Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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La simbiosis entre industrialización, urbanización y mejora en las condiciones vitales es evidente, aunque no por ello deja de estar debatida entre los especialistas, sobre todo cuando se trata de fijar su alcance y amplitud en los respectivos países y de establecer los rasgos diferenciadores de los distintos modelos. En cualquier caso, en esta época comienza a ser palpable el protagonismo de las grandes ciudades. En ellas se establece un arquetipo de organización de los servicios y de la vida común que transformará la existencia de los ciudadanos europeos a medida que se vaya generalizando, hecho que se convertirá en uno de los rasgos más importantes del siglo XX. A juicio de los contemporáneos, Berlín fue la «ciudad ideal» por la racionalidad y eficacia del transporte urbano y el sistema de iluminación de sus calles, por la disponibilidad de teléfonos públicos, por el confort de sus edificios, dotados algunos de ascensores, por la existencia de papeleras en la vía pública, por la organización de un sistema de recogida de basuras y, en suma, por la perfecta aplicación de las innovaciones técnicas y de las ideas higienistas, muy en boga en la época. No todas las grandes ciudades presentaban el mismo aspecto que Berlín, cuya organización fue perfecto reflejo del creciente poderío industrial alemán, pero en mayor o menor grado avanzaron en esa dirección. En muchas ciudades se establecieron líneas de transporte colectivo (tranvías, metro), se aplicó la electricidad en la iluminación de calles y viviendas, se mejoró el servicio de distribución del agua potable, se construyeron hospitales, centros educativos y culturales (museos, bibliotecas) y, en suma, se crearon espacios donde el bienestar material alcanzó cotas impensables tan sólo unos decenios antes. Pero la gran ciudad no presentaba un aspecto uniforme, sino zonas claramente diferenciadas. Por lo general, sus pobladores con mayores posibilidades económicas comenzaron a abandonar el centro histórico y trasladaron sus viviendas a nuevos barrios más saludables y cómodos (los «ensanches»); otras zonas urbanas fueron pobladas por las clases medias y los obreros cualificados, mientras que las más degradadas del casco viejo y determinados barrios de la periferia fueron ocupados por la población con menos recursos económicos y se convirtieron territorios sórdidos e insalubres donde abundó la prostitución y el crimen, tema recurrente en la novela de la época.
La gran ciudad es un auténtico macrocosmos que se diferencia cada vez más del campo y de los restantes núcleos urbanos diseminados por el territorio nacional. Mientras en estos últimos lugares apenas se perciben los cambios derivados de las nuevas tecnologías y de las innovaciones industriales y, en consecuencia, se mantiene en buena medida la estructura social característica del siglo XIX, en las grandes ciudades las transformaciones son patentes. Así pues, la diferencia entre los núcleos con más de 100 000 habitantes y los demás no fue únicamente cuantitativa.
Entre 1870 y el primer decenio del nuevo siglo, el liderazgo económico pasó de la aristocracia terrateniente a la burguesía de negocios. En 1860-1880, el 80% de los millonarios británicos pertenecía aún al grupo de los propietarios rurales, pero en 1900-1920 esta proporción bajó al 27%, y en otros países, como Alemania y Francia, se registró una evolución similar (E. Bussiere et al., 1998, 163). El cambio en la elite económica no tuvo un reflejo inmediato en otros ámbitos. La aristocracia siguió ocupando los puestos más importantes en la vida política y en la administración del Estado y sus valores y modo de vida persistieron como modelos de referencia, de ahí que para muchos hombres de negocios el ennoblecimiento continuara siendo un objetivo a conseguir, muchas veces perseguido por la vía del matrimonio. No obstante, cada vez más los herederos de las grandes empresas, así como determinadas categorías de técnicos superiores y, en particular, los ingenieros y arquitectos, fueron escalando puestos en la consideración social y accediendo a los lugares de sociabilidad y a los puestos reservados hasta ahora a la aristocracia. Aunque antes de la Primera Guerra Mundial este fenómeno de sustitución de la elite dirigente no ha hecho más que comenzar, es evidente que el cambio se está operando. Los hijos de la nueva elite económica ingresan en número creciente en los centros educativos reservados hasta ahora a la aristocracia (las universidades británicas de Oxford y Cambridge son el símbolo más conocido) y paulatinamente se introducen en los clubes, salones y otros lugares de relación, como los hipódromos, teatros o casinos, exclusivos de la selecta sociedad. El reducido grupo de los millonarios crea, en consecuencia, su propio espacio de sociabilidad y tiende a marcar con toda claridad sus diferencias respecto al resto de los habitantes de la ciudad.
