Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Para contener el descontento general, Nicolás II se comprometió en el Manifiesto del 17 de octubre a reconocer las libertades cívicas, convocar elecciones para la Duma del imperio o asamblea constitutiva dotada de ciertos poderes legislativos y a que ninguna ley entrara en vigor sin la previa aprobación de la Duma. La burguesía industrial, en proceso de crecimiento, y buena parte de la aristocracia terrateniente acogieron de buen grado estas promesas e incluso afirmaron que en Rusia comenzaba un nuevo orden político: el de la monarquía constitucional. Los que así pensaron (conocidos como los octubristas) pronto quedaron defraudados, pues en realidad Nicolás II estaba muy lejos de admitir cualquier límite al principio de la autocracia. Esta actitud del zar fue claramente comprendida por la burguesía más radical y buena parte de los intelectuales, quienes unas días antes del citado manifiesto de octubre habían creado el Partido Constitucional Democrático (a causa de sus iniciales, K-D, conocido como el partido cadete), cuyo objetivo consistía en establecer un régimen constitucional al estilo Occidental, para lo cual creyeron que la Duma podría ser una vía adecuada.
Octubristas y cadetes formaron el núcleo de un liberalismo nunca bien definido y cuyas relaciones con el régimen resultaron sumamente conflictivas. En abierta oposición a todo lo que representaba el orden vigente existían numerosos grupos de inspiración anarquista y dos partidos socialistas: el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores Rusos y el Partido Social-Revolucionario (los eseritas), ambos en constante auge entre las masas. Este íntimo era el resultado de la agrupación de varias tendencias (marxistas, populistas nombre dado al movimiento revolucionario ruso en el último tercio del siglo XIX y partidarios de las acciones terroristas) y se mostró muy activo en revueltas campesinas y atentados, por lo que adquirió gran predicamento entre las masas rurales más desesperadas. Por su parte, los socialdemócratas, fieles al marxismo, habían sufrido una dura represión desde la constitución del partido en 1898 y muchos de sus dirigentes (entre ellos, Plejánov y Lenin) se habían exiliado. En 1903 se refundó el partido en Londres, a costa de la división interna provocada por razones de táctica política. Un grupo, el menchevique, en el que estaba el sector más europeizado del partido y los mejores intelectuales (Plejánov, Martov, Trotski) era partidario de construir un régimen democrático-burgués y, confiado en la ortodoxia marxista, esperaba que por su propia evolución se llegara a la destrucción del capitalismo. El otro grupo, el bolchevique, cuyo líder era Lenin, deseaba la revolución por encima de todo y concebía la acción política como medio para forzar las estructuras económicas y destruir de inmediato el capitalismo y la sociedad burguesa.
La Revolución de 1905, que fue al mismo tiempo una acción de los liberales y de los constitucionalistas contra la autocracia, una revuelta obrera (tras; el domingo sangriento; se constituyó el primer soviet) y un conjunto de rebeliones campesinas (E. H. Carr, 1979, 12) supuso un extraordinario revulsivo político, y aunque las fuerzas opuestas al sistema autócrata perdieron toda posibilidad de forzar un cambio real al no conseguir unificar sus actividades, Nicolás II y sus más fieles partidarios se percataron del peligro del cambio producido en Rusia. La preocupación de estos últimos se acrecentó tras las elecciones a la primera Duma (reunida en 1906), ganadas por el partido cadete. La Duma, como cualquier otra concesión política, constituía otros tantos peligros para la supervivencia del sistema autocrático, pero resultaba necesario introducir algunas reformas para evitar el incremento de la incesante agitación social. En función de esta doble consideración, la política rusa se desarrolló hasta 1914 combinando la represión con los intentos reformistas. El régimen, ayudado eficazmente por la Iglesia Ortodoxa, empleó contra sus enemigos los medios represivos más duros, mientras los primeros ministros Witte (1905-1906) y Stolypin (1906-191l), cada uno de forma diferente, ensayaron algunas reformas económicas y sociales encaminadas a crear capas medias entre el campesinado (kulaks) y la población urbana alejadas de los agitadores revolucionarios y adictas al zar. La oposición de los sectores más conservadores y de los revolucionarios, junto con el escaso apoyo recibido del zar, siempre receloso ante sus ministros, hicieron fracasar tales intentos. A medida que nos acercamos a 1914 la vida política rusa se resolvió en una espiral de agitación y represión cada vez más radical que ocasionó el progresivo descrédito ante el pueblo del zar Nicolás II, a quien no favoreció el carácter de su esposa y la influencia ejercida en la corte por Rasputín, un curioso personaje que se impuso al zar y a la zarina por sus pretendidas dotes taumatúrgicas para con el heredero Alexis, aquejado de hemofilia.
