También pasaba mucho tiempo mirando hacia el lado opuesto a la Tierra. Aunque virtualmente no me hallaba más cerca de la Luna y los planetas que cuando estaba en la Tierra, fuera de la atmósfera me era posible verlo todo con mucha mayor claridad. Las grandes montañas de la Luna parecían tan cercanas que daba la impresión de que se podía tender la mano y tocar aquellas crestas de contornos tan abruptos. En la zona nocturna de la Luna podía ver algunas de las colonias lunares que brillaban como estrellas en el firmamento. Pero el espectáculo más maravilloso era el despegue de los navíos siderales. Cuando se me presentaba la oportunidad de hacerlo, escuchaba la radio y tomaba nota de las horas de partida. Después me iba al telescopio y, luego de apuntarlo hacia el lugar indicado, me ponía a esperar.
Al principio no veía otra cosa que un círculo negro. De pronto aparecía una chispa diminuta que se iba tornando cada vez más brillante. Al mismo tiempo comenzaba a expanderse al elevarse el cohete e iluminar su escape un área cada vez mayor del paisaje lunar. En aquel sector blanco azulado me era posible ver las montañas y llanos que relucían tanto como a la luz del sol. Al ascender el cohete, el círculo de luz íbase agrandando y debilitándose hasta que al fin era ya demasiado tenue para seguir revelando detalles de la superficie lunar. La nave que ascendía convertíase entonces en una diminuta estrella brillante que avanzaba con gran velocidad sobre la cara oscura del satélite. Unos minutos más tarde se apagaba casi tan repentinamente como había nacido. La nave acababa de escapar de la Luna y estaba ya a salvo en su ruta; treinta o cuarenta horas más tarde entraría en la órbita de la estación, tras de lo cual vería yo a sus tripulantes que subían a bordo del satélite artificial con toda tranquilidad, como si hubieran hecho un viaje en helicóptero de una ciudad a otra.
Creo que en el lapso que pasé en la Estación Interior escribí más cartas de las que escribo durante un año en mi casa. Todas eran muy breves y finalizaban de esta guisa: «P. D.: Por favor devuélvame el sobre para mi colección». Así me aseguré que tendría un juego de estampillas espaciales que provocarían la envidia de todos mis amigos. Dejé de hacerlo al quedarme sin dinero, y es muy probable que muchos parientes lejanos se sorprendieran mucho al tener noticias mías durante aquel intervalo.
También me presté a una entrevista por televisión, estando mi interlocutor en la Tierra. Al parecer, mi viaje a la estación había despertado gran interés, y todos querían saber lo que hacía en ella. Contesté que lo pasaba muy bien y que no deseaba regresar todavía. Aun me faltaban ver muchas cosas, entre ellas el trabajo de los que filmaban una película allí cerca.
Mientras los técnicos de la Siglo Veintiuno hacían sus preparativos, Tex Duncan había estado aprendiendo a manejar su traje espacial. Uno de los ingenieros tenía la obligación de enseñarle, y nos enteramos de que no le resultaba muy inteligente el alumno. Duncan estaba seguro de saberlo todo, y porque podía gobernar un cohete, creía que el manejo del traje espacial era cosa fácil.
Estuve presente el día que empezaron las tomas en el espacio. El grupo estaba filmando a unos ochenta kilómetros de la estación, y nosotros habíamos ido hasta allí en el
Alondra
, nuestro yate privado.
La empresa había tenido que alejarse así por una razón muy lógica. Se habría creído que, como se tomaron tantas molestias y efectuaron tantos gastos en llevar sus actores y equipo al espacio, no tendrían más que iniciar la filmación lo antes posible. Pero muy pronto descubrieron que no podían hacerse así las cosas. En primer lugar, la luz no les favorecía en absoluto. Más arriba de la atmósfera, cuando se está expuesto a la luz directa del sol, es lo mismo que cuando lo ilumina a uno un solo reflector de gran intensidad. La parte de cualquier objeto que mira hacia el astro está brillantemente iluminada, mientras que la parte opuesta queda sumida en las sombras más densas. De ahí que, cuando mira uno a un objeto situado en el espacio, lo único que ve es una parte del mismo, de modo que hay que esperar hasta que haya dado una vuelta completa antes de hacerse una idea exacta de su totalidad.
Con el tiempo llega uno a acostumbrarse a este estado de cosas: pero la Siglo Veintiuno sospechó que el detalle podía chocar al público de la Tierra. Por esta razón decidieron obtener una iluminación adicional para llenar las sombras. Al principio hasta tuvieron la idea de sacar reflectores extra y situarlos en el espacio alrededor de los actores, pero era tal la potencia lumínica necesaria para competir con el Sol que al fin abandonaron este plan. Después se le ocurrió a alguien que podían usar espejos. También habrían desechado esta idea si otra persona no hubiera recordado entonces que el espejo más grande del sistema flotaba en el espacio a pocos kilómetros de allí.
