«País sin historia donde todo es pura aspiración»: así define Octavio Paz a la República Argentina. En esa frase se inspiró Marco Denevi para escribir
Manuel de historia
, crónica de la vana aspiración de escribir un libro que debió titularse «Manuel de historia».
Narración tan breve como compleja, donde los tiempos, los personajes y los hechos parecen reflejarse y refractarse unos a otros al modo de un juego de espejos, esta obra esta tan colmada de alusiones y de sugestiones que obliga a una atenta lectura.
Marco Denevi
Manuel de historia
ePUB v1.2
Ninguno05.07.12
Título original:
Manuel de historia
Marco Denevi, 1985.
Diseño/retoque portada: R. Espósito
Editor original: Ninguno (v1.0)
ePub base v2.0
¿Por qué no descubrir ciertas intimidades de mi taller literario? Había planeado escribir un libro que contendría varias novelas embutidas las unas dentro de las otras y que por esa razón se titularía "Las muñecas rusas".
Las proporciones que fue cobrando me forzaron a su desmembramiento. No me gustan las novelas de tamaño colosal y la mía iba camino de adquirirlo y aún de sobrepasarlo. El monstruo quedó dividido en dos criaturas de dimensiones normales.
Una es este libro. La otra, muy alterada por la escisión, se titulará "Una familia argentina" y aparecerá, Dios me perdone, muy pronto.
Digo todo esto para aclarar, ya que no para justificar, por qué "Manuel de Historia" parece o es el desmesurado prólogo de una novela que jamás habría sido escrita, con lo que sin habérmelo propuesto vendría a ejemplificar sobre aquello que Octavio Paz afirmó de los argentinos: que somos un país sin historia donde todo es pura aspiración.
M. D.
Yo me alegro con las cosas buenas y hermosas cuando leo acerca de ellas en los periódicos o cuando participo de ellas, y tengo capacidad para entusiasmarme. Pero si se trata de cosas buenas y hermosas la literatura no puede competir con la vida. Un acto de heroísmo será siempre más bello que el libro que lo describa. La fe plena e ingenua, religiosa, política o cualquier otra, será siempre superior al cuento o al poema que intenten expresarla. Pero en las cosas malas actúa una especie de alquimia. Un cuento acerca de la desesperación puede ser más espléndido que la desesperación misma, un poema sobre la muerte, menos doloroso que la muerte. En la Inglaterra isabelina (si me está permitida la comparación), a pesar de que hubo muchos progresos en la navegación y en el sistema de carreteras, no se le ocurrió a Shakespeare escribir sobre esos temas, y si en aquel entonces alguien lo hizo, su nombre y su memoria se han perdido. Nos quedó el loco que escribió sobre los sufrimientos de los hombres.
Amós Oz
Sidney Gallagher tenía el rostro tierno de un adolescente y la calvicie de un hombre maduro. Esa contradicción y un carácter reservado impedían calcularle la edad. Era uno de los doce advisers del Secretario para la Culturización, Wendell O'Flaherty, alias Queen Wendy, que había sido su profesor de lenguas romances en la universidad de Berkeley y que desde entonces estaba enamorado de él.
Luchó con uñas y dientes por el cargo de adviser por dos razones: para añadir ese antecedente a su curriculum vitae y para conocer de cerca la anomalía histórica llamada Argentina. Se proponía permanecer un tiempo en ese extraño país y después volverse a los States. Un libro o más bien una palabra le trastornó los planes. El libro se titula «Repertorio de argentinismos», de un tal José Sorbello, y la palabra es manuelisma.
Hacía tres meses que residía en Baires cuando visitó la Central Library, un edificio ruinoso en México St., en la parte vieja de la ciudad. Millones de libros se amontonaban entre el desorden y la mugre. El espectáculo lo horrorizó porque para él los libros eran objetos sagrados.
