Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (65 page)

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Tal vez
Lucy
representa a los antepasados de dos ramas de la línea homínida. En un lado se encuentran varios australopitecinos, cuyos cerebros tenían un volumen de entre 420 y 600 centímetros cúbicos, y que se extinguió hace un millón de años. Por otra parte, se hallan los antepasados homínidos, los miembros del género
Homo
, que pasó a través del
Homo habilis
, luego el
Horno erectus
(con una capacidad cerebral de 800 a 1.100 centímetros cúbicos) y luego, finalmente, el
Horno sapiens
(con una capacidad cerebral de 1.200 a 1.600 centímetros cúbicos).

Naturalmente, si miramos más allá de
Lucy
encontramos fósiles de animales que son demasiado primitivos para llamarles homínidos, y enfocamos así el antepasado común de los homínidos, de los cuales los miembros vivientes son los seres humanos, y de los póngidos (o monos), de los cuales los miembros vivientes son el chimpancé, el gorila, el orangután y varias especies de gibones.

En 1948, Leakey descubrió un fósil todavía más antiguo (quizá veinticinco millones de años), que denominó «Procónsul». (Este nombre, que significa «antes de cónsul» fue asignado en honor de un chimpancé del Zoo londinense, llamado así) El «Procónsul» parece ser el antepasado común de la mayor parte de familias de los grandes monos, el gorila, el chimpancé y el orangután, Anteriormente a éste, por tanto, debió existir un antepasado común del «Procónsul» y el
Ramapithecus
(y del primitivo simio que fue el antepasado del moderno simio más pequeño, el gibón). Este ser, el primero de todas las especies simiescas, quizá debió existir hace unos cuarenta millones de años.

Existe el ramapiteco, cuya mandíbula superior localizó en el norte de la India, a principios de los años 1930, G. Edward Lewis. La mandíbula superior era distintamente más cercana a la humana que la de cualquier otro primate viviente que no seamos nosotros; tenía tal vez unos tres millones de años de antigüedad. En 1962, Leakey descubrió una especie próxima, cuyo estudio por isótopos mostró tener 14 millones de antigüedad.

El hombre de Piltdown

Durante muchos años, los antropólogos estuvieron grandemente desorientados por culpa de un fósil que parecía ser una especie de eslabón perdido, aunque de un tipo curioso e increíble. En 1911, cerca de un lugar llamado Piltdown Common, en Sussex, Inglaterra, los obreros que construían una carretera hallaron un cráneo antiguo, roto, en un lecho de arena. El cráneo atrajo la atención de un abogado llamado Charles Dawson, quien hizo que lo examinara un paleontólogo, Arthur Smith Woodward, en el Museo Británico. El cráneo tenía frente alta aunque los arcos superciliares eran poco pronunciados; parecía más moderno que el hombre de Neandertal. Dawson y Woodward se dedicaron a investigar en el lecho de arena para tratar de encontrar otras partes del esqueleto. Un día, Dawson, en presencia de Woodward, halló una mandíbula, aproximadamente en el mismo lugar en que habían encontrado los fragmentos del cráneo. Tenía la misma tonalidad pardorrojiza de los otros fragmentos, y, por tanto, al parecer procedía de la misma cabeza. ¡Pero la mandíbula, contrariamente al desarrollado cráneo humano, parecía pertenecer a un simio! Asimismo resultaba extraño que los dientes de la mandíbula, aunque simiescos, aparecían desgastados, como lo están los dientes humanos a causa de la masticación.

Woodward decidió que este mitad-hombre, mitad-mono podía ser una criatura primitiva, con un cerebro bien desarrollado y, sin embargo, con una mandíbula retrógrada. Presentó el hallazgo al mundo como el «hombre de Piltdown» o
Eoanthropus dawsoni
(«el hombre original de Dawson»).

El hombre de Piltdown se convirtió cada vez más en una anomalía, al apreciar los antropólogos que en todos los restos fósiles, inclusive la mandíbula, el desarrollo del maxilar guardaba concordancia con el desarrollo del cráneo. Finalmente, a principios de la década de 1950, tres científicos británicos, Kenneth Oakley, W. E. Le Gros Clark,y J. S. Weiner, decidieron investigar la posibilidad de un fraude. En efecto, resultó un fraude. La mandíbula pertenecía a un mono moderno y había sido añadida.

La historia del hombre de Piltdown es tal vez la mejor conocida y el ejemplo más incómodo de científicos engañados durante mucho tiempo por un fraude de marca mayor. En percepción retrospectiva, nos llega a asombrar que los científicos fueran engañados por una broma tan burda, aunque ver las cosas a
posteriori
siempre resulta sencillo … Debemos recordar que, en 1911, se conocía muy poco acerca de la evolución homínida. Hoy, una falsificación semejante no engañaría ni por un momento a un científico digno de tal.

