Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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No fueron únicamente las exigencias políticas y económicas las causantes del desasosiego. En todos los países los gobernantes se vieron presionados por una opinión pública paulatinamente beligerante e influida por corrientes nacionalistas que exaltaban la misión de la propia nación y mitificaban el destino glorioso al que debía aspirar. En Europa, pero también en Japón y en Estados Unidos, alcanzaron éxito novelas y ensayos dedicados a estos temas, objeto de atención recurrente por parte de la prensa, desde la que con frecuencia se lanzaron duras condenas hacia los gobiernos cuando éstos claudicaban frente a sus rivales, aunque fuera en asuntos de importancia secundaria. A los convencidos de la misión civilizadora de Occidente, principio popularizado en el último tercio del siglo XIX por los grupos de presión favorables al colonialismo (sociedades geográficas, asociaciones coloniales, misioneros), se unen al comienzo de la nueva centuria nacionalistas extremistas que proclaman la superioridad de su nación sobre las demás y no sólo sobre los territorios «salvajes» objeto de colonización. El chovinismo en Francia, el pangermanismo en el II Reich y en Austria, el jingoísmo en el Reino Unido y en Estados Unidos, el sueño del Gran Japón y el paneslavismo en Rusia ganan audiencia entre los militares y las masas y especialmente en determinadas capas de las clases medias.
La tensión resultó palpable en el ámbito colonial, que vivió en permanente estado de guerra. La designación tradicional del período de 1871-1914 como la «época de la paz armada» no responde a la realidad histórica y, en todo caso, sólo serviría para describir la situación en Europa. Según cálculos de J. Singer y T Small (1972, 38), en los años señalados se produjeron en las colonias un total de 28 «grandes guerras»(se consideran así las que ocasionaron más de mil muertos en ambos bandos) y nueve «pequeñas». Si, de acuerdo con estos datos, nos circunscribirnos a los tres primeros lustros del siglo XX, constatamos que no existió un solo año sin algún conflicto grande o pequeño en África, Asia o América. Al comenzar el siglo, los filipinos continuaban su lucha por la independencia contra los norteamericanos iniciada en 1899, y en África del Sur proseguía con toda su crudeza la «guerra de los boers»; poco después tiene lugar el importante enfrentamiento entre Rusia y Japón, al que siguen las intervenciones norteamericanas en Centroamérica, la guerra de España contra las cábilas del Rif, la invasión de Libia por Italia y las dos guerras balcánicas, enumeración que debería completarse con los múltiples enfrentamientos entre las poblaciones autóctonas y los europeos, como la llamada guerra Maji-Maji en Tanganika o las permanentes rebeliones en China. Pero la situación se agrava si descendemos al detalle y examinamos el cúmulo de enfrentamientos en los territorios colonizados entre grupos autóctonos y la respectiva metrópoli. En Tanganika, por ejemplo, Alemania mantuvo entre 1888 y 1902 seis campañas militares por año para sofocar distintas rebeliones; en Kenia sucedió algo similar a los británicos, obligados entre 1894 y 1914 a utilizar el ejército al menos una vez cada año, y Francia tuvo que efectuar un número similar de intervenciones militares para conquistar el Sudán occidental. En suma, durante la expansión colonial de finales del siglo XIX y principios del XX no existió un solo mes sin acción violenta o represión, dato que podría incrementarse si conociéramos con detalle todos los enfrentamientos de las poblaciones autóctonas entre sí y de éstas con sus metrópolis provocados por el expansionismo colonial. (H. L. Wesseling, 1992, 109).
Las guerras coloniales afectaron seriamente a las relaciones entre todos los países. Aunque en la mayoría de ocasiones se trató de conflictos localizados en los que intervinieron una o a la sumo dos grandes potencias, casi siempre exigieron apoyos indirectos o provocaron alianzas diplomáticas, por lo que, de hecho, comprometieron a países no contendientes. Estas condiciones contribuyeron, además, a incrementarlos ejércitos de las grandes potencias, en los que se crearon unidades compuestas por las poblaciones indígenas y de esta manera se extendió el militarismo por todo el mundo. En la mayoría de estas guerras las metrópolis ensayaron sistemas no convencionales, como la quema masiva de viviendas y cosechas o la utilización de métodos de terror psicológico para disuadir el apoyo de las población a las guerrillas, prefigurando los rasgos que habría de tener la gran Guerra Mundial. Pero tal vez el efecto más importante, como advierte H. L. Wesseling, fue que los ejércitos de las potencias imperialistas siempre salían victoriosos, y cuando en alguna rara ocasión se producía la excepción, como ocurrió durante la invasión de Etiopía por Italia, el país poderoso buscó los medios para vengarse de lo que consideró una afrenta, buscando en otro lugar la debida compensación. El sentimiento de superioridad de las grandes potencias fue total y como, de acuerdo con las ideas socio-darwinistas, nadie dudaba de la superioridad natural de los fuertes, la guerra colonial no sólo fue considerada un acto heroico por el que los militares y la nación alcanzaban la gloria merecida, sino también necesario y beneficioso para construir el orden mundial exigido por los tiempos.
