Vestía una bata monacal, los ropones de Rasputín. La cabellera larga y desgreñada de mujer de manicomio le alborotaba alrededor de la cabeza una aureola caótica. Sidney lo supo obeso y lo intuyó alto.
Miraba a Sidney con sus ojos divergentes, con la sonrisa pérfida y desvariada.
—Señor Gallagher —la voz se había cargado de inflexiones sarcásticas. ¿Se siente capaz de resistir este juicio de Dios?
Lo decía como si su monstruosidad fuese un reto burlón que le arrojaba a la cara para probar los méritos del visitante.
De golpe Sidney lo detestó.
—No sé de qué habla —dijo, tratando de mantenerse impasible.
—Magnífico. De todos modos puede imitar a las mujeres que se topaban con Ezra Jennings. ¿Leyó «La piedra lunar»? ¿Recuerda lo que hacían? Nunca lo miraban de frente, desviaban los ojos varios centímetros a la izquierda o a la derecha, como ciegas que se guiasen por el sonido de la voz. Lamento que no sea miope, señor Gallagher. Se quitaría los anteojos y yo me convertiría para usted en un borrón que usted podría mirar sin estremecerse. Es lo que solían hacer los cortos de vista en mi presencia aunque no hubiesen leído. «El doctor inverosímil». Cada uno creía ser el primero que usaba ese ardid y que yo no me daría cuenta. Pero no. No habrá necesidad. El grabador nos permitirá dialogar en una piadosa penumbra.
Sidney sintió que lo aborrecía cada vez más. Se volvió a mirar los anaqueles colmados de libros. Podía hacerlo sin que pareciera que imitaba a las mujeres de Wilkie Collins. Al fin y al cabo hasta entonces la semioscuridad no le había dejado ver nada y era lógico que ahora se le despertase la curiosidad.
—Tiene una hermosa biblioteca —dijo, para confirmar, por las dudas, la razón que le hacía apartar los ojos.
—Que está a su disposición, Sidney, Ça va sans dire.
Sidney se puso de pie y se aproximó a las estanterías. Los libros estaban alineados en cualquier forma, sin respetar ningún orden, la mayor parte eran libros muy viejos, medio desencuadernados con las tapas y los lomos destrozados, o sin tapas. La biblioteca parecía, también ella, un depósito de libros usados, amontonados en cualquier forma. Sidney deletreó títulos de los que no tenía la menor noticia, nombres de autores y de obras que nadie en East Lansing le había mencionado, como si Ramón Civedé almacenase en su biblioteca los restos de una literatura ya desaparecida. Había más libros en el suelo, o apilados sobre sillones y mesas.
—¿Cree en Dios, señor Gallagher?
—Sí. Soy cuáquero.
Le mintió que era cuáquero porque había decidido que, de ahora en adelante, le mentiría siempre.
—Ah, cuáquero. Parece casi heroico, hoy en día, ser cuáquero. Lo envidio, Sidney. Yo, desgraciadamente, soy agnóstico. Lo confieso con dolor. La noción de Dios que me proponen las religiones me resulta ininteligible. Y dentro de mí mismo no la encuentro. La fe sería en mí un acto de pura desesperación, una caída en la irracionalidad, credo quia absurdum, y me resisto a abdicar de mi razón, de mi inteligencia. Si Dios existe, no me castigará, espero, por haber defendido el único don que me concedió. En cambio, estoy seguro de que no perdonará a los que adoptaron el juego de apuestas de Pascal.
Un título le llamó la atención: «Diálogos de Marco Denevi con Ramón Civedé». Tomó el libro, que estaba flamante y que no tenía ni mención del editor ni pie de imprenta.
—Sin embargo —proseguía la voz detestable—, sé que estoy lleno de religiosidad. Pero mi religiosidad manotea en el vacío. Cuando a veces veo por televisión algún film sobre la vida de Jesús me emociono hasta las lágrimas. Si hubiese vivido en aquella época, si lo hubiese conocido a Jesús, habría sido uno de sus discípulos. Pero por qué, si Dios existe, se niega a mostrarse ante sus propias criaturas que claman por él. Eso es indigno de un dios.
Sin volverse a mirarlo, mirando el libro que sostenía entre las manos, Sidney le preguntó quién era Marco Denevi.
—Un escritor que fue mi amigo, hace tiempo. Como Paganini y Sors en sus últimos años, cuando los dos enmudecidos por el cáncer se reunían a solas, a altas horas de la noche, e improvisaban el uno en el violín y el otro en la guitarra una música que se perdió para siempre, Denevi y yo nos juntábamos para tocar a dúo la música de nuestros temas favoritos. No nos corroía el cáncer sino la soledad. Pero éramos felices y a menudo amanecíamos, un poco borrachos de alcohol y de conversación. Murió del infarto que él mismo se preparó, porque lo aterraban las largas agonías, fumando sesenta cigarrillos diarios. Poco antes de morir tuvo la ocurrencia de publicar esos diálogos y yo no supe o no quise oponerme. No se vendió ningún ejemplar y la única crítica que apareció, por suerte después de su fallecimiento, fue incendiaria. Y para colmo decía que Ramón Civedé era un personaje imaginario, un altar ego de Denevi. Quizá, cuando salga «Manuel de Historia», todo el mundo creerá que Sidney Gallagher-Ramón Civedé es el doble seudónimo de Marco Denevi, quien en un libro póstumo, hallado entre sus papeles, recurrió a esa estratagema.
