Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (62 page)

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En 1983, el astrónomo Carl Sagan y el biólogo Paul Ehrlich han señalado que, en el caso de una guerra nuclear, la explosión meramente del 10 por 100 del actual arsenal de armas atómicas enviaría suficiente materia a la estratosfera como para iniciar una artificial noche invernal que podría durar lo suficiente como para poner en un serio aprieto a la vida humana en la Tierra, otra gran matanza que ciertamente no podemos permitirnos.

Pero; en cualquier caso, la muerte de los dominantes reptiles a fines del cretácico, sea cual fuere su causa, significó que la era cenozoica que siguió se convirtió en la
era de los mamíferos
. Y la misma aportó el mundo que ahora conocemos.

Cambios bioquímicos

La unidad de la vida actual se demuestra, en parte, por el hecho de que todos los organismos están compuestos de proteínas creadas a partir de los mismos aminoácidos. Igualmente, la misma clase de evidencia ha establecido recientemente nuestra unidad con el pasado. La nueva ciencia de la «Paleobioquímica» (la Bioquímica de las formas de vida antiguas) se inició a finales de la década de 1950, al demostrarse que algunos fósiles, de 300 millones de años de antigüedad, contenían restos de proteínas compuestas precisamente de los mismos aminoácidos que constituyen las proteínas hoy en día: glicina, alanina, valina, leucina, ácido glutámico y ácido aspártico. Ninguno de los antiguos aminoácidos se diferenciaba de los actuales. Además, se localizaron restos de hidratos de carbono, celulosa, grasas y porfirinas, sin (nuevamente) nada que pudiera ser desconocido o improbable en la actualidad. A partir de nuestro conocimiento de bioquímica podemos deducir algunos de los cambios bioquímicos que han desempeñado un papel en la evolución de los animales.

Consideremos la excreción de los productos de desecho nitrogenados. En apariencia, el modo más simple de librarse del nitrógeno es excretarlo en forma de una pequeña molécula de amoníaco (NH
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), la cual puede fácilmente pasar a través de las membranas de la célula a la sangre. Da la casualidad que el amoníaco es sumamente tóxico. Si su concentración en la sangre excede de la proporción de una parte en un millón, el organismo perecerá. Para un animal marino, esto no representa un gran problema: puede descargar el amoníaco en el océano, continuamente, a través de sus agallas. Sin embargo, para un animal terrestre, la excreción de amoníaco es imposible. Para descargar el amoníaco con tanta rapidez como éste se forma, se precisaría una excreción de orina de tal magnitud que el animal quedaría pronto deshidratado y moriría. Por tanto, un organismo terrestre debe liberar sus productos de desecho nitrogenados en una forma menos tóxica que el amoníaco. La solución viene representada por la urea. Esta sustancia puede ser transportada en la sangre a concentraciones superiores al uno por mil, sin representar un serio peligro.

Ahora bien, el pez elimina los desechos nitrogenados en forma de amoníaco, y así lo hace también el renacuajo. Pero, cuando el renacuajo madura y se convierte en una rana, empieza a eliminarlos en forma de urea. Este cambio en la química del organismo es, en cada momento, tan crucial para la evolución desde la vida acuática a la vida terrestre, como lo son los cambios visibles de agallas a pulmones.

Este cambio bioquímico debió de haber tenido lugar cuando los crosopterigios invadieron la tierra firme y se convirtieron en anfibios. Por este motivo, existen bases suficientes para creer que la evolución bioquímica tuvo un papel tan importante en el desarrollo de los organismos como la evolución «morfológica» (es decir, los cambios en la forma y la estructura).

Otro cambio bioquímico fue necesario antes de que pudiera darse el gran paso de los anfibios a los reptiles. Si el embrión de un huevo de reptil excretara urea, ésta llegaría a elevarse hasta concentraciones tóxicas, en la limitada cantidad de agua existente en el huevo. El cambio que se cuidó de resolver este problema fue la formación de ácido úrico en lugar de la urea. El ácido úrico (una molécula purínica que se parece a la de la adenina y la guanina, que existen en los ácidos nuc1eicos) es insoluble en el agua; por tanto, precipita en forma de pequeños gránulos y de este modo no puede penetrar en las células. Este cambio desde la excreción de urea a la de ácido úrico fue tan fundamental en el desarrollo de los reptiles como, por ejemplo, la evolución del corazón de tres cavidades al de cuatro cavidades.

En su vida adulta, los reptiles continúan eliminando los productos de desecho nitrogenados en forma de ácido úrico. No tienen orina en forma líquida. En lugar de ello, el ácido úrico se elimina como una masa semisólida a través de la misma abertura en el cuerpo que le sirve para la eliminación de las heces. Este orificio corporal recibe el nombre de «cloaca» (de la palabra latina para este término).

