Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (63 page)

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La inscripción en griego era un decreto rutinario del tiempo de Tolomeo V, fechado en el equivalente al 27 de marzo del año 196 a. de J.C. Forzosamente tenía que ser una traducción del mismo decreto que se ofrecía en las otras dos lenguas sobre la tabla (comparemos con las indicaciones de «no fumar» y otros avisos oficiales que a menudo aparecen hoy día escritos en tres idiomas, en los lugares públicos, especialmente en los aeropuertos). Los arqueólogos se mostraron entusiasmados: al menos tenían una «clave» con la que descifrar las escrituras egipcias anteriormente incomprensibles. Se llevó a cabo un trabajo bastante importante en el «desciframiento del código» por parte de Thomas Young, el hombre que había establecido por vez primera la teoría ondulatoria de la luz (véase capitulo 8), pero le tocó en suerte a un estudiante francés de antigüedades, Jean-François Champollion, resolver por completo la «piedra de Roseta». Aventuró la suposición de que el copto, una lengua todavía empleada por ciertas sectas cristianas en Egipto, podía ser utilizado como guía para descifrar el antiguo lenguaje egipcio. En 1821, había conseguido descifrar los jeroglíficos y la escritura demótica, y abierto el camino para comprender todas las inscripciones halladas en las ruinas del antiguo Egipto.

Un hallazgo ulterior casi idéntico consiguió resolver el problema de la indescifrable escritura de la antigua Mesopotamia. En un elevado farallón, cerca del pueblo en ruinas de Behistun, al oeste del Irán, los científicos hallaron una inscripción que había sido grabada, aproximadamente en el 520 a. de J.C., por orden del emperador persa Darío I. Explicaba la forma en que éste había conseguido llegar al trono tras derrotar a un usurpador. Para estar seguro de que todo el mundo pudiera leerlo, Darío había mandado grabarla en tres idiomas: persa, sumerio y babilónico. Las escrituras sumerias y babilónicas, con una antigüedad que se remonta al año 3100 a. de J.C., estaban basadas en imágenes pictográficas, que se formaban haciendo muescas en la arcilla con un punzón; estas escrituras habían evolucionado hasta una de tipo «cuneiforme» («en forma de cuña»), que siguió utilizándose hasta el siglo I d. de J.C.

Un oficial del ejército inglés, Henry Creswicke Rawlinson, subió al farallón, copió la inscripción completa y, en 1846, después de diez años de trabajo, había conseguido realizar una traducción total, utilizando los dialectos locales como guía cuando los necesitaba. El desciframiento de las escrituras cuneiformes permitió leer la historia de las civilizaciones antiguas entre el Tigris y el Éufrates.

Se enviaron una expedición tras otra a Egipto y Mesopotamia en busca de más tablas y restos de las antiguas civilizaciones. En 1854, un científico turco, Hurmuzd Rassam, descubrió los restos de una biblioteca de tablas de arcilla en las ruinas de Nínive, la capital de la Antigua Asiria, una biblioteca que había sido compilada por el último gran rey asirio, Asurbanipal, aproximadamente en el 650 a. de J.C. En 1873, el investigador de la cultura asiria, el inglés George Smith, descubrió tablillas de arcilla que ofrecían relatos del bíblico Diluvio, lo cual demuestra la veracidad del libro del Génesis. En 1877, una expedición francesa al Irak descubrió los restos de una cultura que precedía a la babilónica: la anteriormente mencionada de los sumerios. Esto hacía remontar la historia de aquella región a los más antiguos tiempos egipcios.

Sin embargo, Egipto y Mesopotamia no estaban realmente al mismo nivel cultural que Grecia, cuando se produjeron los espectaculares hallazgos sobre los orígenes de la moderna cultura occidental. Quizás el momento más excitante en la historia de la arqueología ocurrió en 1873, cuando un antiguo dependiente de ultramarinos alemán halló la más famosa de todas las ciudades legendarias.

Heinrich Schliemann, desde niño, había desarrollado una verdadera obsesión por Homero. A pesar de que la mayor parte de los historiadores consideraban la
Ilíada
como un simple relato mitológico, Schliemann vivía y soñaba con la guerra de Troya. Decidió que tenía que hallar la ciudad de Troya, y, gracias a esfuerzos casi sobrehumanos, consiguió elevarse desde dependiente de ultramarinos a millonario, por lo que al fin pudo financiar la empresa.

