Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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La política anexionista, sin embargo, no tuvo continuidad, en gran parte debido a la oposición de los grupos de presión económicos, decepcionados por las dificultades en controlar los movimientos independentistas filipinos e interesados, ante todo, en garantizar las inversiones de capital sin riesgos añadidos. Ya a finales de 1899 Estados Unidos rechazó el anexionismo en Asia y se mostró firme partidario de evitar el desmembramiento territorial de China, sustituyéndolo por el sistema de puertas abiertas, es decir, por la apertura de China a las inversiones extranjeras. Norteamérica no incremento, por tanto, sus incorporaciones territoriales, pero no abandonó el control de lo que consideró su propia «zona de seguridad», sobre todo en América. A comienzos del siglo adquirió carta de naturaleza la reformulación de la doctrina Monroe realizada por el presidente Teodoro Roosevelt (1901-1908) y continuada por su sucesor William H. Taft (1909-1913), según la cual Estados Unidos tenía el derecho y el deber de intervenir en casos flagrantes de desorden o de impotencia en los países americanos y, asimismo, cuando hubiere necesidad de proteger los intereses de la nación norteamericana o de sus súbditos. En función de estos principios impuso, sobre todo en los pequeños Estados americanos, su influencia económica, mediante la alternancia del intervencionismo militar (la llamada política del big stick) y la «diplomacia del dólar», esto es, el recurso a la presión económica. De esta forma, la potencia norteamericana intervino durante el primer decenio del siglo en aquellos lugares donde estimó en peligro sus intereses, como sucedió en Nicaragua, Santo Domingo, Panamá, Honduras… y poco a poco fue eliminando la competencia europea en América.
Al contrario de lo sucedido en Estados Unidos, el expansionismo imperialista gozó en Japón de gran audiencia entre los grupos económicos dominantes y buena parte de la sociedad. Los más interesados fueron los grandes zaibatsu (carteles privados que contaron siempre con el apoyo del gobierno), los cuales no cejaron en su presión para adquirir territorios donde hallar las materias primas de que carecía el archipiélago y los mercados necesarios para garantizar su expansión industrial y financiera. A finales del siglo XIX este sector se impacientó al contemplar el avance en Asia de las potencias occidentales y logró entusiasmar a la sociedad japonesa en el proyecto de construcción de un Gran Japón, como potencia asiática frente a los colonialistas blancos. La idea, no exenta de cierta mística (no hay que olvidar la influencia del especial sentido del «honor» y el orgullo de pertenecer a una «nación elegida por la divinidad»), fue defendida por el ejército y por las poderosas castas tradicionales, y no tardó en extenderse entre las clases medias y el campesinado, convencidos de que la expansión territorial de Japón conllevaría una apreciable mejora en las condiciones de vida y proporcionaría el arroz necesario para alimentar a una numerosa población carente de tierras cultivables.
La expansión japonesa se inició en el último tercio del siglo XIX de forma discreta, limitada al control de los archipiélagos vecinos (Islas Kuriles, Ryukyu y Bonins). Japón, sin embargo, desde el primer momento consideró Corea, reino vasallo del emperador de China, como el lugar natural de expansión y objetivo básico para satisfacer las necesidades de su industria en constante crecimiento. En el último decenio del siglo, tras haber desarrollado un programa de modernización del ejército y la marina, se creyó llegado el momento de la acción. En 1894 una sociedad secreta japonesa provocó una serie de disturbios en Corca. China acudió en ayuda de su vasallo y envió algunas tropas para restablecer la calma, hecho que sirvió de pretexto a Japón para invadir el territorio con un nutrido ejército. Así comenzó la guerra entre China y Japón, saldada con un gran éxito de este último tras destrozar a la flota china. Japón ocupó militarmente Corea, una parte de la Manchuria china y diversos enclaves en las penínsulas de Sandong y de Liao-dong (donde estaba situada la base rusa de Port Arthur), que controlaban el acceso marítimo a Pekín. El éxito de Japón quedó confirmado en el tratado de paz firmado en 1895 con el Imperio chino, por el cual quedó consolidada la posesión de Japón de la isla de Formosa, la península de Liao-dong y otros lugares estratégicos.