—Sería divertido —dijo Sidney mientras hojeaba las páginas de los «Diálogos» donde, cosa increíble, dos argentinos, en una remota ciudad de América del Sur, platicaban sobre fray Salimbeno, sobre la orden de los acemetas y sobre Propercio y Joachim du Bellay. La Argentina era un país absurdo. Tiempo después, cuando ya había leído el relato de Sebastián Hondio, Sidney llegó a la conclusión de que Marco Denevi nunca había existido, se trataba de un seudónimo de Ramón Civedé.
—Señor Gallagher. Se me ocurrió una idea, no sé, a ver a usted que le parece. Introduzcamos la biografía de Manuel dentro de otra narración que la contenga al modo de las muñecas rusas. Y que esa otra narración transcurra en el futuro, en una República Argentina bajo el mando de las Naciones Unidas.
Sidney levantó los ojos, pero no miró al viejo.
—¿Y para qué?
—Para advertirles a los argentinos que lo que están poniendo en peligro ya no es tal o cual ideología política sino la existencia misma de la nación.
—No me gusta the science-fiction.
—Tampoco a mí, con la sola excepción de Wells. Pero Sydney, no le propongo acumular chatarra tecnológica al estilo de Bradbury. Todavía menos los lúgubres mitos de Lovecraft. Bastará que la acción transcurra dentro de diez años o doce años, cuando no habrá, a lo menos en este país, muchas diferencias con el presente. Recuerde cómo se equivocó Orwell en «1984», escrita sin embargo con treinta y cinco años de anticipación. Conformémonos con una República Argentina casi idéntica a la de ahora pero internacionalizada. Al contrario, trataremos de que se parezcan, para insinuar que somos una sociedad estancada.
—¿Y qué ganará «Manuel de Historia» con ese injerto?
—Ya se lo dije: llamar la atención de los argentinos sobre esta especie de locura autodestructiva que nos ha atacado. Además, tengo miedo de que la biografía de Manuel no les interese. Debemos ponerle alguna carnada.
—Está bien.
—No parece muy convencido, Sidney.
—Pero sí.
Dejó el libro en su sitio y volvió a sentarse junto a la mesa. Instantáneamente la araña del techo y la lámpara del escritorio se apagaron.
—Sidney, abra el cajón del medio. Sidney obedeció.
—¿Ve un sobre blanco? Tómelo.
Sidney tomó el sobre, grande y abultado.
—Puede abrirlo.
Lo abrió, contenía diez mil dólares.
Se los había preparado como pago por adelantado de la suma total que convinimos ayer. Ahora son un adelanto a cuenta de los doce mil dólares.
—Gracias —dijo Sidney, y se guardó el dinero en un bolsillo.
—Si usted fuese mi compatriota, esta sería la mejor manera de tentarlo para no volver. Un argentino se embolsaría los dólares y ya no le vería más el pelo. Con usted es una especie de chantaje, lo sé, la forma de obligarlo a seguir viniendo hasta que «Manuel de Historia» esté terminado. Le doy los dólares para mi tranquilidad no para la suya. La suya no necesita de garantías, usted es un joven criado en el estricto cumplimiento de los compromisos. Pero yo soy argentino, Sidney, no lo olvide.
Sidney sonrió:
—Alguna vez pensé que en Argentina no se practicaba el fair play. Deberé cambiar de opinión.
Como si hubiese estado acechándolo desde el corredor, entró la mujer con una gran bandeja, botellas y vasos, que depositó sobre la mesa junto a Sidney. Vestía una ropa más provocativa que el día anterior, se había maquillado hasta el vértigo. Los pechos pugnaban por salirse del escote. Todo el tiempo sonrió a Sidney con una sonrisa involuntaria, sumisa.
—¿Qué toma, Sidney? —Le preguntó el viejo desde el fondo de la biblioteca.
—Scotch. Con un poco de agua. Whisky —aclaró, porque la muchacha lo miraba desconcertada.
—Para mí un jerez, Selene.
—Sí, señor.
No se llamaría Selene. Seguro que Selene era su nom de guerre.
—Por Manuel, Sidney.
—Por Manuel.
Brindaron a distancia, sentados. Selene, de pie, les sonrió a los dos, dijo:
—Buen provecho.
Pero no se sirvió nada ni el marido la invitó a que lo hiciese.
—Gracias, querida.
Con una última sonrisa para Sidney, la mujer se eclipsó. Tanmpoco sería la esposa del monstruo sino su concubina, quizá una ex-criada promovida a un rango ligeramente superior que no la exoneraba de los quehaceres domésticos ni de aquel trato de «sí señor» que le daba a su antiguo patrón.
—Sidney, digamé. ¿No tiene miedo de haberse asociado con un chapucero?
