Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (64 page)

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Pero si hemos de investigar la suerte del hombre prehistórico en el momento en que estaba confinado a una sola parte del área terrestre del planeta, tiene que existir alguna forma de datar los acontecimientos, al menos aproximadamente. Para ello, se han utilizado diversos métodos ingeniosos.

Por ejemplo, los arqueólogos se han servido de los anillos de los árboles, una técnica (la «dendrocronología») introducida en 1914 por el astrónomo americano Andrew Ellicott Douglass. Los anillos de los árboles están muy separados en los veranos húmedos, cuando se produce mucha madera nueva, y estrechamente espaciados en los veranos secos. Esta disposición, a través del paso de los siglos, se distingue perfectamente. La estructura anular de un trozo de madera que forma parte de un yacimiento primitivo puede coincidir con la imagen de un esquema cronológico conocido y, de este modo, obtenerse su edad.

Un sistema similar puede ser aplicado a las capas de sedimentos, o «varvas», abandonadas verano tras verano por los glaciares en fusión, en los lugares como Escandinavia. Los veranos cálidos dejarán gruesas capas, los veranos fríos capas más delgadas, y aquí también tenemos una medida diferenciadora. En Suecia, los acontecimientos pueden ser investigados por este procedimiento hasta hace dieciocho mil años.

Una técnica aún más notable es la que desarrolló, en 1946, el químico americano Willard Frank Libby. El trabajo de Libby tenía su origen en el descubrimiento hecho por el físico americano Serge Korff, en 1939, de que el bombardeo de la atmósfera por los rayos cósmicos produce neutrones. El nitrógeno reacciona con estos neutrones, dando lugar al carbono 14 radiactivo en nueve reacciones de cada 10 y produciendo hidrógeno 3 radiactivo en la restante reacción.

Como resultado de ello, la atmósfera contendría pequeñas trazas de carbono 14 (e incluso restos más pequeños de hidrógeno 3). Libby dedujo que el carbono 14 radiactivo, creado en la atmósfera por los rayos cósmicos, penetraría en todos los tejidos vivos sirviendo de vía de entrada el anhídrido carbónico, absorbido en primer lugar por las plantas y transmitido luego a los animales. Durante toda su vida, la planta y el animal estarían recibiendo continuamente carbono radiactivo y mantendrían un nivel constante de él en sus tejidos. Pero, al morir el organismo, cesando con ello la adquisición de carbono, el carbono radiactivo en sus tejidos empezaría a disminuir por agotamiento radiactivo, en una proporción que viene determinada por sus cinco mil seiscientos años de vida media. Por tanto, un trozo de hueso conservado, o un resto de carbón vegetal de una antigua hoguera, o bien los residuos orgánicos de cualquier especie, podrían ser fechados midiendo la cantidad de carbono radiactivo perdido. El método ofrece una razonable precisión para objetos con una antigüedad de hasta 30.000 años, y este plazo abarca la historia arqueológica comprendida entre las civilizaciones antiguas y los comienzos del hombre de Cro-Magnon. Por el desarrollo de esta técnica de «arqueometría» Libby fue galardonado con el premio Nobel de Química en 1960.

El hombre de Cro-Magnon no fue el primer ser humano primitivo sacado a la luz por los arqueólogos. En 1857, en el valle de Neandertal de la región alemana del Rin, un labrador descubrió parte de un cráneo y algunos huesos largos que parecían humanos en esencia, aunque sólo imperfectamente humanos. El cráneo tenía una frente con una inclinación hacia atrás muy acusada y arcos superciliares muy pronunciados. Algunos arqueólogos sostuvieron que se trataba de los restos de un ser humano cuyos huesos habían sido deformados por la enfermedad, pero, a medida que pasaron los años, se hallaron otros esqueletos del mismo tipo, y se elaboró así una imagen detallada y consistente del hombre de Neandertal. Este era un bípedo corto de talla, rechoncho y encorvado, con un promedio de estatura de metro y medio en el hombre, siendo la mujer algo menor. El cráneo era suficientemente voluminoso para albergar un cerebro de tamaño casi igual al del hombre moderno. Los artistas antropológicos dibujan a este ser con pecho abombado, velludo, frente pronunciada, barbilla hundida y expresión brutal, una imagen creada por el paleontólogo francés Marcellin Boule, quien fue el primero en describir un esqueleto casi completo de Neandertal, en 1911. Realmente, es probable que no tuviera un aspecto tan infrahumano como el que refleja esta imagen. El examen moderno del esqueleto descrito por Boule demuestra que había pertenecido a una criatura gravemente enferma de artritis. Un esqueleto normal proporcionaría una imagen muchísimo más humana. De hecho, el hombre de Neandertal, con un afeitado y un corte de pelo y vestido con un traje bien cortado, probablemente podría pasear por la Quinta Avenida de Nueva York sin llamar demasiado la atención.