La victoria sobre China constituyó un paso decisivo en las aspiraciones imperialistas de Japón, pero al mismo tiempo suscitó la rivalidad con Rusia, muy interesada por controlar Manchuria y Corca, entre otras razones para garantizar la seguridad del ferrocarril transiberiano. Rusia trató de frenar las anexiones japonesas y, con el apoyo diplomático de Francia y Alemania exigió la evacuación de la península de Liao-dong, por resultar insostenible la presencia japonesa en torno a la base de Port Arthur. Ante la eventualidad de un enfrentamiento con las potencias occidentales, el gobierno japonés accedió a estas exigencias. El hecho fue interpretado en el interior de Japón como una claudicación vergonzosa y el gobierno se vio obligado a dimitir.
A pesar de este incidente, la guerra contra China confirmó la capacidad de Japón para emprender en serio un proyecto imperialista de vasto alcance en extremo oriente. Quedó demostrado que la sociedad japonesa lo apoyaba sin fisuras y, por otra parte, convenció a las potencias occidentales de la necesidad de contar con Japón, aunque todavía no se acabó de reconocer a su ejército y armada capacidad para enfrentarse a los de occidente. En cualquier caso, Japón fue aceptado como partícipe en determinadas actuaciones, como la represión de los boxers y el subsiguiente reparto de concesiones en China. Pero lo que resultó más ventajoso para el futuro imperialista de Japón fue el tratado militar firmado con el Reino Unido en 1902, con el objetivo de contener las pretensiones rusas en Corea. Ambos países acordaron que China quedaría como zona de influencia británica y Corea lo sería de Japón. Este acuerdo resultará muy útil a este último poco después, cuando llegue el momento del enfrentamiento directo con Rusia, su principal competidor en la zona.
Confiado en los apoyos diplomáticos occidentales, el zar Nicolás II intentó la ocupación militar de Manchuria y la conversión de Corea en zona neutral. En 1904, Japón consideró amenazada Corea y, sin declaración formal de guerra, atacó Port Arthur. Al año siguiente, el ejército del zar fue derrotado en Manchuria y la potente flota rusa del Báltico, llegada a la zona tras una peripecia espectacular, fue destrozada frente a Corea. El acontecimiento resultó significativo, pues por primera vez una flota asiática vencía a otra europea. Las potencias occidentales quedaron convencidas de la capacidad militar de Japón, al que se le reconoció libertad de acción en Corea. Las aspiraciones de Japón comenzaban a cumplirse y si bien no destronó al monarca coreano, convirtió al reino en protectorado, gobernado con plenos poderes por un residente general japonés instalado en Seúl. El asesinato de éste en 1910 por un nacionalista coreano decidió a Japón a anexionarse Corea y convertirla en colonia. De esta forma, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, Japón se había convertido en una potencia colonial con un vasto imperio que abarcaba, además de los archipiélagos próximos, Corea, Formosa y la mitad meridional de la isla de Sajalín. Japón disponía, asimismo, del derecho de explotación y control del ferrocarril de Manchuria y de varias minas de hierro y carbón, así como diversas instalaciones industriales, donde sometió a duras condiciones laborales a una numerosa mano de obra indígena. La rentabilidad económica del imperio resultaba incuestionable, así como la afirmación de Japón como potencia imperialista, condición que incrementará de forma considerable a comienzos de los años treinta con la anexión de Manchuria.