Pidió un diccionario de argentinismos y se sentó a esperar. Esperó media hora en un desierto salón de lectura cuyos pupitres estaban semidestrozados y cubiertos de quemaduras y tatuajes obscenos. Un anciano polvoroso se le acercó y le dijo de mal modo: «Este es el único que encontré». Era el repertorio de José Sorbello, un volumen grueso con la carátula rota y las páginas intensas.
Buscó la palabra fiaca, que había oído varias veces y que lo intrigaba. Leyó: «Fiaca: desgano menos físico que espiritual, que no hay que confundir con la haraganería. La fiaca es un desapego por la realidad y proviene del manuelisma (v.)». Buscó el vocablo manuelisma, leyó: «Manuelisma: Parónimo o parodia de aneurisma. Designa una enfermedad mental endémica entre los habitantes de Buenos Aires. Sus manifestaciones consisten en la mitologización del pasado, en la negación del presente y en la afirmación apodíctica (sic) de un futuro utópico. Cfr,
Manuel de Historia
, de Ramón Civedé».
Sidney experimentó un ligero sobresalto de felicidad. Los tres síntomas del manuelisma coincidían con su diagnóstico sobre las causas de la desaparición de Argentina como estado independiente. Pero Queen Wendy había dicho, en su tono de voz más odioso, que la teoría era so fantastic and so childish que no valía la pena tomarse el trabajo de refutarla. Lo dijo delante de los otros once adviser, quienes se sintieron obligados a sonreír con ironía y conmiseración. Sidney se ruborizó. Era un joven piadoso y cortés que se ruborizaba a menudo, no por pudor sino de amor propio herido, y entonces no convenía descuidarse.
—Le demostraré que ni es ni fantastic ni childish —murmuró apretando las tercas mandíbulas de pugilista.
El secretario O'Flaheerty le había pellizcado un muslo: —Acepto el desafío, my boy.
Consultó los arcaicos ficheros manuales: el libro de Ramón Civedé no figuraba, no figuraba ningún libro de Ramón Civedé. Salió y recorrió los bookstores de Flórida St., de Corrientes Ave.: nadie le supo dar la menor noticia de «Manuel de Historia» que él pedía por ese título o, maliciando una errata, por «Manual de Historia». El nombre de Ramón Civedé hacía enarcar las cejas de los vendedores. Algunos le dijeron que el libro estaba agotado, pero Sidney sospechó que mentían para salir del paso. Otro se sonrió: «Si es de autor argentino no lo va a encontrar, las únicas obras que se venden son éstas», y le señaló una mesa abarrotada de best sellers norteamericanos y europeos.
Inopinadamente, en una librería de lance halló un libro delgado que se titulaba «Diálogos de Marco Denevi con Ramón Civedé». El ejemplar, todavía virgen, tenía una dedicatoria manuscrita: «Para mi querido amigo (aquí una minuciosa tachadura), con la esperanza de que este coloquio no le resulte indiferente». Debajo estallaba una firma ininteligible que podía corresponder a cualquiera de los dos interlocutores o a ninguno de los dos.
Cuando Sidney, en su habitación del Beverly Hotel, se impuso del contenido de los diálogos, pensó que ni ese desconocido Marco Denevi ni ese otro ignorado Ramón Civedé eran args. Los sujetos de sus pláticas versaban sobre: cómo T. S. Eliot, por seguir los consejos de Erza Pound, había empeorado la versión original de varios poemas; las candorosas profecías de Fray Salimbeno en el siglo XIII; si la orden de los acemetas, dedicada a cantar día y noche alabanzas a Dios, había existido o era una impostura de Lachátre, y las desvergonzadas analogías entre el «Troica Roma resurges» de Propercio, el soneto «A Roma sepultada en sus ruinas» de Quevedo, el soneto de Joachim du Bellay sobre el mismo tema en «Les Antiquitez de Rome» y el del renegado Pound en «Personae».