Al comenzar el siglo XX, las grandes potencias europeas ejercen una influencia preponderante sobre el resto del planeta. Es la época de la culminación del «reparto del mundo», materializado en la consolidación de los imperios formados a lo largo del siglo XIX, en especial durante sus últimos treinta años. En este proceso, los mayores beneficios corresponden al Reino Unido, que en 1914 domina sobre más de treinta millones de kilómetros cuadrados y unos cuatrocientos millones de personas, seguido a notable distancia por Francia (su imperio abarca en torno a once millones de kilómetros cuadrados y cincuenta millones de habitantes) y, más lejos aún, por las naciones europeas recién incorporadas a la aventura colonial (Bélgica, Alemania e Italia) y por las que mantienen su viejo imperio o los restos del mismo (España, Portugal y Holanda). El abrumador dominio de las grandes naciones europeas sobre el conjunto de la superficie terrestre no sólo es ejercido de forma directa sobre las colonias, sino también sobre amplios territorios, formalmente independientes, pero mediatizados en los asuntos fundamentales, como sucedía a muchos países de América Central y del Sur, China, Turquía y otros lugares asiáticos. El precipitado más patente de esta hegemonía europea, a juicio de la mayoría de los contemporáneos, fue el convencimiento de que el poder político y militar, el prestigio, el bienestar material y el progreso económico, así como cualquier posibilidad de avance en la ciencia y en las técnicas, sólo estaban al alcance de quienes adoptaran el sistema europeo. De esta forma se explicaba el éxito de Estados Unidos, un país cada vez más próximo a las grandes potencias europeas, aunque éstas todavía lo consideraban protagonista secundario para los grandes asuntos.
El expansionismo europeo no fue producto de una sola causa, sino, como indica la mayoría de los historiadores, resultado de la conjunción de múltiples factores que caracterizaron en la segunda mitad del siglo XIX a los países más desarrollados de Europa. No obstante, en este punto conviene diferenciar entre el conjunto y los casos particulares. Al examinar las razones por las que un determinado territorio adquiere la condición de colonia es preciso tener en cuenta motivos específicos, y unas veces resultan determinantes los económicos y otras los de carácter estratégico o los estrictamente políticos; aunque en general, el hecho decisivo que explica el dominio europeo sobre el mundo fue la transformación económica a que dio lugar la industrialización. A juicio de E. J. Hobsbawm (1989, 62), «el acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado». Europa se impuso porque tuvo capacidad para comunicarse con todas las partes del mundo gracias a los avances en la navegación y al ferrocarril, porque el desarrollo tecnológico e industrial requirió productos y fuentes de energía escasos o inexistentes en Europa porque dispuso de un poder militar capaz de imponer el dominio político cuando se consideró necesario, porque su desarrollo demográfico y financiero le permitió destinar hombres y capital en los lugares convenientes. Sólo aquellos países con esta capacidad pudieron, a comienzos del siglo XX, consolidarse como potencias coloniales, mientras que los que carecieron de ella o no alcanzaron el nivel exigido por las circunstancias, perdieron en unos casos la mayor parte de su imperio histórico (como sucedió a España) y en otros lograron mantenerlo, mas no por su propia fuerza, sino amparados en las rivalidades entre los grandes (Portugal).
Con todo, a principio de siglo dio la impresión de que bastaba el simple hecho de ser europeo para disponer de la capacidad suficiente para acometer la aventura colonial. Ello se debió, por una parte, a que se asoció la posesión de colonias a la idea de grandeza, de competitividad, de prestigio y de enriquecimiento del carácter nacional (M. Howard y Wm. Roger Louis, 1998, 91) y, por otra, al darwinismo social dominante, que consideraba a los europeos, por el simple hecho de serlo, superiores a los demás y, en cuanto tales, imbuidos del deber de civilizar a «los pueblo indígenas»: Por estos motivos, ninguna nación europea con aspiraciones se consideraba satisfecha si no accedía al reparto colonial (fue el caso de Alemania e Italia), y también por esto los países con escaso potencial económico y militar, pero poseedores de un imperio histórico, convirtieron en asunto de primer orden nacional cualquier atentado a su dominio, como quedó bien patente en España a partir de 1898. El sentimiento común de la superioridad europea fue manifiesto, aunque las cosas se juzgaban de distinto modo según los lugares. En las grandes potencias, en particular el Reino Unido, Francia, Alemania y también Estados Unidos, a pesar del tardío acceso de estas últimas al reparto, arraigó la idea de que los imperios débiles serían paulatinamente absorbidos por los fuertes (esto explica el retraimiento general ante las apetencias de Estados Unidos sobre las colonias españolas) y las naciones decadentes, como China y Turquía, no tardarían en caer bajo la dependencia de las potentes. Esta forma de considerar la posición mundial de cada cual pronto provocó serias rivalidades entre las naciones poderosas, pero al iniciarse la centuria no se concedió excesiva importancia a este hecho. Todos se sentían llamados al deber de expandir la civilización y el progreso y los irnos decididos partidarios del imperialismo en cada país no suponían que el mundo llegara a dividirse entre imperios rivales, sino entre complementarlos, cada cual con su propia "misión civilizadora' (Briggs-Clavin, 1997, 148). Tal vez por esto, las naciones europeas menos potentes mantuvieron intactas sus apetencias coloniales. España emprendió la aventura marroquí nada más finalizar de forma catastrófica su enfrentamiento con Estados Unidos; Italia, a pasar de su fracaso en Etiopía al acabar el siglo XIX, no dudó en lanzarse a la conquista de Libia en cuanto comenzó la centuria siguiente; el zar Nicolás 11 se forjó la ilusión de convertirse en almirante del Pacífico, extendiendo su dominio en extremo oriente, sin importarle la miseria de la inmensa mayoría de sus súbditos y el escaso desarrollo de Rusia.