Otra singular anécdota sobre las reliquias de primates tuvo un final más feliz. Allá por 1935, Van Koenigswald encontró un inmenso colmillo fosilizado, aunque de apariencia humana, puesto a la venta en una farmacia de Hong Kong. Según parecía, el farmacéutico chino lo tomaba por un «diente de dragón» con inapreciables propiedades medicinales. Van Koenigswald rebuscó en otras farmacias chinas y consiguió otros cuatro molares semejantes antes de que la Segunda Guerra Mundial pusiera fin temporalmente a sus actividades.

La naturaleza casi humana de aquellos dientes hizo pensar que en algún tiempo pretérito habían merodeado por la Tierra unos seres humanos gigantescos, tal vez con una talla de 2,70 m. Por aquellas fechas se tendió a aceptar esta posibilidad, quizá porque la Biblia dice (Génesis 6:4): «Existían entonces los gigantes en la Tierra».

Sin embargo, entre 1956 y 1968 se encontraron cuatro maxilares en los cuales encajaban dichos dientes. Se conceptuó a este ser, el
Gigantopithecus
, como el mayor primate de todos los conocidos hasta entonces; pero evidentemente se trataba de un antropoide y no de un homínido, pese a la apariencia humana de su dentadura. Probablemente sería una criatura semejante al gorila, con 2,70 m de altura en posición vertical y 272 kg de peso. Quizá fuera coetáneo del
Homo erectus
y poseyera los mismos hábitos alimentarios (de ahí la similitud entre ambas dentaduras). Desde luego, su especie debe haberse extinguido hace un millón de años y, por tanto, no puede haber dado pie al mencionado versículo bíblico.

Diferencias raciales

Es importante hacer constar que el resultado claro de la evolución humana ha sido la producción de una sola especie tal como existe hoy día. Es decir, aunque haya habido un número considerable de homínidos, sólo una especie ha sobrevivido. Todos los hombres del presente son
Homo sapiens
, cualesquiera sean sus diferentes apariencias, y la diferencia entre negros y blancos es aproximadamente la misma que entre caballos de diferente pelaje.

Ahora bien, desde los albores de la civilización, el hombre ha manifestado recelo ante las diferencias raciales, y usualmente las restantes razas humanas le han hecho exteriorizar las emociones que despierta lo exótico, recorriendo toda la gama desde la curiosidad hasta el desprecio o el odio. Pero el racismo ha tenido raras veces repercusiones tan trágicas y persistentes como el conflicto moderno entre blancos y negros. (Se suele dar a los hombres blancos el calificativo de «caucásicos», término implantado, en 1775, por el antropólogo alemán Johann Friedrich Blumenbach, quien tenía la errónea noción de que en el Cáucaso se hallaban los representantes más perfectos del grupo. Blumenbach clasificó también a los negros como «etiópicos» y a los asiáticos orientales corno «mongólicos», denominaciones que se usan todavía ocasionalmente.)

El conflicto racista entre blanco y negro, entre caucásico y etiópico por así decirlo, tuvo su peor fase en el siglo XV, cuando las expediciones portuguesas a lo largo de la costa occidental africana iniciaron un pingüe negocio con el transporte de negros para la esclavitud. Cuando prosperó este negocio y las naciones fundaron sus economías en el trabajo de los esclavos, se formularon racionalizaciones para justificar la esclavitud de los negros, invocando las Sagradas Escrituras, la moralidad social e incluso la ciencia.

Según la interpretación de la Biblia por los esclavistas —interpretación a la cual sigue dando crédito mucha gente hoy día— los negros eran descendientes de Cam, y, como consecuencia, formaban una tribu inferior marcada por la maldición de Noé: « … siervo de los siervos de sus hermanos será» (Génesis 9:25). A decir verdad, se pronunció esa maldición contra el hijo de Cam, Canán, y sus descendientes los «cananitas», quienes fueron reducidos a la esclavitud por los israelitas cuando éstos conquistaron la tierra de Canán. Sin duda, las palabras en el Génesis 9:25 representan un comentario «a posteriori» concebido por algún escritor hebreo de la Biblia para justificar la esclavitud de los cananitas. Sea como fuere, el punto crucial de la cuestión es que se hace referencia exclusivamente a los cananitas, y por cierto los cananitas eran hombres blancos. Aquello fue una tergiversación interpretativa de la Biblia que aprovecharon los esclavistas con efectos contundentes en siglos pretéritos para abogar por la esclavitud del negro.

Los racistas «científicos» de tiempos más recientes pretendieron afirmarse sobre un terreno más trepidante todavía. Adujeron que el hombre negro era inferior al blanco porque evidentemente personificaba una fase más primitiva de la evolución. ¿Acaso su piel negra y su nariz aplastada, por ejemplo, no recordaban las del simio? Por desgracia para su causa, ese curso de razonamiento conduce en dirección opuesta. El negro es el menos peludo de todos los grupos humanos. ¡A este respecto el negro se distancia más del mono que el hombre blanco! Téngase presente también que su pelo es lanudo y crespo, no largo y liso. Lo mismo podría decirse sobre los gruesos labios del negro; se asemejan a los del mono bastante menos que los labios usualmente delgados del hombre blanco.