Las calles de la gran ciudad están ocupadas por las masas, un conjunto heterogéneo en el que las clases medias se confunden cada vez más por su forma de vida y su capacidad económica con un minoritario sector del proletariado que alcanza cierto acomodo gracias al alza de salarios industriales, la especialización laboral y las mejoras sociales introducidas por los gobiernos. El grupo de los empleados en oficinas, comercio y administración pública experimentó un crecimiento cuantitativo considerable y constituyó el núcleo de las clases medias, formadas por representantes de las profesiones liberales beneficiadas por las nuevas condiciones económicas (ingenieros, arquitectos, abogados, médicos), comerciantes, propietarios pequeños y medianos y un amplio abanico de personas empleadas en el sector terciarlo, grupo éste en continuo crecimiento en los países más industrializados. Cuantitativamente, sin embargo, el componente mayoritario de las masas es la población asalariada, en progresión constante debido a la inmigración del campesinado y a la desaparición de sectores artesanales.
Con el nuevo proceso de producción industrial se configuró una nueva clase obrera. Al proletariado surgido durante el siglo XIX, cuyo número se incrementó ahora gracias al dinamismo industrial, se suma un conjunto de obreros cualificados cuya habilidad profesional les diferencia de los anteriores, y la progresiva presencia de las mujeres en el trabajo de las fábricas. La mano de obra femenina resulta escasa en las grandes fábricas creadas por el nuevo proceso industrializador, pero aumenta en los sectores tradicionales, donde se la contrata en sustitución de los niños, cuyo empleo en la industria se prohíbe en casi todos los países. Las mujeres trabajan en la industria textil, en la química y en las dedicadas a la transformación de productos agrarios, constituyendo en estos casos un apreciable porcentaje de la mano de obra total. La presencia de mujeres en la industria manufacturera en 1910-1911 es superior al 30% en Francia, Reino Unido, Bélgica e Italia y supera el 20% en Alemania, mientras que en las industrias extractivas no llega en ningún caso al 5% de los empleados.
En general, los obreros de todas clases representan una proporción muy importante de la población activa en todos los países y en términos absolutos constituyen una parte determinante de la población: en Francia llegan en 1911 a casi cinco millones, más de seis millones y medio en el Reino Unido, y en Alemania, donde el crecimiento resulta más acusado, el número de obreros en 1913 es de 11,6 millones. Esta masa obrera se siente cada vez más segura de su posición y consolida su conciencia de clase, de modo que se fortalecen los sindicatos y los partidos socialistas. El temor a la huelga no es tan acusado como en tiempos anteriores, en parte por la facilidad de encontrar empleo, mientras que las nuevas condiciones laborales derivadas de la racionalización de la producción, los nuevos reglamentos y el trabajo a destajo suscitan múltiples movimientos reivindicativos. A principios de siglo proliferan en toda Europa las huelgas de larga duración y fuerte contenido reivindicativo y se complican las relaciones entre patronos y obreros, traspasando en muchas ocasiones el ámbito meramente laboral para adquirir dimensiones políticas, hasta el punto de que ciertos empresarios tentados a ensayar la carrera política desistieron de ello por la dificultad en recabar votos entre las masas obreras. La respuesta de los patronos no es menos contundente y, a la vez que proliferan asociaciones patronales con el ánimo de defenderse frente al movimiento obrero, se practican los despidos masivos tras las huelgas o se recurre a la contratación de mano de obra extranjera. El empresariado, por otra parte, trata de contrarrestar la actuación del sindicalismo de inspiración anarquista y socialista creando sindicatos «amarillos» que niegan la lucha de clases y procuran abortar las huelgas. La encíclica Rerum Novarum (1891) del papa León XIII resultó de apreciable ayuda en este sentido, aunque también influyó en muchos gobiernos para potenciar leyes sociales destinadas a proteger a la población asalariada.
Los contrastes y el di stanci amiento entre las clases sociales tienen su correlato en el ámbito cultural y de las mentalidades colectivas. La vida en las grandes ciudades, exponentes de los cambios del tiempo, adquiere un carácter personal y anónimo, a pesar de la presencia en la calle de grandes masas y la aparición de nuevas formas de cultura popular (J. P. Fusi, 1997, 28). El choque permanente entre lo individual y lo colectivo es un rasgo esencial de este momento y aunque aún no alcanza las dimensiones de conflictividad a que se llegará en los años de entreguerras, se manifiesta con claridad todo un movimiento de ideas y actitudes que preludia un nuevo tiempo.
La cultura erudita, fundada en la herencia racionalista y universalista de la Ilustración y de la Revolución Francesa, la que constituía la modernidad, prosigue ofreciendo brillantes resultados y es asumida como propia por las elites y los colectivos que logran acceder a la educación superior. El positivismo se mantiene como tendencia dominante, y la sociedad en general incrementa el respeto y la consideración hacia los hombres de ciencia y los creadores situados en esta dirección, en especial los novelistas. Claro exponente de ello es la notoriedad alcanzada de inmediato por los premios Nobel, otorgados por primera vez en 1901. La simple enumeración de las actividades galardonadas muestra las preferencias de la sociedad dominante: química, medicina, física y literatura, a las cuales se añade el premio de la Paz, preocupación máxima en estos momentos entre los responsables políticos. Pero la revuelta contra el racionalismo cobra crecientes vuelos: frente al positivismo surgen multitud de teorías y de movimientos culturales que confieren a esta época una riqueza e intensidad excepcionales, haciendo de estos años uno de los períodos más fecundos de la historia intelectual occidental (Z. Sternhell, 1999, 164-65).