En 1868, a los cuarenta y seis años de edad, se dio a conocer. Persuadió al gobierno turco que le concediera permiso para excavar en el Asia Menor, y, siguiendo únicamente los escasos indicios geográficos aportados por los relatos de Homero, por fin sentó sus reales sobre un montículo cerca del pueblo de Hissarlik. Convenció a la población local para que le ayudaran a excavar en el terraplén. Haciéndolo de un modo completamente aficionado, destructivo y sin un método científico, empezó a desenterrar una serie de antiguas ciudades sepultadas, cada una de ellas construida sobre las ruinas de la anterior. Y luego, hacia el final surgió el éxito: desenterró Troya —o, al menos, una ciudad que él pretendía que era Troya—. Realmente, respecto a las ruinas particulares que él denominaba Troya, se sabe hoy día que son muchísimo más antiguas que la Troya de Homero, aunque, a pesar de todo, Schliemann había conseguido demostrar que los relatos de Homero no eran sólo simples leyendas.

Enormemente excitado por su triunfo, Schliemann se trasladó a territorio griego y empezó a excavar en las ruinas de Micenas, un poblado que Homero había descrito como la en otro tiempo poderosa ciudad de Agamenón, la que había guiado a los griegos en la guerra de Troya.

De nuevo realizó un hallazgo sorprendente: las ruinas de una ciudad con gigantescas murallas, de la que hoy día se sabe que se remonta a 1.500 años a. de J.C.

Los éxitos de Schliemann impulsaron al arqueólogo británico Arthur John Evans a iniciar sus propias excavaciones en la isla de Creta, lugar descrito en las leyendas griegas como la sede de una poderosa civilización primitiva bajo el gobierno del rey Minos. Evans, explorando la isla en la década de 1890, descubrió una brillante, y profusamente ornamentada, civilización «minoica», que se extendía hacia el pasado muchos siglos antes del tiempo de la Grecia de Homero. Aquí también se hallaron tablillas escritas. Aparecían en dos clases de escrituras diferentes; una de ellas, llamada «lineal B», fue finalmente descifrada en la década de 1950, demostrando ser una variante del griego, mediante una notable proeza de análisis criptográfico y lingüístico realizada por el joven arquitecto inglés Michael Vestris.

A medida que se descubrieron otras civilizaciones primitivas —los hititas y los mitanis, en el Asia Menor; la civilización hindú, en la India, etc.—, se hizo evidente que los hechos históricos registrados por Heródoto de Grecia y el Antiguo Testamento de los hebreos representaban estadios comparativamente avanzados de la civilización humana. Las ciudades más primitivas del hombre eran, al menos, miles de años más antiguas y la existencia prehistórica del ser humano en unas formas de vida menos civilizadas debían de extenderse muchos miles de años más allá hacia el pasado.

La edad de piedra

Los antropólogos hallaron que era conveniente dividir la historia cultural en tres grandes períodos: la Edad de Piedra, la Edad del Bronce y la Edad del Hierro (una división sugerida, por vez primera, por el poeta y filósofo romano Lucrecio, e introducida en la ciencia moderna por el paleontólogo danés C. J. Thomson, en 1834). Anteriormente a la Edad de Piedra, debió de haber existido una «Edad del Hueso», en la que los cuernos de animal afilados, los dientes en forma de escoplo y los fémures, utilizados como mazas, prestaron un servicio al hombre en un momento en que el pulimento de la relativamente intratable piedra no había sido aún perfeccionado.

Las Edades del Bronce y del Hierro son, por supuesto, muy recientes; tan pronto como nos sumergimos en el estudio de la época anterior a la historia escrita, nos encontramos ya en la Edad de Piedra. Lo que llamamos civilización (expresión procedente de la palabra latina para significar «ciudad») empezó quizás alrededor del año 6000 a. de J.C., cuando el hombre por vez primera se transformó de cazador en agricultor, aprendió a domesticar a los animales, inventó la alfarería y nuevos tipos de herramientas y empezó a desarrollar las comunidades permanentes y un sistema de vida más sedentario. Debido a que los restos arqueológicos que proceden de este período de transición están jalonados por la aparición de utensilios de piedra avanzados, construidos con nuevas formas, este período es conocido con el nombre de la Nueva Edad de Piedra, o período «Neolítico».

Esta revolución neolítica parece haberse iniciado en el próximo Oriente, en la encrucijada de los caminos de Europa, Asia y África (donde posteriormente se originaron también las Edades del Bronce y del Hierro). Al parecer, a partir de allí la revolución se difundió lentamente, en ondas expansivas, al resto del mundo. No alcanzó la Europa Occidental y la India hasta el año 3000 a. de J.C., el norte de Europa y el Asia Oriental hasta el año 2000 a. de J.C., y el África Central y el Japón hasta quizás el año 1000 a. de J.C., o quizás incluso posteriormente. El África meridional y Australia permanecieron en el Paleolítico hasta los siglos XVIII y XIX. La mayor parte de América estaba también aún en la fase de comunidades cazadoras cuando los europeos llegaron en el siglo XVI, aunque una civilización bien desarrollada, posiblemente originada por los mayas, había florecido en América Central y el Perú en una época tan antigua como el siglo I de la Era Cristiana.