A comienzos del siglo, en suma, daba la impresión de que se iniciaba un nuevo tiempo en el que las sociedades no europeas, o al menos las que no se asemejaban a las europeas, se verían obligadas a paralizar su propia evolución y a adoptar las formas de Europa. A esas sociedades, además, se les exigía un cambio radical en todos los órdenes para instalarse en la única vía posible para acceder al progreso material y a la «civilización», conceptos ambos identificados con lo que sucedía en Europa (M. Howard y Wm. Roger Louis, 1998, 91-92). La irrupción de las apetencias imperialistas de Japón no fue obstáculo, de momento, para la generalización de esta idea. A pesar de los éxitos de ese país en Extremo Oriente, hasta 1914 persistió el convencimiento de que el desarrollo de las grandes naciones europeas abocaba a un reparto del mundo casi exclusivamente entre ellas. La novedad del tiempo consistía, precisamente, en la materialización de este reparto, del cual quedarían excluidas las naciones decadentes, por más gloriosa que resultara su historia. Desde la última década del siglo XIX la diplomacia mundial había sustituido el derecho del descubrimiento, vigente hasta entonces, por el de ocupación, de acuerdo con el principio asumido por todas las potencias occidentales en la Conferencia de Berlín de 1885. De este modo se cerraba una larga etapa y se entraba en una época nueva en la que los fuertes disponían de todos los elementos, incluso los doctrinales, para desarrollarse hasta el límite de sus posibilidades. En consecuencia, el imperialismo aparecía como la gran novedad del siglo, a pesar de que se tratara de un fenómeno con larga tradición histórica.
Con el objetivo principal de garantizar su actividad comercial y la rentabilidad del capital invertido, las naciones fuertes se repartieron zonas de influencia por todo el mundo, incluso invadiendo ámbitos, como el chino, casi vedados hasta el momento a los europeos. Esto, con todo, no fue causa suficiente para convertir un territorio en colonia. A esta situación se llegaba cuando se atribuía a ese lugar especial importancia estratégica para la metrópoli o cuando ésta estimaba que podía peligrar el logro del mencionado objetivo, fuera a causa de la inestabilidad interna de ese sitio, fuera por la concurrencia de las otras potencias coloniales (D. Fieldhouse, 1977, 539-540; T. Smith, 1984, 66). En este proceso, que alcanzó su culmen en los primeros decenios del siglo XX con el reparto de África y el incremento de la influencia occidental sobre Asia, no siempre se tuvieron en cuenta los derechos históricos de algunos países que habían descendido al segundo rango por su capacidad económica y militar. El protagonismo indiscutible correspondió al Reino Unido y a Francia, las dos potencias que habían creado los mayores imperios en el siglo XIX. Pero la novedad más relevante del nuevo siglo fue la necesidad, por parte de los países mencionados, de reconocer una amplia capacidad de expansión a Alemania, importante competidor a causa de su extraordinario desarrollo industrial, y a dos naciones extraeuropeas: Estados Unidos y Japón, igualmente pujantes en la industria y en poder militar.
La actuación imperialista de mayor envergadura tuvo lugar en África, donde únicamente dos territorios se mantuvieron formalmente independientes: el pequeño estado de Liberia, dotado desde la primera mitad del siglo XIX de una constitución al estilo norteamericano que garantizó su independencia política, aunque Estados Unidos controlaba su ejército y su economía estaba en manos de compañías alemanas y norteamericanas, y Etiopía, el «Imperio del negus», que se libró del dominio colonial tras rechazar en Adua (1896) a las tropas invasoras italianas. El resto del continente quedó a partir de 1898 bajo el control político de las naciones europeas, entre las cuales el Reino Unido, Francia y Alemania, por ser las más poderosas, actuaron como auténticas dueñas. La permanente y conflictiva pugna entre ellas, a pesar de los frecuentes tratados y acuerdos, permitió la expansión de otras naciones europeas de segundo orden, aunque las apetencias coloniales de éstas siempre quedaron supeditadas a los intereses de las primeras. A comienzos del siglo, en 1908, Bélgica convirtió en colonia el territorio del Congo, hasta el momento pertenencia personal del rey Leopoldo II, Italia consiguió en su segundo intento, tras el fracaso en Etiopía, adquirir una colonia en Libia (1911) y España estableció en 1912 un protectorado en Marruecos junto con Francia, aunque en una situación de clara dependencia de los intereses de esta última. Portugal, la gran potencia colonial histórica en el continente, fracasó en su intento de unificar sus posesiones del Sur (el proyecto del «mapa rosa») a causa de la oposición de su tradicional aliada el Reino Unido, pero los conflictos entre las grandes potencias posibilitaron el mantenimiento de su dominio sobre Angola y Mozambique y los enclaves del golfo de Guinea.