La cuestión es ésta a fin de cuentas: cualquier tentativa para encasillar a los diversos grupos de
Homo sapiens
en el clasificador evolutivo es lo mismo que intentar hacer un trabajo delicado con toscas herramientas. La Humanidad consta de una sola especie y las variaciones habidas en su seno como respuesta a la selección natural son absolutamente triviales.

La piel oscura de quienes pueblan las regiones tropicales y subtropicales de la Tierra tiene innegable valor para evitar las quemaduras del sol. La piel clara de los europeos septentrionales es útil para absorber la mayor cantidad posible de radiación ultravioleta, considerando la luz solar relativamente débil de aquella zona, pues así los esteroles epidérmicos pueden producir suficiente vitamina D. Los ojos de estrecha abertura, comunes entre esquimales y mongoles, son muy valiosos para la supervivencia en países donde el reflejo de la nieve o de la arena del desierto es muy intenso. La nariz de puente alto y apretadas ventanillas nasales del europeo sirve para calentar el aire frío de los inviernos boreales. Y así sucesivamente.

Como el
Homo sapiens
ha propendido siempre a hacer de nuestro planeta un mundo, en el pasado no han surgido diferencias básicas entre las constituciones de los grupos humanos, y todavía es menos probable que surjan en el futuro. El mestizaje está nivelando paulatinamente los rasgos hereditarios del hombre. El negro americano representa uno de los ejemplos más característicos. Pese a las barreras sociales contra los matrimonios mixtos, se calcula que las cuatro quintas partes aproximadamente de los negros estadounidenses tienen algún ascendiente blanco. Hacia finales del siglo XX, probablemente ya no habrá ningún negro de «pura raza» en los Estados Unidos.

Grupos sanguíneos y raza

No obstante, los antropólogos muestran sumo interés por la raza, pues este tema puede orientarles ante todo para estudiar las migraciones del hombre primitivo. No es nada fácil identificar específicamente cada raza. El color de la piel, por ejemplo, proporciona escasa orientación; el aborigen australiano y el negro africano tienen piel oscura, pero la relación entre ambos es tan estrecha como la que pudieran tener con los europeos. Tampoco es muy informativa la línea del cráneo —«dolicocéfalo» (alargado) frente a «braquicefalo» (redondeado), términos implantados en 1840 por el anatomista sueco Anders Adolf Retzius— aun cuando se clasifique a los europeos en función de ella para formar subgrupos. La relación entre la longitud y anchura de la cabeza multiplicada por ciento («índice cefálico» o «índice craneal», si se emplean las medidas del cráneo) sirvió para dividir a los europeos en «nórdicos», «alpinos» y «mediterráneos». Sin embargo, las diferencias entre un grupo y otro son pequeñas, y las diferenciaciones dentro de cada grupo, considerables. Por añadidura, los factores ambientales tales como deficiencias vitamínicas, tipo de cuna donde duerme el lactante, etc., influyen sobre la forma del cráneo.

Pero los antropólogos han encontrado un excelente indicador de la raza en los grupos sanguíneos. El bioquímico William Clouser Boyd, de la Universidad de Boston, fue una eminencia en este terreno. El puntualizó que el grupo sanguíneo es una herencia simple y comprobable, no la altera el medio ambiente, y se manifiesta claramente en las diferentes distribuciones entre los distintos grupos raciales.

Particularmente el indio americano constituye un buen ejemplo. Algunas tribus son casi por completo de sangre O; otras tienen O, pero con una considerable adición de A; prácticamente ningún indio tiene sangre B o AB. Y si algún indio americano posee B o AB, es casi seguro que tiene algún ascendiente europeo. Así• mismo, los aborígenes australianos tienen un elevado porcentaje de O y A con la inexistencia virtual de B. Pero se distinguen de los indios americanos por el elevado porcentaje de un grupo sanguíneo descubierto recientemente, el M, y el bajo porcentaje del grupo N, mientras que los indios americanos tienen abundante N y poco M.

En Europa y Asia, donde la población está más mezclada, las diferencias entre los pueblos son pequeñas, pero están bien definidas. Por ejemplo, en Londres el 70 % de la población tiene sangre O, el 26 % A y el 5 % B, En la ciudad rusa de Jarkov, esa distribución es del 60, 25 y 15 %, respectivamente. Generalmente, el porcentaje de B aumenta cuanto más se avanza hacia la Europa Oriental, alcanzando el punto culminante del 40 % en Asia central.

Ahora bien, los genes del tipo sanguíneo revelan las huellas no borradas totalmente todavía de migraciones pretéritas. La infiltración del gen B en Europa puede ser un leve indicio de la invasión de los hunos en el siglo XV y de los mongoles en el XIII. Otros estudios similares de la sangre en el Extremo Oriente parecen sugerir una infiltración relativamente reciente del gen A en Japón, desde el Sudoeste, y del gen B en Australia, desde el Norte.

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