Las pruebas de la existencia de culturas humanas preneolíticas empezaron a salir a la luz en Europa a finales del siglo XVIII. En 1797, un inglés llamado John Frere descubrió en Suffolk algunos útiles de pedernal toscamente fabricados, demasiado primitivos para haber sido realizados por el hombre neolítico. Se hallaron a una profundidad de cuatro metros bajo tierra, lo cual, según el índice normal de la sedimentación, demostraba su enorme antigüedad. Juntamente con los instrumentos, en el mismo estrato se hallaron huesos de animales extinguidos. Se descubrieron nuevos signos de la gran antigüedad del hombre fabricante de utensilios, principalmente por dos arqueólogos franceses del siglo XIX. Jacques Boucher de Perthes y Édouard-Armand Lartet. Éste, por ejemplo, halló un diente de mamut sobre el que algún hombre primitivo había realizado un excelente dibujo de dicho animal, evidentemente partiendo de modelos vivientes. El mamut era una especie de elefante peludo, que desapareció de la Tierra justamente antes del comienzo de la Nueva Edad de Piedra.

Los arqueólogos se lanzaron a una activa búsqueda de primitivos instrumentos de piedra. Hallaron que éstos podían ser atribuidos a una relativamente corta Edad de Piedra («Mesolítico») y a una dilatada Edad Antigua de Piedra («Paleolítico»). El Paleolítico fue dividido en los periodos Inferior, Medio y Superior. Los objetos más antiguos que podían ser considerados verdaderos utensilios («eolitos», o «piedras de la aurora») ¡parecían remontarse a una época de cerca de un millón de años atrás!

¿Qué tipo de criatura había fabricado los utensilios de la Edad Antigua de Piedra? Se decidió que el hombre paleolítico, al menos en sus últimos estadios, era bastante más que un animal cazador. En 1879, un aristócrata español, el marqués de Sautuola, exploró algunas cuevas que habían sido descubiertas unos pocos años antes —después de haber estado bloqueadas por los deslizamientos de rocas desde los tiempos prehistóricos— en Altamira, en el norte de España, cerca de la ciudad de Santander. Mientras estaba excavando en el suelo de la cueva, su hija de cinco años, que le había acompañado para observarle, gritó súbitamente: «¡Toros! ¡Toros!» El padre se acercó a mirar, y allí, en las paredes de la cueva, aparecían las pinturas de diversos animales que mostraban un vivo color y un detalle vigoroso.

Los antropólogos hallaron que era difícil aceptar que estas sofisticadas pinturas pudieran haber sido realizadas por el hombre primitivo. Sin embargo, algunos de los animales dibujados representaban tipos claramente extinguidos. El arqueólogo francés Henri-Édouard-Prosper Breuil halló manifestaciones de un arte similar en unas cuevas del sur de Francia. Por último, las diversas pruebas obligaron a los arqueólogos a aceptar los puntos de vista firmemente expresados por Breuil y a llegar a la conclusión de que los artistas habían vivido en la última parte del Paleolítico, es decir, aproximadamente en el año 10.000 a. de J.C.

Algo se conocía ya acerca del aspecto físico de estos hombres paleolíticos. En 1868, los trabajadores que estaban efectuando las obras de una explanación para el ferrocarril habían descubierto los esqueletos de cinco seres humanos en las llamadas cuevas de Cro-Magnon, al sudeste de Francia. Los esqueletos eran indudablemente de
Horno sapiens
, aunque algunos de ellos, y otros esqueletos similares que pronto se descubrieron en otros lugares, parecían tener una antigüedad de 35.000 a 40.000 años, según las pruebas geológicas de determinación cronológica. Estos ejemplares fueron denominados el «hombre de Cro-Magnon» (fig. 16.4). De mayor talla que el promedio del hombre moderno, y dotado de una gran bóveda craneana, el hombre de Cro-Magnon es dibujado por los artistas como un individuo bien parecido y vigoroso, lo suficientemente moderno, en realidad su apariencia lo es, como para ser capaz de cruzarse con los seres humanos de hoy día.

Fig. 16.4. Cráneos reconstruidos del (A) Zinjamhropus, (B) Pilhecanthropus, (C) Neandertal y (D) Cro-Magnon.

La Humanidad, en esta época tan remota, no era una especie extendida por todo el planeta, tal como lo es en la actualidad. Con anterioridad al año 29.000, aproximadamente, a. de J.C., estaba confinada en la gran «isla mundo» de África. Asia y Europa. Fue solamente en un período posterior cuando las bandas de cazadores empezaron a emigrar, a través de los estrechos pasos que cruzaban el océano, a las Américas, Indonesia y Australia. Pero hasta el año 400 a. de J.C., e incluso más tarde, los navegantes polinesios no se atrevieron a cruzar las amplias extensiones del Pacífico, sin brújulas y en embarcaciones que apenas eran algo más que simples canoas, para colonizar las islas de este océano. Finalmente, hasta bien entrado el siglo XX, el hombre no se asentó en la Antártida.

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