto. Había en él todo lo que faltaba en la Estación Interior, y mis compañeros, que faltaban de la Tierra desde varios meses atrás, supieron apreciar aquellos lujos mucho más que yo. Resultaba extraño ver tiendas y jardines y hasta ir al teatro. Esto fué una experiencia inolvidable. Gracias a la ausencia de gravedad, era posible acomodar una gran concurrencia en un espacio reducido sin que nadie dejara de ver el espectáculo. Pero esto mismo creaba un problema difícil al director, ya que era necesario dar de algún modo la sensación de gravedad. No estaría bien que los personajes de una obra de Shakespeare anduvieran flotando en el aire. Así, pues, los actores debían usar zapatos con suela magnética, detalle favorito de los antiguos escritores de novelas fantástico-científicas, aunque fué ésta la única vez que los vi emplear en la realidad.
La obra que vimos era
Macbeth
. Por mi parte, no puedo decir que me agraden mucho esas tragedias, y sólo asistí porque nos habían invitado y no pude negarme. Pero me alegré luego de estar allí al ver cuánto se divertían los pacientes. Y no son muchos los que pueden decir que han visto a Lady Macbeth, en la escena de la sonámbula, bajar las escaleras con zapatos magnéticos.
Otra de las razones por las que no tenía gran apuro en regresar a la Estación Interior era que al cabo de tres días tendría que embarcarme en el cohete que habría de llevarme de regreso a casa. Aunque tuve la suerte de llegar hasta el nosocomio, había aún muchas cosas que me faltaba ver. Estaban las Estaciones Meteorológicas, los grandes observatorios con sus inmensos telescopios flotantes y las Estaciones Electrónicas, situadas once mil kilómetros más hacia el espacio. Pero, en fin, tendría que esperar otra ocasión mejor.
Antes de que llegara el ferry-cohete para llevarnos de regreso, tuvimos la satisfacción de saber que nuestra misión había sido exitosa. El paciente estaba ya fuera de peligro y tenía una buena posibilidad de recuperarse por completo. Por desgracia, no podría seguir viaje hacia la Tierra y había recorrido tantos millones de kilómetros inútilmente. Lo más que podría hacer sería observar el planeta por los telescopios del hospital y ver los verdes campos sobre los que no le sería posible posar ya sus plantas. Terminada su convalecencia, tendría que regresar a Marte con su fuerza de gravedad menor que la de la Tierra.
El ferry-cohete que fué a buscarnos habíase desviado de su ruta normal entre las Estaciones de Observación. Cuando subimos a bordo, Tim Benton seguía discutiendo con el comandante y afirmando que era una pena que no pudiéramos volver en el
Estrella Matutina
.
—Espera a ver el informe cuando lo revisen —replicó el comandante con una sonrisa—. Entonces cambiarás de idea. Apuesto que lo menos que necesita es recubrir de nuevo el interior de los tubos de escape. Me siento mucho mejor en una nave cien años más joven.
Sin embargo, según resultaron las cosas, estoy seguro de que el comandante deseó luego habernos hecho caso…
Era la primera vez que me encontraba a bordo de uno de aquellos ferries de escaso poder dedicados al servicio entre las diversas órbitas, a menos que incluya uno en esta categoría a nuestra
Alondra del Espacio
. La cabina de mandos parecíase mucho a la de cualquier otro navío del espacio, pero el exterior del aparato era de aspecto muy raro. Habíanlo construido en el espacio y, naturalmente, no tenía líneas aerodinámicas ni aletas. La cabina parecía un huevo y estaba conectada a los tanques de combustibles y los motores por medio de un armazón de vigas. La mayor parte de la carga no se llevaba en el interior de la nave, atándoselo simplemente a lo que se llamaba —de manera poco apropiada por cierto— «rejilla de equipajes», o sea una serie de soportes de tejido metálico sostenido por viguetas menores. Para las mercancías que era necesario transportar a presión normal había una bodega pequeña con otra entrada detrás de la cabina de gobierno. La verdad es que la nave habíase construido con miras a un servicio efectivo y no a satisfacer el sentido de lo estético.