No cabe menospreciar, por tanto, la parte que cupo a las guerras coloniales en el deterioro de las relaciones entre las grandes potencias que condujo a la Guerra Mundial. Sin embargo, todo esto por sí mismo no fue suficiente para provocarla. Tampoco bastaron las acusadas tensiones bilaterales entre las potencias europeas. A comienzos del siglo XX, Francia y Alemania continuaban la disputa por Alsacia y Lorena, pero esto no era razón para que sus respectivas aliadas, Austria-Hungría y el Reino Unido, estuvieran dispuestas a comprometerse en una acción militar. De la misma manera, el permanente enfrentamiento entre Austria-Hungría y Rusia por los Balcanes carecía de la necesaria importancia, a juicio de Alemania, como para comprometerse en una guerra, y tampoco Francia te otorgó suficiente relevancia como para enfrentarse militarmente al imperio de los Habsburgo. Estas discordias, junto con las coloniales, incrementaron la carrera de armamentos y el espíritu belicista, pero por sí mismas probablemente no hubieran desembocado en la Guerra del 14. Lo que finalmente condujo a la gran catástrofe fue la afirmación progresiva de los dos bloques antagónicos europeos. Cuando ciertos roces o «crisis» dieron lugar a esta situación, llegó el momento en que nadie fue capaz de controlar el conflicto y éste apareció casi de manera súbita, para sorpresa, incluso, de algunos de sus responsables más cualificados. Como ha recordado E. J. Hobsbawm, el emperador austríaco Francisco José fue sincero cuando dijo, al anunciar la guerra al país en 1914: «No deseaba que esto ocurriera». Otros dirigentes europeos declararon, tras los asesinatos de Sarajevo, que en su opinión no había peligro de guerra, y altos mandos de la armada británica afirmaron, en el mismo año de 1914, que Alemania carecía de un plan naval de ataque contra el Reino Unido (el «Plan Schlieffen», concebido en 1905, preveía, sin embargo, una rápida acción contra Francia por Bélgica y otra contra Rusia, como realmente sucedió).
Al explicar el estallido de la Primera Guerra Mundial, la historiografía resalta la importancia de las crisis marroquíes de 1905 y 1911 y las guerras balcánicas de 1912-1913. Algunos atribuyen a esta consideración un exceso de europeísmo, pero al margen de los vaivenes historiográficos y de modas parece que esas crisis fueron realmente determinantes. En primer término, porque la configuración diplomática del mundo antes de la guerra era eurocéntrica, pues Japón y Estados Unidos, a pesar de su papel muy relevante, suficientemente demostrado a esas alturas, se circunscribían a sus respectivas «áreas de influencia» y se desentendieron, al menos de forma directa, de otros asuntos. Por otra parte, las crisis mencionadas proporcionaron los elementos necesarios para convertir la tensión existente en una situación incontrolado. Lo realmente importante fue el reforzamiento de los dos bloques aliados, hasta ese momento un tanto debilitados y sujetos a cualquier cambio derivado del movimiento diplomático de algunos de sus integrantes en función de sus intereses a corto plazo. Por tanto, lo sustancial de estas crisis prebélicas no radica en sí mismas, es decir, en la lucha de las grandes potencias europeas por incrementar en cada caso su influencia, sino en el hecho de que fueran aprovechadas por distintas naciones para conseguir Lina situación venta osa en la relación con las otras en cualquier parte del mundo y para ello reforzaron los lazos y compromisos con sus aliados.
Alemania tenía a comienzos del siglo importantes intereses económicos en Marruecos, pero según los datos disponibles no hubiera podido competir en este campo con Francia, mucho más afirmada en la zona. Además, los medios económicos alemanes comprometidos en Marruecos se inclinaban por entablar acuerdos con sus homólogos franceses y establecer un consorcio europeo coordinado por los bancos de París y de Holanda (C. Liauzu, 1994, 27). Por tanto, el golpe de efecto provocado por las declaraciones de Guillermo II en Tánger, durante su viaje a Marruecos en 1905, causa de la «primera crisis marroquí», no se debía tanto a motivaciones económicas, como políticas. El objetivo consistía en paralizar la progresión de Francia y forzarla, en último término, a un acercamiento a la propia Alemania y a Rusia para aislar al Reino Unido. Según el plan alemán trazado por el canciller von Bülow, Marruecos sería la garantía para Francia de este pretendido acuerdo encaminado a romper la Entente Cordial constituida entre Francia y el Reino Unido el año anterior. El propio canciller alemán despejó las dudas sobre la actuación del kaiser al declarar a la prensa que si se dejaba completa libertad a Francia en aquel territorio, cabía esperar que actuara en colaboración con el Reino Unido de la misma forma en otras zonas en detrimento de Alemania. Para atajar esta posibilidad von Bülow solicitó Lina reunión de las potencias europeas comprometidas en la zona. La petición fue asumida por el resto de países y en 1906 se convocó la Conferencia de Algeciras para abordar el asunto de Marruecos, de la cual salió notablemente fortalecida Francia, pues se afirmaron sus derechos políticos en la zona. El hecho de que entre 1906 y 1909 empresas alemanas y francesas llegaran a importantes compromisos económicos para explotar las minas marroquíes (unión de la francesa Schneider con la alemana Krupp) e incrementar el potencial de la «Banque du Maroc», de capital mayoritario francés, puede confirmar que lo que estaba en juego no eran tanto los intereses económicos, como los políticos.
