Durante el transcurso de la hora siguiente hice todo lo posible para resultar útil y ser aceptado como miembro integrante de la tripulación. Mi ocupación principal era la de recorrer toda la nave y asegurar los objetos sueltos que pudieran saltar de un lado a otro cuando entraran en acción los impulsores.
Fué un momento histórico cuando Norman Powell puso en marcha los motores, efectuando un breve disparo a potencia mínima, mientras todos observábamos los medidores para captar la primera señal de peligro. Como precaución especial, nos habíamos puesto nuestros trajes espaciales. Si estallaba uno de los motores, no era probable que sufriéramos daño allá arriba en la cabina de mandos, pero se corría el riesgo de que se abriera alguna vía en el casco.
Todo marchó de acuerdo con nuestros planes. La leve aceleración nos impulsó hacia lo que de pronto se convirtió en el piso. Después cesó de nuevo la sensación de peso y volvió todo a la normalidad.
Se efectuó entonces la lectura de los medidores y al fin anunció Norman:
—Los motores parecen andar bien. Partamos.
Fué así cómo inició el
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su primer viaje luego de un siglo de inactividad. No fué gran cosa si se lo compara con su gran salto a Venus. En realidad, no fueron más que ocho kilómetros, desde el cementerio hasta la Estación Interior. No obstante, para todos nosotros, fué una gran aventura, pues teníamos mucho afecto al vetusto armatoste.
Llegamos a la estación unos cinco minutos más tarde y Norman detuvo la nave a varios centenares de metros del anillo exterior, ya que Norman no quería correr riesgos en su primera responsabilidad como piloto. Los tractores andaban ya por allí, y poco después aseguraron los cabos para remolcar la nave.
Fué entonces cuando decidí que me convenía ocultarme de la vista de mis compañeros. Detrás del taller que fuera otrora la bodega del
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había varias cámaras pequeñas que solían servir de depósito. La mayoría del equipo suelto de a bordo habíase guardado allí y asegurado con cuerdas. Empero, aun quedaba mucho espacio libre.
Ahora bien, desearía aclarar un detalle; aunque se había empleado la palabra «polizón», debo advertir al lector que no me parece propio aplicarla en este caso. Nadie me había ordenado que saliera de la nave y no estaba escondido. De haber pasado alguien por el taller y buscado en el depósito, era seguro que me hubiera visto. Pero nadie lo hizo, de modo que, ¿de quién fué la culpa?
El tiempo pareció transcurrir con gran lentitud mientras aguardaba. Oí muy a lo lejos gritos ahogados y órdenes urgentes, y al cabo de un rato sentí el inconfundible pulsar de las bombas al ser cargados los tanques con el combustible. Sabía que el comandante Doyle debía estar esperando hasta que la nave hubiera llegado al punto preciso de la órbita alrededor de la Tierra antes de poner en marcha los motores. Ignoraba en qué momento se produciría esto, y el suspenso me resultó terrible.
Pero al fin rugieron los cohetes y experimenté de nuevo la sensación de peso, deslizándome por las paredes hasta hallarme realmente de pie sobre el piso. Di unos pocos pasos para ver cómo era aquello y no me agradó la experiencia. En los últimos quince días habíame acostumbrado tanto a la falta de gravedad que su retorno temporario resultábame muy molesto.
El atronar de los motores duró tres o cuatro minutos, y al cabo de ese tiempo estaba casi ensordecido por el ruido, aunque me había tapado las orejas. Los pasajeros no viajaban nunca tan cerca de los cohetes, y me alegré no poco cuando al fin cesó el impulso y comenzó a ceder el estruendo que me rodeaba. Pronto se hizo el silencio, aunque tardaría yo bastante en volver a oír debidamente. No obstante, esto no me preocupó mucho; lo más importante era que se había iniciado el viaje y nadie podría obligarme a desembarcar.
Decidí aguardar un poco antes de ir hacia la cabina de mandos. El comandante Doyle estaría ocupado en constatar el curso y no quise molestarle mientras tuviera algo tan importante entre manos. Además, tendría que inventar una buena excusa.
Todos se sorprendieron al verme y hubo un silencio absoluto cuando me deslicé por el hueco de la puerta, diciendo:
—¡Hola! Podrían haberme advertido que íbamos a partir.
El comandante me miró con gran fijeza y no supe si iba a mostrarse furioso o no. Después inquirió:
—¿Qué haces a bordo?
—Estaba asegurando el equipo en el depósito.
El comandante volvióse hacia Norman, quien parecía algo preocupado.
—¿Es verdad eso?
—Sí, señor. Yo le dije que lo hiciera, pero creía que había terminado.
Doyle meditó un momento.
—Bueno, ahora no tengo tiempo para hablar de ello —me dijo al fin—. Ya estás aquí y tendremos que soportarte.
Esto no era muy halagador, pero podría haber sido mucho peor, de modo que me conformé.