El libro carecía de pie de imprenta y el editor, cauteloso, ocultaba su nombre. Sidney, que había leído las obras completas de Jorge Luis Borges, conjeturó que los diálogos eran una travesura del autor de «El Aleph» y que Marco Denevi y Ramón Civedé les hacían compañía a los imaginarios Pierre Menard y Herbert Quain y al vasto abogado de Bombay, Mir Bahadur Alí. Sin embargo, por las dudas, consultó el directorio telefónico: ningún Ramón Civedé tenía teléfono, acaso porque ningún fantasma lo tiene; tampoco encontró, entre muchos Denevi, uno que se llamase Marco.
El testarudo deseo de desmentir los dos adjetivos que O'Flaherty le había asestado a su teoría lo condujo hasta el Registro de Personas Residentes bajo el Mandato internacional, más conocido por la sigla Reperemain, en manos de la IBM. El cómputer memorizó dos únicos args de apellido Civedé, un matrimonio, según el código Wheeler. Para sorpresa y alegría de Sidney, el marido se llamaba Ramón, de cincuenta y cinco años pero de profesión abogado. ¿Sería el hombre que buscaba? Los datos de la mujer incluían el nombre, Deledda, born Condestábile y la edad de cuarenta y dos años. Domicilio: 2711 French St 5, VII Baires.
Se trasladó en el Mercury Sky que le había asignado la Secretaría. Acostumbraba sentarse junto al chofer, un arg llamado Aníbal Benítez que antes de la internalización había sido conductor de taxi. Ese hombrecito de poco más de un metro y medio de estatura, flaco y escurridizo como una anguila, le resultaba a la vez repulsivo y fascinante. Sidney era virgen por una razón harto sencilla: carecía de líbido, de modo que en sus costumbres no entraban las relaciones sexuales ni siquiera consigo mismo, pero le despertaban una fría curiosidad científica que trataba de disimular con un voyeurismo mental ávido de confidencias escabrosas. Aníbal Benítez le satisfizo ese interés hasta el hartazgo y la náusea. En los primeros tiempos debe de haber creído que Sidney era homosexual como los demás advisers del Secretario O'Flaherty. Entonces no se le borraba de los labios una sonrisa cómplice y miraba a Sidney como dándole a entender que entre los dos no había secretos. Finalmente le confesó que no tenía prejuicios sexuales y que estaba dispuesto a hacer feliz a todo el inundo. Como Sidney no mostró señales de querer ser feliz, pareció decepcionado. Atribuiría ese masoquismo a una timidez enfermiza y anacrónica, inconcebible en un norteamericano, o a que Sidney lo despreciaba porque él era arg, y en cualquiera de las dos hipótesis lo privaba de ganarse unos dólares suplementarios. Después debe de haber cambiado de idea y se dedicó a contarle sus hazañas sexuales con un detallismo tan puerco que Sidney no podía evitar alguna interjección sobresaltada o algún parpadeo azorado que al otro le entusiasmaban todavía más la furia exhibicionista.
Según él, se había acostado con las mujeres de todos los funcionarios del gobierno internacional. Ninguna se le había resistido, algunas tomaban la iniciativa y por fin todas lo perseguían como fieras cebadas.
—Ahora saben lo que es un hombre —decía con una risita que quería ser fanfarrona y era rencorosa. Las hago gritar en la cama. Sidney se preguntaba si a ese semental obseso le gustaban las mujeres o las detestaba, porque no hablaba de ellas sino para denigrarlas y de lo que más se jactaba era de haberlas sometido a todas las aberraciones. Ese morboso machismo tenía algo en común con la drogadicción: buscaba prosélitos. Varias veces Aníbal Benítez se ofreció a conseguirle a una, a dos o a tres args a cuál más depravada. Sidney se rehusaba cortésmente y entonces él ponía un semblante contrariado como si se sintiese objeto de un desaire. Pero la próxima vez olvidaría la ofensa, volvería a creer en la sinceridad de Sidney cuando, quizá para saber cómo comportarse con sus amantes, le tiraba de la lengua.