Con posterioridad se hallaron restos del hombre de Neandertal no sólo en Europa, sino también en África del Norte, en Rusia y Siberia, en Palestina y en el Irak. Recientemente se han localizado cerca de 100 esqueletos diferentes en 40 lugares distintos y los hombres de esta clase existieron sin duda no hace más que 30.000 años. Y se descubrieron restos de esqueletos, en cierto modo parecidos a los del hombre de Neandertal, en lugares aún más remotos; éstos fueron el hombre de Rhodesia, descubierto en el norte de Rhodesia, en el África meridional, en 1921, y el hombre de Solo, hallado en las riberas del río Solo en Java, en 1931. Se consideró que éstas eran especies separadas del género
Homo
, y así los tres tipos fueron denominados
Homo neanderthalensis, Homo rhodesiensis
, y
Homo solensis
. Pero algunos antropólogos y evolucionistas sostenían que los tres debían ser colocados en la misma especie del
Homo sapiens
, como «variedades» o «subespecies» del hombre. Existieron hombres que llamamos
sapiens
viviendo en la misma época que el hombre de Neandertal y se han hallado formas intermedias que sugieren que pudieron haberse cruzado entre sí. Si el hombre de Neandertal y sus parientes pueden ser clasificados como
sapiens
, en este caso nuestra especie tiene quizás una antigüedad de doscientos mil años.

Homínidos

El origen de las especies
de Darwin, por supuesto, desencadenó una frenética búsqueda de antepasados del hombre claramente subhumanos —lo que la Prensa popular dio en llamar el «eslabón perdido» entre el hombre y sus antepasados supuestamente simiescos—. Esta búsqueda no podía resultar fácil. Los primates son inteligentes y pocos de ellos se dejan atrapar en situaciones que permitan la fosilización. Se ha estimado que la posibilidad de encontrar al azar un esqueleto de primate es de sólo una entre un cuatrillón.

En la década de 1880 a 1890, un paleontólogo holandés, Marie Eugene François Thomas Dubois, se empeñó en que los antepasados del hombre tenían que ser hallados en las Indias Orientales (la moderna Indonesia), donde todavía habitaban grandes simios (y también donde él podía trabajar cómodamente, ya que estas islas pertenecían entonces a Holanda). De forma bastante sorprendente, Dubois, trabajando en Java, la isla más populosa de Indonesia, ¡encontró en algún lugar una criatura intermedia entre el mono y el hombre! Después de tres años de búsqueda, halló la parte superior de un cráneo que tenía un tamaño superior al de un mono, aunque era más pequeño que uno de tipo humano. Al año siguiente, halló un fémur igualmente intermedio. Dubois denominó a su «hombre de Java»
Pithecanthropus erectus
(«hombre mono erecto»). Medio siglo más tarde, en la década de 1930 a 1940, otro holandés, Gustav H. R. van Koenigswald, descubrió más huesos de
Pithecanthropus
y confeccionó una imagen de una criatura de pequeño cerebro, pecho muy abombado y con un remoto parecido al hombre de Neandertal.

Mientras tanto, otros trabajadores habían hallado, en una cueva cerca de Pekín, cráneos, mandíbulas y dientes de un hombre primitivo, llamado, por tanto, «el hombre de Pekín». Una vez se hubo hecho este descubrimiento, se supo que dientes semejantes ya habían sido localizados anteriormente: en una farmacia de Pekín en donde eran guardados con fines medicinales. El primer cráneo intacto fue localizado en diciembre de 1929, y entonces se consideró que era muy similar al «hombre de Java». Quizás existió hace medio millón de años, empleó el fuego y poseyó herramientas de hueso y de piedra. Con el tiempo, se acumularon los fragmentos de cuarenta y cinco individuos, aunque desaparecieron en 1941, durante un intento de evacuación de los restos ante el peligro del avance japonés.

En 1949, los arqueólogos chinos reanudaron las excavaciones, y se localizaron fragmentos de cuarenta individuos de uno y otro sexos y de todas las edades.

El hombre de Pekín fue llamado
Sinanthropus pekinensis
(«el hombre chino de Pekín»). Sin embargo, al efectuar diversos exámenes de esos, comparativamente, homínidos de cerebro reducido, parece improcedente clasificar a los hombres de Pekín y de Java en géneros distintos. El biólogo germano-americano Ernst Walter Mayr consideró erróneo clasificarlos en un género diferente al del hombre moderno, de modo que hoy se considera a los hombres de Pekín y de Java como dos variedades del
Homo erectus
.

No obstante, es improbable que la Humanidad tuviera su origen en Java, pese a la existencia allí de una variedad de criatura humanoide de pequeño cerebro. («Homínido» es el término que se aplica a todas las criaturas que se parecen más al hombre que al mono.) Durante algún tiempo se sospechó que el enorme continente de Asia primitivamente habitado por el «hombre de Pekín», era el lugar de origen del hombre, pero, a medida que avanzó el siglo XX, la atención se dirigió cada vez con mayor firmeza al continente africano, el cual, después de todo, es el continente más rico en vida primate en general, y en los primates superiores en particular.