Hacía ya más de treinta años que no se usaba la antigua estación de almacenamiento de rayos solares, pero su gigantesco reflector estaba en tan buenas condiciones como en sus mejores tiempos. Habíanlo construido en los primeros días de la astronáutica para absorber parte de la energía emanada del sol y aprovecharla para impulsar motores eléctricos. El reflector principal era un enorme cuenco de casi noventa metros de diámetro que tenía la forma de un reflector. La luz del sol que daba sobre él se concentraba en unos espirales situados en su punto central, donde convertía en vapor el agua contenida en sus depósitos y hacía mover turbinas y generadores.
El espejo en sí era una estructura frágil formada por vigas curvadas que sostenían delgadísimas hojas de sodio metálico. Habíase empleado este material porque era muy liviano y formaba un buen reflector. Sus mil facetas almacenaban la luz del sol y la proyectaban sobre un solo sitio, donde habían estado situadas las espirales de calentamiento cuando funcionaba la estación solar. Empero, largo tiempo atrás habían retirado los generadores, quedando sólo el espejo que flotaba en el espacio. Nadie tuvo inconveniente en que lo empleara la Siglo Veintiuno si así lo deseaba la empresa, Pidieron permiso, se les cobró una renta nominal y se les dijo que lo usaran.
Lo que ocurrió entonces fué una de esas cosas que parecen obvias después que han pasado, pero que no previene nadie de antemano. Cuando llegamos allí, ya estaban en su sitio los fotógrafos, a unos ciento cincuenta metros del gran espejo y a cierta distancia de la línea entre el mismo y el Sol. Cualquier objeto situado en esa línea quedaba iluminado por el Sol por una parte y por la otra por la luz que enfocaba en el espejo y se esparcía al reflejarse. Lamento que esto parezca algo complicado, pero es importante que el lector comprenda bien la situación.
El
Orson Welles
flotaba detrás de los fotógrafos, quienes se hallaban ocupados en mover un muñeco de un lado a otro para estudiar los mejores ángulos de toma. Cuando estuvieran satisfechos, retirarían el muñeco para que Tex Duncan ocupara su lugar. Por desgracia, debido a nuestro veloz movimiento orbital, la Tierra entraba en sombra y volvía a iluminarse con tal rapidez que sólo era posible filmar durante diez minutos por hora.
Mientras se estaban efectuando estos preparativos, nos fuimos a la cabina de mandos de la estación solar. Era ésta un gran cilindro atmosférico situado al borde del espejo y dotado de ventanas que permitían ver en todas direcciones. Nuestros técnicos habíanlo puesto en condiciones de habitar y funcionaba ya allí el sistema de aire acondicionado. Además, los expertos habíanse ocupado de volver el espejo de manera que mirara de nuevo hacia el Sol, lo cual se hizo colocando algunos cohetes al borde y disparándolos durante unos segundos en un momento ya calculado.
Nos sorprendimos un poco al ver al comandante Doyle en la cabina. Por su parte, él pareció algo turbado ante nuestra presencia, más no hizo comentario alguno.
Mientras esperábamos el desarrollo de los acontecimientos, nos explicó cómo había funcionado la estación y por qué se abandonó la misma al idearse generadores atómicos baratos y menos difíciles de maniobrar. De vez en cuando miraba yo por una de las ventanas para ver lo que hacían los fotógrafos. Teníamos nuestras radios sintonizadas en el mismo circuito y oíamos perfectamente las continuas órdenes del director. Seguramente deseaba estar de regreso en su estudio de la Tierra, y debía maldecir a quien se le ocurrió la alocada idea de filmar una película en el espacio.
El gran espejo cóncavo presentaba un espectáculo realmente impresionante visto desde el borde. Le faltaban algunas de sus facetas y pude ver las estrellas que brillaban por los huecos; pero, aparte de esto, estaba intacto y, por supuesto, tan reluciente como cuando lo construyeron. Tuve la impresión de ser una mosca que se arrastrara por el borde de un platillo de metal. Aunque todo el cuenco estaba bañado por la luz solar, parecía oscuro visto desde donde nos hallábamos. Toda la luz que llegaba al espejo reconcentrábase en un punto situado a unos sesenta metros de distancia. Aun había algunas vigas de soporte que se extendían hacia el punto del foco, donde estuvieran otrora los espirales de calentamiento. Actualmente terminaban esas vigas en el espacio vacío.
Al fin llegó el gran momento. Vimos abrirse la puerta del
Orson Welles
y salir Tex Duncan por ella. El actor había aprendido a manejar bastante bien su traje espacial, aunque estaba yo seguro de haberme ingeniado mejor si hubiera tenido tanta práctica como él.
Retiraron el muñeco, el director comenzó a dar instrucciones y las cámaras siguieron los movimientos de Tex. Éste tenía poco que hacer durante la toma, salvo efectuar algunas maniobras sencillas. Entendí que se lo suponía perdido en el espacio luego de la destrucción de su nave y ahora trataba de localizar a otros sobrevivientes. Es innecesario decir que la señorita Lorelli se contaría entre ellos, aunque aún no había aparecido en la escena.