El resto de la tripulación consistía de Tim Benton, que me miraba con expresión burlona, y de Ronnie Jordan, quien no me prestaba atención aparente. Llevábamos dos pasajeros: el enfermo a quien había atado a una camilla fija a uno de los mamparos, y un joven médico que no hizo otra cosa que mirar su reloj y dar al paciente una inyección de cuando en cuando. No creo que haya dicho más de una docena de palabras en todo el viaje.
Tim me explicó después que el enfermo sufría de un agudo mal del estómago, por fortuna muy poco frecuente, causado por los cambios de gravedad. Era una suerte para él que hubiera logrado llegar a la órbita de la Tierra, pues de haber enfermado durante el viaje de dos meses, no podrían haberlo salvado con los recursos disponibles a bordo de la nave de pasajeros.
Nada podíamos hacer mientras el
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deslizábase hacia afuera en la larga curva que habría de llevarnos al cabo de tres horas y media al Hospital del Espacio. Muy lentamente se iba alejando la Tierra a nuestras espaldas; ya no estaba tan cercana como para llenar la mitad del cielo y veíamos una parte mucho mayor de su superficie de lo que era posible avistar desde la Estación Interior que volaba tan baja sobre el Ecuador. Hacia el norte presentó lentamente el Mediterráneo, luego Japón y Nueva Zelandia, ambos simultáneamente y en horizontes opuestos.
Y la Tierra continuaba empequeñeciéndose allí atrás. Ahora era al fin una esfera pendiente en el espacio, lo bastante pequeña como para que la vista pudiera captarla en su totalidad. Ahora me era posible abarcar tanto hacia el sur que alcancé a atisbar el casquete helado del Antártico reluciendo como una orla blanca más allá del extremo inferior de la Patagonia.
Nos hallábamos a veinticinco mil kilómetros sobre nuestro planeta, entrando ya en la órbita del Hospital del Espacio. Un momento más y tendríamos que emplear los cohetes para entrar en la ruta debida. Empero, esta vez podría pasarlo mucho mejor allí en la cabina a prueba de sonidos.
Una vez más volvió a experimentarse la sensación de peso con el rugir de los cohetes. Hubo un prolongado disparo al que siguió una serie de breves andanadas para corregir la dirección. Finalizado esto se desprendió el comandante del asiento y flotó hacia uno de los ojos de buey. Sus instrumentos decíanle dónde estaba con mucha más certeza de lo que podrían hacerlo sus ojos, pero deseaba tener la satisfacción de verlo por sí mismo. Yo también me dirigí hacia uno de los ojos de buey desocupados.
Flotando en el espacio, junto a nosotros, vi algo que parecía ser una gran flor de cristal con la cara vuelta hacia el Sol. Al principio no encontré método alguno para calcular su verdadero tamaño o juzgar a qué distancia se hallaba; pero avisté luego a través de las paredes transparentes algunas figuras pequeñísimas que andaban de un lado a otro. También alcancé a distinguir el resplandor del sol sobre máquinas y equipos de aspecto muy complicado. Aquella estación debía tener lo menos ciento cincuenta metros de diámetro y el costo de llevar todo aquel material a tal altura de la Tierra debía ser tremendo. Al ocurrírseme esto recordé que no era mucho lo que provenía del planeta. Como las otras estaciones, el Hospital del Espacio había sido construido casi enteramente con materiales que provenían de la Luna.
Al irnos acercando lentamente, pude ver las personas que se agrupaban a las cubiertas de observación y en las salas techadas de cristal para contemplar nuestra llegada. Por primera vez se me ocurrió que este viaje del
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era todo un acontecimiento; seguramente lo comentaban todas las emisoras radiales y de televisión, mencionando el detalle de que era una carrera por la vida y un valiente esfuerzo por parte de una nave en desuso durante un siglo.
A poco acercáronse los cohetes tractores para remolcarnos. Unos minutos más tarde nos acoplamos a una de las cámaras de compresión y pudimos pasar por un tubo de conexión al interior del hospital. Aguardamos que pasaran primero el médico y el paciente, avanzando luego para encontrarnos con la multitud que esperaba allí para recibirnos.
Puedo asegurar que no me habría perdido aquello por nada del mundo, y estoy seguro de que el comandante gozó del momento tanto como nosotros. Nos saludaron efusivamente, tratándonos como a héroes. Aunque yo no había hecho nada y en realidad no tenía derecho a estar allí, me brindaron las mismas atenciones que a los otros.
Resultó que tendríamos que esperar allí dos días antes de poder regresar a la Estación Interior, pues hasta entonces no pasaría ningún navío con rumbo a la Tierra. Naturalmente, podríamos haber efectuado el viaje de regreso en el
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, pero el comandante puso el veto a esta idea.