Poco importa que en esta ocasión, una vez más, la diplomacia alemana de la época de Guillermo II errara en sus cálculos. Lo que interesa resaltar es el recelo de las otras potencias ante la forma de actuar de Alemania, temerosas de que pudiera ir más allá de la mera provocación. Tras el incidente, Francia y el Reino Unido abrieron conversaciones sobre una posible alianza militar en caso de agresión alemana, España se comprometió a intervenir si se alterara la situación en el Mediterráneo y Francia consiguió el acercamiento entre Rusia y el Reino Unido, pendientes ambas, aún, del contencioso en Persia. En consecuencia, no sólo no se debilitó la Entente Cordial, sino que tan sólo dos años después del incidente se transformó, por la unión de Rusia, en un sistema de alianza (la Triple Entente) claramente opuesto al liderado por Alemania (la Triple Alianza). De esta forma, la operación alemana en Marruecos contribuyó sobre todo a la bipolarización de Europa y, por tanto, al incremento de la tensión internacional.
La tensión se vio acrecentada, casi sin solución de continuidad, en 1908 por la decisión de Austria-Hungría de anexionarse Bosnia-Herzegovina, paso previo para acabar con los propósitos expansionistas de Serbia en los Balcanes. De inmediato se aceleró la escalada militar en la zona y mientras Serbia llamó a sus reservistas y adoptó otras medidas para prepararse para una guerra inminente, Austria-Hungría envió 29 batallones y 80 000 soldados a Bosnia. A su vez, se desencadenó una escalada de reacciones diplomáticas. Rusia, siempre en apoyo de los intereses serbios, intentó recabar la ayuda de Francia para obligar a Austria-Hungría a rectificar, pero el gobierno francés no atendió la petición, alegando que la opinión pública no apoyaría una actuación en los Balcanes, pues no peligraban intereses vitales de Rusia. Por su parte, el Reino Unido condenó los hechos, aduciendo que Austria había asestado un serio golpe al «buen orden internacional», pero no fue más lejos. Alemania, sin embargo, no abandonó a su aliado y, al final, tanto Rusia como Serbia se vieron obligadas a aceptar los hechos consumados. En definitiva, toda Europa se movilizó ante la actuación austríaca y una vez más los responsables diplomáticos se cruzaron notas de todo tipo, que podemos interpretar como signos del enrarecimiento del ambiente, pero las cosas no fueron a más. Es decir, a pesar de todo, la situación pudo ser controlada.
En 1911 un nuevo incidente en Marruecos, la «segunda crisis», provocó tantas reacciones que pareció imposible evitar la guerra. En la Conferencia de Algeciras se había reconocido a Alemania el derecho de impedir que Francia penetrara militarmente en el interior de Marruecos, fuera de las zonas costeras donde ésta ejercía su «mandato policial». Esto es lo que sucedió aquel año. En una de las frecuentes revueltas contra el sultán quedaron bloqueados y amenazados los europeos establecidos en Fez. Francia envió a su ejército para liberarlos, pero no se detuvo en ello y emprendió una amplia campaña militar que dio como resultado la ocupación de las ciudades más importantes (Fez, Meklnez y Rabat), al tiempo que España hacía lo propio en Larache y Alcazarquivir, en el territorio a ella asignado por la Conferencia de Algeciras. Era evidente que los acuerdos de 1906 habían sido violados y de ello se hizo amplio eco la prensa internacional. Como es lógico, en Alemania se concedió especial relevancia al asunto y los sectores nacionalistas y las ligas pangermanistas presionaron a su gobierno para que frenara el expansionismo francés y aprovechara la ocasión para resarcirse de las decepciones sufridas tras la crisis de 1905. Convencido de que ello era posible, el gobierno alemán trazó un plan arriesgado que combinaba el golpe de fuerza con la diplomacias envió al cañonero Panther al puerto de Agadir, el único libre del control franco-español, con la excusa de proteger a los alemanes instalados en Marruecos y exigió a Francia que a cambio del reconocimiento de plena libertad de movimientos en Marruecos, cediera a Alemania todos sus territorios en el Congo. La negativa tajante del gobierno francés, tan presionado por la opinión pública como lo estaba el alemán, pareció conducir a la ruptura definitiva, sobre todo tras conocerse que el Reino Unido estaba dispuesto a apoyar a Francia con las armas si fuere necesario. Rusia, sin embargo, no se prestó públicamente a participar en una operación de esa naturaleza contra Alemania, pero bastó el prometido apoyo británico a Francia para que Alemania paralizase sus exigencias y aceptara abrir conversaciones con Francia, las cuales concluyeron con un acuerdo mutuo sobre la delimitación de sus respectivas zonas de actuación en África central (Alemania reconoció oficialmente el derecho de Francia a establecer un protectorado en Marruecos a cambio de sesiones territoriales encaminadas a la formación de la Mittelafrika).