La dimisión de Bismarck de su cargo de canciller en marzo de 1890 y la mundialización de la política a causa del expansionismo imperialista cambiaron las relaciones diplomáticas. Sin el control de Bismarck, se desmoronó el complicado sistema de equilibrio entre las naciones europeas creado por él con el objetivo de evitar la guerra en Europa y se inició un nuevo proceso que condujo a la formación de dos bloques antagónicos de países aliados. A su vez, el expansionismo colonial determinó que las relaciones entre las grandes potencias se desarrollaran en un escenario mundial, de modo que los conflictos extraeuropeos complicaron notablemente los muchos existentes en el interior de Europa. Todo ello originó un ambiente de tensión que favoreció la escalada armamentística, mientras en el interior de cada país se generó un ambiente militarista y muchas veces agresivo que enrareció las relaciones internacionales. A comienzos del siglo XX los focos de tensión se multiplicaron y, a pesar de su carácter local, se vio envuelto en ellos, de modo directo o indirecto, un buen número de países. En consecuencia, a medida que transcurrieron los años, la tensión fue en aumento, hasta que se tradujo en una guerra que, lógicamente, no podía quedar circunscrita ni tan siquiera a un continente.
La nueva política alemana alentada por el kaiser Guillermo II actuó como principal desencadenante de las transformaciones diplomáticas. A los pocos meses de la desaparición de Bismarck de la cancillería, su sucesor Caprivi, aconsejado por el barón von Holstein, el auténtico inspirador de la diplomacia alemana, asestó el primer golpe al sistema de equilibrios al decidir no renovar el pacto secreto (tratado de Reaseguro) con Rusia por considerarlo desleal con el mantenimiento de la alianza con Austria (la «Dúplice», establecida en 1879). La iniciativa, acogida por el zar con auténtico desagrado, impulsó a Rusia al acercamiento a Francia. Las negociaciones entre ambos no fueron fáciles, pero fructificaron en 1893 con la Firma de una alianza. Francia, a su vez, consiguió en los años siguientes (1896-1898) llegar a una serie de acuerdos de carácter comercial y colonial con Italia y, a pesar de la pertenencia formal de Italia a la Triple Alianza, en 1902 se comprometió a no intervenir en caso de guerra entre Francia y Alemania. En pocos años, la nueva política alemana había desbaratado dos de los principales logros diplomáticos de Bismarck: el Tratado de los Tres Emperadores (1881) entre Alemania, Austria-Hungría y Rusia, destinado a solventar la rivalidad austro-rusa en los Balcanes, y la Triple Alianza (1 882) entre Alemania, Austria-Hungría e Italia, encaminada esencialmente a aislar a Francia. Este país, a su vez, lograba interesantes apoyos diplomáticos gracias a su acercamiento a Rusia e Italia.
Los responsables de la política alemana fueron más lejos aún en la alteración del sistema mundial al decidir en 1898 dotar a Alemania de una gran flota de guerra. Esta medida estaba estrechamente relacionada con el programa expuesto por Guillermo II ante el parlamento en 1896, consistente en convertir al Reich en una gran potencia, con capacidad para intervenir en plano de igualdad con el Reino Unido y Francia en los asuntos mundiales (Weltpolitik). Lo que ante todo pretendía Alemania con su Política naval era crear una escuadra capaz de enfrentarse a la británica en aguas europeas e, incluso, forzar al Reino Unido a negociar con Alemania el reparto del mundo (R. Miralles, 1996, 83-84). Con todo, en esta escalada naval Alemania no había tomado la iniciativa ni era la única en emprenderla, pues en esos años todas las potencias europeas trataban de incrementar su poderío en el mar para hacer frente a los compromisos internacionales. Desde 1889, el Reino Unido había adoptado la doctrina del Two-Powers Standard, según la cual sólo quedaba garantizada su seguridad si la potencia de la flota británica equivalía a la suma de las otras dos más potentes del mundo. Alemania, por tanto, no inventaba nada, sino que se limitaba a contribuir a la escalada militarista característica del período, pero su política naval tuvo en el plano diplomático una gran repercusión, pues el Reino Unido la interpretó como una provocación tanto de carácter militar como económico, en un momento en el que la competencia internacional de los productos y capitales alemanes comenzaba a sentirse de forma acusada. En consecuencia, el Reino Unido buscó en Francia el punto necesario de apoyo frente a Alemania.