Las aves y los mamíferos ponedores de huevos, que depositan huevos del mismo tipo de los reptiles, mantienen el mecanismo del ácido úrico y la cloaca. De hecho, los mamíferos que ponen huevos se llaman a menudo «monotremas» (de las palabras griegas que significan «un agujero»).

Por otra parte, los mamíferos placentarios pueden expulsar fácilmente los productos de desecho nitrogenados del embrión, ya que éste se halla conectado indirectamente con el sistema circulatorio de la madre. Los embriones de los mamíferos, por tanto, no tienen problemas con la urea. Ésta es transferida al flujo sanguíneo materno y liberada mas tarde a través de los riñones de la madre.

Un mamífero adulto tiene que excretar cantidades sustanciales de orina para desembarazarse de su urea. Esto exige la presencia de dos orificios separados: un ano para eliminar los residuos sólidos indigeribles de los alimentos y un orificio uretral para la orina liquida.

Los sistemas explicados de la eliminación de nitrógeno demuestran que, aunque la vida es básicamente una unidad, existen también pequeñas variaciones sistemáticas de una especie a otra. Además, estas variaciones parecen ser mayores a medida que la distancia evolutiva entre las especies es mayor.

Consideremos, por ejemplo, aquellos anticuerpos que pueden crearse en la sangre animal en respuesta a una proteína o proteínas extrañas, como, por ejemplo, las existentes en la sangre humana. Estos «antisueros», si son aislados, reaccionarán poderosamente en la sangre humana, coagulándola, pero no reaccionarán de este modo con la sangre de otras especies. (Ésta es la base de las pruebas que indican que las manchas de sangre tienen un posible origen humano, lo que en ocasiones da un tono dramático a las investigaciones criminales.) De forma interesante, los antisueros que reaccionan con la sangre humana ofrecen una respuesta débil con la sangre del chimpancé, en tanto que los antisueros que reaccionan intensamente con la sangre de un pollo lo hacen de modo débil con la sangre de un pato, y así sucesivamente. Por tanto, la especificidad de los anticuerpos puede ser utilizada para indicar las estrechas relaciones entre los seres vivientes.

Estas pruebas indican, como era de esperar, la existencia de pequeñas diferencias en la compleja molécula de proteína; diferencias que son tan pequeñas en las especies muy afines que impiden la producción de algunas reacciones antiséricas.

Cuando los bioquímicos consiguieron desarrollar técnicas para la determinación de la estructura exacta de los aminoácidos en las proteínas, en la década de 1950, este método de clasificar las especies según su estructura proteínica fue considerablemente perfeccionado.

En 1965 se dio cuenta de estudios más minuciosos todavía sobre las moléculas hemoglobínicas de diversos primates, incluido el hombre. Una de las dos cadenas de péptidos en la hemoglobina, la llamada «cadena alfa», variaba poco de un primate a otro. La otra, la «cadena beta», señalaba importantes variaciones. Entre un primate determinado y el hombre había sólo seis puntos diferentes respecto a los aminoácidos y la cadena alfa, pero veintitrés por cuanto se refiere a las cadenas beta. Considerando las diferencias halladas en las moléculas hemoglobínicas, se pensó que el hombre había empezado a divergir de los demás simios hace setenta y cinco millones de años, más o menos el período de las primeras divergencias entre los caballos y los asnos ancestrales.

Aún pueden hacerse unas amplias distinciones al comparar las moléculas de
citocromo c
, una molécula proteínica que contiene hierro, compuesta de unos 105 aminoácidos y que se encuentra en las células de cualquier especie que respire oxígeno: plantas, animales o bacterias. A través del análisis de las moléculas de citocromo-c de diferentes especies, se descubrió que las moléculas en los humanos difieren de las del mono rhesus en sólo un aminoácido en toda la cadena. Entre el citrocromo-c de un ser humano y el de un canguro, existen diez diferencias en aminoácidos; entre los de un humano y un atún, existen veintiuna diferencias; entre los de un humano y una célula de levadura, hay cuarenta diferencias.

Con ayuda de análisis por ordenador, los bioquímicos han decidido que se emplean unos 7.000.000 de años para que un cambio en un residuo de aminoácido se establezca por sí mismo, y pueden realizarse estimaciones acerca del tiempo en el pasado cuando un tipo de organismo divergió de otro. Ocurrió hace dos mil quinientos millones de años, a juzgar por los análisis de citocromo-c, cuando los organismos elevados divergieron de las bacterias (es decir, fue hace un tiempo tan remoto cuando una criatura viviente que aún vive puede considerarse el antepasado común de todos los eucariotas). De forma similar, hace unos mil quinientos millones de años que las plantas y los animales tuvieron un antepasado común, y hace mil millones de años que los insectos y vertebrados han tenido un antepasado común. Así pues, debemos comprender que la teoría evolutiva se apoya no sólo en los fósiles sino también en una amplia variedad de detalles geológicos, biológicos y bioquímicos.