En todos los campos aparecen novedades que auguran las considerables transformaciones en el pensamiento, las ciencias y las artes que cuajarán en las décadas siguientes e influirán decisivamente en el ámbito político y en el comportamiento humano. En Filosofía se objeta la capacidad de las ciencias para ofrecer explicaciones convincentes y se resalta el valor de la intuición y del impulso vital (Henri Bergson) y del pragmatismo (William James); en literatura renace el sentimiento religioso (Claudel, Péguy) y se cantan los valores y glorias nacionales (Kipling, D'Annunzio); en las artes plásticas se intentan liberar las fuerzas creadoras del individuo, ensayando distintas vías renovadoras que rompen claramente con el pasado decimonónico (expresionismo, futurismo, fauvismo, art-nouveau —con los distintos nombres que recibe en varios países— y, sobre todo, el cubismo). Pero tal vez lo más señalado de la cultura erudita de esta época sea la eclosión de personalidades con acusado espíritu de independencia y gran fuerza creativa que construyeron una nueva estética y una forma diferente de considerar la realidad, cuya impronta perdurará durante el siglo. Todos ellos marcaron caminos novedosos y apuntaron múltiples sugerencias que enriquecieron, y en ocasiones revolucionaron, sus campos de actividad. Así sucedió con la obra de Nietzsche en filosofía, con las aportaciones literarias de una pléyade de escritores (Marcel Proust, Kafka, James Joyce, Pirandello, Chejov, Bernard Shaw, Rilke), con la revolución musical de Claude Debussy, Ravel, Stravinsky o Satie, y, sobre todo, con Sigmund Freud y Albert Einstein. Freud ofreció una explicación rigurosamente distinta a la tradicional acerca del desarrollo de la personalidad y del comportamiento humano y estableció un nuevo método terapéutico y de investigación (el psicoanálisis) que cambió profundamente el tratamiento de las enfermedades psíquicas.
En 1905 Einstein exponía en un artículo publicado en Annales de Physique su teoría de la relatividad limitada, la cual modificaba sustancialmente los conceptos de1 espacio y tiempo e inauguraba una nueva era en la investigación científica. Ambos personajes constituyen el paradigma de la innovación cultural y científica iniciada al comenzar el siglo, y Freud, en particular, simboliza el conflicto en que se verá sumida la actividad innovadora en el nuevo siglo: su primera obra importante, La interpretación de los sueños, se publicó en 1900, coincidiendo con el fin del siglo XIX; su siguiente aportación fundamental, Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad (1905), suscitó críticas y escándalo en medios profesionales, religiosos y políticos; por su origen judío recibió todo tipo de invectivas desde posiciones muy diferentes; sus teorías fueron aplicadas intensamente, y también sometidas a un proceso continuo de renovación, por científicos y creadores y, conviene subrayar finalmente, llegaron pronto a las masas, que las asumieron de forma dispar según los casos. En suma, el éxito de Freud simboliza el triunfo de la innovación, lo cual será una característica del nuevo siglo y, al mismo tiempo, el triunfo de las masas, capaces de asumir a su modo las novedades culturales e ideológicas, sacarlas de los ámbitos elitistas y convertirlas en «fenómeno de masas».
Las extraordinarias novedades y la vitalidad de la cultura erudita de este tiempo contrasta con el anquilosamiento de las culturas tradicionales. Allí donde surge lo nuevo, en las grandes ciudades, pierden valor las formas culturales propias de la sociedad agraria antigua. Tal vez quienes más reacios se muestran a mantenerlas son los inmigrantes llegados del campo, interesados en integrarse cuanto antes en el nuevo modo de vida. También influye, y mucho, el descrédito de las iglesias entre estos grupos sociales y, en consecuencia, el progresivo abandono de las prácticas y creencias religiosas. La vida urbana avanzó decididamente hacia la secularización y, una vez roto el vínculo con la religión y con los usos vitales tradicionales, se abandonaron determinadas celebraciones festivas y otras formas culturales hasta ahora fundamentales, como la transmisión oral. El ritmo de vida de las masas urbanas, marcado por la asistencia al trabajo, la pausa en la taberna o el café, los períodos de enfermedad o paro y la tensión permanente en la calle, sobre todo durante los frecuentes períodos de huelgas o de manifestaciones reivindicativas, exigía una cultura distinta a la tradicional e igualmente diferente de la practicada por las elites. Así nació una cultura nueva, propia de las masas urbanas, que fue ante todo una cultura de consumo, muy poco creativa, destinada a gozar sin esfuerzo del escaso tiempo de ocio.