Los primeros hallazgos significativos en África fueron realizados por dos científicos ingleses, Raymond Darte y Robert Broom. Un día de primavera, en 1924, los obreros que efectuaban voladuras en una cantera de piedra caliza, cerca de Taungs, en Sudáfrica, sacaron a la luz un pequeño cráneo de apariencia casi humana. Lo enviaron a Dart, un anatomista que trabajaba en Johannesburgo. Inmediatamente, éste identificó el cráneo como perteneciente a un ser intermedio entre el hombre y el mono, y lo denominó
Australopithecus africanus
(«mono del sur de África»). Cuando su artículo describiendo el hallazgo se publicó en Londres, los antropólogos creyeron que había sufrido un error y confundido a un chimpancé con un hombre mono. Pero Broom, un entusiasta buscador de fósiles, que desde siempre había estado convencido de que el hombre tuvo su origen en África, corrió a Johannesburgo y procIarnó que el
Australopithecus
era lo más parecido al eslabón que hasta entonces se había descubierto.

Durante las décadas siguientes, Dart, Broom y diversos antropólogos intensificaron sus esfuerzos, consiguiendo hallar muchos más huesos y dientes del hombre mono sudafricano, así corno también las mazas que utilizaban para cazar, los huesos de los animales muertos por él y las cuevas donde vivía. El
Australopithecus
era una especie de criatura dotada de un pequeño cerebro, con una cara puntiaguda, en muchos aspectos menos humano que el hombre de Java. Pero, sin embargo. tenía cejas y dientes más humanos que el
Pithecanthropus
. Caminaba erecto, utilizaba herramientas, y probablemente poseía una forma primitiva de lenguaje. En resumen, era una variedad africana de homínido que había vivido, como mínimo, medio millón de años atrás y que era más primitivo que el
Horno erectus
.

No existían pruebas suficientes para deducir una prioridad entre el
Australopithecus
de África y el
Pithecanthropus
de Asia o Indonesia, pero la balanza se inclinó, definitiva y totalmente, hacia África como resultado del trabajo del súbdito inglés, nacido en Kenya, Louis S. B. Leakey y su esposa Mary. Con paciencia y tenacidad, los Leakey rastrearon áreas prometedoras de África Oriental en busca de primitivos restos de homínidos. El más prometedor fue Olduvai Gorge, en lo que hoy es Tanzania y, luego, el 17 de julio de 1959, Mary Leakey coronó más de un cuarto de siglo de esfuerzos al descubrir los huesos de un cráneo que, una vez juntadas las piezas, demostraron haber contenido el cerebro más pequeño de cualquier homínido descubierto hasta entonces. Sin embargo, otras características demostraban que este homínido estaba más próximo al hombre que al simio, ya que caminaba erecto y alrededor de sus restos se encontraron pequeños utensilios fabricados con guijarros. Los Leakey denominaron a su hallazgo
Zinjanthropus
(«hombre del este de África» utilizando la designación árabe para el África Oriental) (fig, 16.4). El
Zinjanthropus
no parece estar en la línea directa de ascendencia del hombre moderno. Sin embargo, otros fósiles anteriores, cuya identidad se cifra en dos millones de años, pueden haber estado más capacitados. Éstos, a quienes se ha dado el nombre de
Horno habilis
(«hombre diestro»), eran criaturas con una talla de 1,40 m, tenían ya manos de pulgares articulados y suficientemente diestras (de ahí el nombre) para darles una apariencia humana en ese aspecto.

En 1977, el arqueólogo estadounidense Donald Johanson descubrió un fósil de homínido de tal vez 4 millones de años de antigüedad. Se extrajeron bastantes huesos hasta formar el 40 por 100 de un individuo completo. Se trataba de una pequeña criatura de un metro veinte, con huesos muy delgados. Su nombre científico es
Australopithecus afarensis
, pero popularmente se le conoce como
Lucy
.

La cosa más interesante acerca de
Lucy
es que se trata de una completa bípeda, lo mismo que nosotros. Al parecer, la más importante característica anatómica que señaló la diferencia de los homínidos de los monos fue el desarrollo del bipedestrismo, en una época en que el cerebro homínido no era mayor que el de un gorila. En realidad, podía discutirse que la súbita y repentina expansión del cerebro homínido en el último millón de años se produjo como resultado del bipedestrismo. Los miembros superiores quedaron libres para convertirse en manos delicadas, con los que sentir y manipular objetos diversos, y la inundación informativa que llegó al cerebro constituyó una prima para cualquier posibilidad de incremento, que fue lo que le procuró el valor de supervivencia a través del proceso de la selección natural.

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