Continuó el trabajo de las cámaras hasta que la Tierra presentóse en cuarto creciente y se tornó familiar la forma de los continentes. Ya entonces no había motivo para continuar, pues el detalle arruinaría la filmación. Suponíase que la aventura se desarrollaba cerca de uno de los planetas de Alfa del Centauro, y sería ridículo que el público reconociera Nueva Guinea, India o el Golfo de México.
No quedaba otro remedio que esperar treinta minutos más, hasta que la Tierra entrara de nuevo en cuarto menguante y su geografía quedara oculta por la bruma o las nubes. Oímos al director ordenar a los fotógrafos que suspendieran el trabajo y todos se dispusieron a descansar. Tex anunció por la radio:
—Voy a encender un cigarrillo; siempre quise fumar dentro de un traje espacial.
Alguien que estaba a mis espaldas masculló:
—Otra vez fanfarroneando. Si se marea se lo habrá ganado.
Siguieron unas instrucciones más a los fotógrafos y luego oímos de nuevo a Tex:
—¿Veinte minutos más? No pienso quedarme aquí todo ese tiempo. Me voy a echar un vistazo a ese espejo tan grande.
—Piensa venir aquí —comentó Tim Benton con disgusto.
—Muy bien —replicó el director—. Pero no deje de volver a tiempo.
Estaba yo observando por uno de los ojos de buey y vi el escape del cohete del actor que partía hacia nosotros.
—Lleva mucha velocidad —comentó alguien—. Espero que pueda detenerse a tiempo. No estaría bien que hiciera otro agujero en nuestro espejo.
Después sucedió todo a la vez. Oí que el comandante Doyle gritaba a voz en cuello:
—¡Digan a ese idiota que se detenga! ¡Tiene que frenar! ¡Va hacia el foco…, y arderá en un segundo!
Pasó un momento antes de que comprendiera lo que quería decir. Después recordé que toda la luz y el calor absorbido por el gigantesco espejo se volcaba en aquel sector del espacio hacia el cual iba Tex. Alguien me había dicho que la temperatura era espantosa y se reconcentraba en un rayo de apenas un metro de diámetro. Empero, no había nada que apareciera a la vista ni era posible adivinar el peligro hasta que fuera ya demasiado tarde. Más allá del punto focal volvía a expandirse el rayo para tornarse inofensivo por completo. Pero en el punto donde estuvieran las espirales de calentamiento, en aquella abertura vacía entre las vigas, el calor era capaz de fundir cualquier metal en cuestión de segundos…, ¡y Tex iba directamente hacia allí! Si llegaba al lugar, no duraría más que una mariposa alcanzada por la llama de una soldadora de acetileno.
Alguien gritaba continuamente por la radio, tratando de advertir al actor. Aunque el aviso llegara a tiempo, me pregunté si Tex tendría suficiente sentido común para obrar como debía. Lo más probable era que se dejara dominar por el pánico y girara sin gobierno y sin alterar su curso.
El comandante debió haberse dado cuenta de esto, pues gritó de pronto:
—¡Agárrense todos! ¡Voy a torcer el espejo! Me tomé de la agarradera más próxima, mientras que el comandante daba un envión con sus poderosos brazos para lanzarse a través de la cabina hacia el tablero de instrumentos instalado temporariamente junto a la ventana de observación. Lanzó una mirada al inoportuno viajero que se acercaba e hizo un rápido cálculo mental. Un momento después volaron sus dedos sobre las palancas que gobernaban el disparo de los cohetes.
A noventa metros de distancia, sobre el lado opuesto del espejo, vi las llamaradas de los escapes. A nuestro alrededor tembló todo el armazón que no estaba diseñado para moverse de manera tan súbita. Así y todo, pareció girar con extrema lentitud, no obstante lo cual noté que el Sol se movía hacia un lado. Ya no apuntábamos directamente hacia el astro rey, y el invisible cono de fuego procedente del espejo se expandía inofensivamente en el espacio. Jamás supimos a qué distancia del mismo pasó el actor; pero después nos dijo que sintió una fugaz explosión de luz cegadora que le pasaba rozando y le dejó atontado durante unos segundos.
Los cohetes de gobierno ardieron por completo y lancé un suspiro de alivio al soltar la agarradera. Aunque había sido leve la aceleración, era más de la que podía soportar el espejo, de modo que se soltaron algunas de las superficies reflectoras que ahora vimos girar con lentitud por el espacio. Lo mismo ocurría con toda la estación solar; se necesitarían varias maniobras cuidadosas para detener el movimiento de rotación que le había dado el comandante. El Sol, la Tierra y las estrellas giraban con lentitud a nuestro alrededor, y tuve que cerrar los ojos antes de poder orientarme nuevamente.