En 1904 Francia y el Reino Unido firmaron un amplio acuerdo (la Entente Cordial) por el que resolvieron numerosos litigios coloniales pendientes: regularon determinadas diferencias relativas a los derechos pesquemos en Terranova, fijaron las fronteras en Guinea y Gambia, establecieron un gobierno conjunto en Nuevas Hébridas y determinaron las respectivas zonas de influencia en Siam; pero el acuerdo más sustancial y que tendría en el futuro inmediato mayores consecuencias se refirió a la posición de ambas potencias en el Norte de África, donde quedó establecida la libertad de acción del Reino Unido en Egipto y la de Francia en Marruecos y la cooperación de ambas metrópolis en caso de que otra potencia intentara alterar la situación. La Entente Cordial suponía, en sí misma, un serio revés para las pretensiones de Alemania, la cual quedaba de hecho aislada frente a sus máximos competidores europeos.
El aislamiento de Alemania se completó en 1907, una vez se adhirió Francia al acuerdo entre el Reino Unido y Rusia por el que dirimían sus diferencias en Asia central (Persia, Afganistán y Tíbet) y reconocían la soberanía de China. Así se constituyó la Triple Entente, bloque claramente definido frente a la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia). El sistema de equilibrio de Bismarck quedaba definitivamente deshecho en perjuicio de Alemania, pues este país había sido incapaz de aislar a Francia y de entablar algún tipo de alianza con el Reino Unido, como había deseado Guillermo II y creían factible sus consejeros.
Es difícil hallar un período en el que, como sucedió a comienzos del siglo, se originaran tantas disputas entre las potencias industriales por la defensa de sus intereses económicos y estratégicos. Esta situación fue producto de la expansión imperialista jamás había tenido lugar un reparto tan amplio del mundo entre unos cuantos países), del extraordinario crecimiento industrial experimentado en estos años, de las ideas socio-darwinistas que defendían la superioridad de los países fuertes y del nacionalismo acrecentado por doquier. Fueron muchos los momentos de crisis y abundaron las guerras en espacios concretos, pero ningún país potente se mostró partidario de recurrir a las armas para dirimir las diferencias con sus iguales. Sin embargo, en todas partes existió una profunda preocupación ante la posibilidad de Lina guerra generalizada, de ahí los esfuerzos de los gobernantes por evitarla. Entre 1890 y 1914 se celebraron con cierta frecuencia congresos mundiales por la paz; en 1901 se convocó por primera vez el premio Nobel de la Paz, concedido al suizo Henri Dunant, fundador de la Cruz Roja, y al francés Frédéric Passy, promotor en 1867 de la Liga Internacional de la Paz; en 1899 se celebró en La Haya una conferencia mundial por la paz y entre las grandes potencias se Firmaron numerosos acuerdos destinados a solventar sus diferencias coloniales. Todo ello fue insuficiente para satisfacer las aspiraciones de algunos, bien porque, como sucedió en Japón, se interpretó que había llegado su oportunidad para engrandecerse, bien porque se constató, como fue el caso de Alemania, que el propio crecimiento industrial no iba parejo con el de su dominio en el mundo. La insatisfacción, siempre fuente de problemas, podía tener otras causas, como ocurrió en Rusia, titular de un gran imperio y con presencia histórica en muchos frentes, pero cada vez con menos peso internacional a causa de su derrota militar ante Japón, de las dificultades internas tras la Revolución de 1905 y de la carencia de capitales. En situaciones como las reseñadas era muy intensa la tentación de adquirir prestigio, o recuperar el perdido, en cualquiera lugar, lo que de inmediato provocaba la reacción de otros países afectados.