Parecía de buen humor.
—¿Lo tiene usted?
—No, yo no. En absoluto. Confío ciegamente en su talento.
—También yo en el suyo.
—Gracias, Sidney.
—¿Qué había escrito, antes?
—¿Relacionado con la literatura? Nada. Se supone que mi profesión es la abogacía, que nunca ejercí. Le confieso que estoy entusiasmado, no veo la hora de que empecemos a trabajar juntos.
—Empezaremos el martes.
—Faltan tres días. Me parecerán una eternidad. ¿Puedo hacerle una confidencia, Sidney? Había perdido todo interés en seguir viviendo. Thomas de Quicey creía dominar su cuerpo hasta el punto de decidir la hora de su muerte. Un día resolvió impartirle al cuerpo la orden de morir, pero el cuerpo lo desobedeció, Quincey fracasó miserablemente. Yo, cuando decida morirme no fracasaré. He descubierto una forma de suicidarse sin recurrir a ninguna de las violencias conocidas. Se trata de pasar la frontera, un límite de la conciencia: del otro lado hay oscuridad y, después de un tiempo, la vida se esfuma sin que uno se dé cuenta. Ya hice algunos ensayos, algunas tentativas que interrumpí a mitad de camino, no por cobardía sino porque no quería desaparecer sin haber escrito «Manuel de Historia». Ahora sé que estaba esperándolo, Sidney.
Lo aborrecía, sentía por ese hombre monstruoso una fobia vesánica. En una novela había leído esta frase cursi: «su amor crecía como la marejada». Su odio crecía como la marejada. Odiaba a ese sudamericano deforme, adulón, rastrero, que pretendía enredarlo en un negocio turbio, que probablemente esperaba que él, Sidney, le escribiese una novela absurda y descabellada, nada menos que la biografía de un hombre cuya vida debía resumir la historia de todo un país o de toda una ciudad a través de los siglos, un desatino que ese viejo chiflado no sabría escribir y ahora esperaba que lo hiciese Sidney en seis meses, para después que él volviera a los Estados Unidos publicar el libro como si fuese suyo. Todos los argentinos eran embrollones, falaces y dolosos, pero este viejo quería timarlo en lo que más amaba: la literatura.
Se puso de pie.
—Debo irme. Tengo un compromiso. El viejo no intentó retenerlo.
—Hasta el martes, Sidney.
—Adiós.
¿Adivinó, en ese seco adiós, una despedida definitiva? Durante los segundos que tardó Sidney en caminar desde la mesa hasta la puerta ¿el viejo pensó que se había equivocado, que Sidney escapaba con los diez mil dólares y quiso obligarlo a volver mediante un nuevo señuelo?
—Señor Gallagher.
Sidney, que ya salía, se detuvo, pero no se volvió a mirarlo. Mal hecho. Así, con esa actitud de invitado que se va llevándose una joya en el bolsillo, se delató.
—Quiero que sepa una cosa. Selene no es mi mujer. Es una mujer con la que me casé para que me heredase, nada más que para eso. El honor conyugal no anda de por medio.
Por si los dólares no bastaban, también la mujer. Sidney sintió que quedaba libre de cualquier compromiso moral con ese latino monstruoso, envilecido por la obsesión maníaca de publicar una novela imposible. Manteniéndose de espaldas, saliendo de la biblioteca sin pronunciar una palabra le expresó su desprecio.
En la parte media del corredor se abrió un hueco iluminado, una puerta disimulada entre las estanterías, y apareció Selene con la sonrisa.
—¿Ya se va?
La mano en el picaporte, mantenía la puerta entreabierta. Sidney vio que la habitación era un dormitorio. Se acercó a la muchacha y le dijo en un tono baboso que les había oído a los argentinos:
—¿Quiere que me vaya?
Selene lanzó una risita.
—Yo qué sé. Usted es muy dueño.
Sidney experimentó una excitación que no era sólo sexual: se mezclaban el deseo, la rabia, la crueldad y la omnipotencia, un impulso tan violento que cualquier rodeo quedaba eliminado. Abrazó a Selene y la besó. Selene era regordeta y de pequeña estatura, le llegaba a Sidney al esternón. Casi desapareció entre los brazos que la trituraban, entre las largas piernas que le hacían sentir la dureza del miembro erecto de las ganas de poseerla y de las ganas de castigar al monstruo que quizá estaba espiándolos desde la sombra de la biblioteca.
Ella gemía, de placer o porque Sidney la asfixiaba, pero se dejó estar. Entonces él entró en el dormitorio llevándola incrustada en su propio cuerpo. La arrojó sobre la cama y empezó a quitarle la ropa a los manotazos, como si la despojara de lo que no le pertenecía, de lo que le había robado. En cambio se desnudó lentamente, una dádiva que le hacía y de la que, si ella no se portaba bien, él podía arrepentirse.
Después se vistió a toda prisa y salió sin decir una palabra. Sólo faltó que le dejase sobre la mesita de luz un billete. En la calle respiró hondo, caminó a grandes pasos. Se sentía satisfecho por partida doble y ningún remordimiento le empañaba esa felicidad.