—No me molesta tentar una vez a la providencia, pero no pienso hacerlo nuevamente —declaró—. Antes de que ese armatoste viejo haga otro viaje, tendremos que efectuarle muchas reparaciones y probar los motores. No sé si lo notaron; pero la temperatura de la cámara de combustión comenzó a subir de manera alarmante cuando terminábamos el viaje. Y hay lo menos seis cosas más que no están como debieran estar. No pienso ser héroe dos veces en una semana. ¡La segunda vez podría ser la última!
Supongo que era la suya una actitud muy razonable, pero todos nos sentimos bastante decepcionados. Debido a la cautela del comandante, el
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no volvió a su estacionamiento habitual hasta pasado un mes, para gran fastidio de sus jóvenes propietarios.
Por lo general, los hospitales son lugares bastante deprimentes, pero éste en que nos hallábamos no entraba en tal categoría. Eran pocos los pacientes que estaban enfermos de gravedad, aunque en la Tierra ya habrían muerto la mayoría o estarían completamente desvalidos a causa del efecto de la gravedad sobre sus corazones debilitados. Muchos podrían volver con el tiempo al planeta, otros vivirían bien sólo en la Tierra o en Marte, y los casos más severos tendrían que quedar permanentemente en la estación. Era una especie de exilio, pero todos ellos parecían no sentirlo mucho. En aquel inmenso hospital que relucía a los rayos del sol podía hallarse casi todo lo que había en la Tierra… Es decir, casi todo lo que no dependiera de la gravedad.
Sólo la mitad de la estación estaba ocupada por el nosocomio; el resto del espacio lo dedicaban a laboratorios de investigaciones diversas, los que nos invitaron a visitar. En una de aquellas giras ocurrió lo que voy a relatar.
El comandante se hallaba ocupado en la Sección Técnica, pero a nosotros habíannos invitado a visitar el Departamento de Biología, el que —según dijeron— era muy interesante, afirmación en la que se quedaron cortos.
Nos habían dicho que encontraríamos al doctor Hawkins en el Corredor Nueve, Biología Dos. Ahora bien, resulta muy fácil extraviarse en una estación espacial; como todos sus ocupantes conocen perfectamente los corredores, nadie se ocupa de poner carteles indicadores. Nos dirigimos hacia lo que supusimos que era el Corredor Nueve, mas no vimos ninguna puerta en la que se indicara cuál era el laboratorio «Biología Dos». Empero, encontramos una en cuyo entrepaño decía «Biofísica Dos», y tras breve vacilación decidimos que allí debía ser. Seguramente encontraríamos dentro a alguien que nos indicara el camino.
Tim Benton estaba adelante y fué él quien abrió la puerta con cierta cautela.
—No veo nada —masculló—. ¡Uf! Esto huele a pescadería.
Miré por sobre su hombro, notando que la luz era muy débil, motivo por el cual no pude más que discernir unas formas muy vagas. La atmósfera era cálida y extraordinariamente húmeda, debido sin duda a numerosos chorros de agua que llovían desde todas partes. El olor imperante me recordó al común en los zoológicos y los invernaderos.
—Aquí no hay nada —exclamó Ronnie Jordan con disgusto—. Probemos en otra parte.
—Un momento —dijo Norman, cuyos ojos debían haberse acostumbrado a la penumbra con más rapidez que los míos—. ¿Qué les parece? ¡Tienen un árbol! Por lo menos eso parece, aunque da la impresión de ser muy raro.
Adelantóse mientras flotábamos tras él, atraídos por la misma curiosidad. Me di cuenta entonces de que mis compañeros no habían visto un árbol o aun una brizna de hierba en muchos meses, por lo que aquello debía ser para ellos una gran novedad.
Ahora podía ver mejor y noté que nos hallábamos en una cámara muy amplia, con frascos y vitrinas por todas partes. El aire estaba lleno de una neblina suave motivada por la llovizna de los chorros, y me sentí como si me encontrara en alguna jungla tropical. A nuestro alrededor había varias lámparas, pero estaban apagadas y no alcanzamos a ver los interruptores.
A unos doce metros de distancia se erguía el árbol que descubriera Norman. Sin duda alguna, era un objeto muy extraño. Su tronco delgado y recto alzábase desde una caja de metal a la que habían conectado numerosos tubos y bombas. No tenía hojas, y sólo vimos una docena de ramas delgadísimas que caían hacia abajo, dándole un aspecto como de desconsuelo. Asemejábase bastante a un sauce llorón al que se ha arrancado todo su follaje. Sobre el mismo caía una continua lluvia de agua proveniente de varias mangueras. Debido a la gran humedad comenzaba yo a experimentar cierta dificultad para respirar.
—No puede ser de la Tierra —dijo Tim—. Y nunca me describieron nada igual que provenga de Marte o Venus.
Nos habíamos acercado ya bastante al extraño objeto, y cuanto más nos aproximábamos tanto menos me agradaba la situación. Así lo expresé, pero Norman se río de mis temores.