Índice de la evolución

Si las mutaciones de la cadena de ADN conducentes a cambios en el esquema de «aminoacidos» quedaran determinadas únicamente por los factores accidentales, cabría suponer que el ritmo de la evolución se atendría aproximadamente a una constante. Sin embargo, la evolución parece progresar con mayor rapidez en ciertas ocasiones …, y entonces se produce un súbito florecimiento de nuevas especies o una avalancha no menos súbita de muertes entre las más antiguas. Para ejemplificar este caso citemos las postrimerías del cretácico, cuando los dinosaurios, que vivían entonces juntamente con otros grupos de organismos, se extinguieron por completo en un período relativamente corto, mientras otros organismos proseguían viviendo sin sufrir perturbaciones. Posiblemente, el ritmo de las mutaciones es más vivo en ciertas épocas de la historia terrestre que en otras, y esas mutaciones más frecuentes promueven un número extraordinario de nuevas especies o anulan un número igualmente excepcional de las antiguas. (También pudiera ocurrir que las nuevas especies fueran más eficientes que las antiguas y compitieran con ellas hasta ocasionarles la muerte.)

Un factor ambiental que estimula la producción de mutaciones es la radiación energética, e indudablemente la Tierra sufre un constante bombardeo de radiación energética procedente de todas direcciones y en todo tiempo. La atmósfera absorbe una gran parte de esa energía, pero ni la atmósfera siquiera es capaz de rechazar la radiación cósmica. Aquí cabe preguntarse si la radiación cósmica no será mayor en un período determinado que en otros.

Se puede dar por supuesta una diferencia en cada uno de dos caminos distintos. El campo magnético terrestre desvía en cierta medida la radiación cósmica. Ahora bien, ese campo magnético tiene una intensidad variable y durante ciertos períodos, a intervalos cambiantes, desciende hasta la intensidad cero. En 1966, Bruce Heezen adujo que, cuando el campo magnético atraviesa una época de intensidad cero durante su proceso de inversión, dichos períodos pueden representar el momento en que una cantidad insólita de radiación cósmica alcance la superficie terrestre y acelere súbitamente el ritmo de la mutación. Este pensamiento resulta inquietante si se considera el hecho de que la Tierra parece encaminarse hacia un período similar de intensidad cero.

Por otra parte, podríamos hacernos también algunas preguntas sobre esas supernovas presentes en la vecindad de la Tierra … es decir, lo bastante próximas al sistema solar para incrementar perceptiblemente el bombardeo de la superficie terrestre por los rayos cósmicos. Algunos astrónomos han formulado ciertas especulaciones sobre la posibilidad.

El origen del hombre

James Ussher, arzobispo irlandés del siglo XVII, determinaba la fecha exacta de la creación del hombre precisamente en el año 4004 a. de J.C.

Anteriormente a Darwin, pocos hombres se atrevieron a dudar de la interpretación bíblica de la historia antigua del hombre. La fecha más antigua razonablemente concreta, a la que pueden referirse los acontecimientos relatados en la Biblia es el reinado de Saúl, el primer monarca de Israel, quien se cree que subió al trono aproximadamente en el año 1025 a. de J.C. El obispo Ussher y otros investigadores de la Biblia, que estudiaron el pasado a través de la cronología bíblica, llegaron a la conclusión de que tanto el hombre como el universo no podían tener una existencia superior a la de unos pocos miles de años.

Primeras civilizaciones

La historia documentada del hombre, tal como está registrada por los historiadores griegos, se iniciaba sólo alrededor del año 700 a. de J.C.; más allá de esta fecha clave de la historia, confusas tradiciones orales se remontaban hasta la guerra de Troya, aproximadamente en el año 1200 a. de J.C., y, más vagamente todavía, hasta una civilización prehelénica en la isla de Creta sometida al rey Minos.

A principios del siglo XIX, los arqueólogos empezaron a descubrir los primeros indicios de las civilizaciones humanas que existieron antes de los períodos descritos por los historiadores griegos y hebreos. En 1799, durante la invasión de Egipto por Napoleón Bonaparte, un oficial de su ejército, llamado Boussard, descubrió una piedra con inscripciones, en la ciudad de Roseta, en una de las bocas del Nilo. El bloque de basalto negro presentaba tres inscripciones diferentes: una en griego, otra en una forma antigua de escritura simbólica egipcia llamada «jeroglífico» («escritura sagrada») y otra en una forma simplificada de escritura egipcia llamada «demótico» («del pueblo»).

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