Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
Tags: #Historia
Las preferencias de las clases medias y de la clase obrera se inclinan por los bailes; la celebración de las fiestas del calendario, las propias del mundo obrero (especial relevancia alcanza el Primero de Mayo) o las nacionales instituidas por los gobiernos; la asistencia el sábado noche al music hall, los espectáculos del circo (en estos momentos alcanza su edad de oro), donde se muestran hechos extraordinarios, inauditos, que ayudan a superar las dificultades cotidianas; la salida el domingo al mar o al río; la presencia en ciertos espectáculos deportivos que han dejado de ser exclusivos de la aristocracia para convertirse en masivos, como el fútbol (la liga inglesa comenzó en 1889), el ciclismo (el primer Tour de France se disputó en 1903) o las carreras de automóviles, mientras que el resto de deportes mantuvo su carácter elitista y amateur. Las masas mostraron pronto sus preferencias hacia el cine, actividad controlada inicialmente por Francia, pero convertida pronto por las empresas norteamericanas en una industria creadora de los mitos y sueños necesitados por la población trabajadora. Frente a este conjunto de actividades tropezaron los intentos de las agrupaciones obreras por difundir entre el proletariado la lectura y los gustos estéticos, aunque entre las masas alcanzaron popularidad los folletines publicados en los periódicos, los semanarios ilustrados y las novelas cortas de aventuras y policíacas, género este último que comienza ahora con gran éxito, como pone de manifiesto la popularidad alcanzada por el personaje de Sherlock Holmes creado por A. Conan Doyle.
En la configuración de la incipiente cultura de masas tuvieron una parte considerable la extensión de la educación primaria, el nacionalismo propiciado por los gobiernos, la prensa periódica y las nuevas técnicas editoriales y de información. Todo ello facilitó la difusión entre amplias capas sociales de multitud de teorías e ideas y propició el acercamiento de amplios sectores sociales a la producción cultural, antes limitada al reducido ámbito de la elite. Los efectos de esta nueva situación fueron muy dispares, pues si bien contribuyó al enriquecimiento cultural de la población y al incremento del consumo de las producciones artísticas (éxito de los salones de pintura, ventas masivas de libros baratos, visitas a museos y bibliotecas…), también creó mucha confusión ideológica. La divulgación de determinadas teorías, como la idea del superhombre de Nietzsche, las apreciaciones eruditas expuestas por intelectuales de la talla de Ernest Renan sobre la desigualdad de los hombres y de las razas, el darwinismo social o el antisemitismo contribuyeron a la radicalización y a la revuelta de las masas contra el legado racionalista de las Luces. La "ideología de revuelta como califica A. Sternhell a este fenómeno, tuvo mucho que ver, una vez canalizada en la dirección interesada por el nacionalismo, en la predisposición de las masas a empresas aventuradas como la Guerra Mundial y a asumir, más tarde, opciones políticas como el fascismo.
La prensa es uno de los componentes más señalados de la cultura de masas y el medio que mejor la refleja. Las innovaciones técnicas en la industria de la comunicación y en las artes gráficas permitieron el abaratamiento de los periódicos, la mejora de su calidad informativa y de su presentación material, haciendo de ellos un objeto atrayente por la inclusión de fotografías, páginas en color e ilustraciones cómicas. La aparición de abundante publicidad comercial, incluyendo el anuncio de libros, espectáculos y acontecimientos deportivos, hizo rentable para las empresas editoras la impresión masiva de ejemplares. En todos los países desarrollados se incrementó la venta de periódicos. En las grandes ciudades europeas y norteamericanas la tirada de muchos de ellos superó los 100 000 ejemplares diarios e incluso algunos rondaron el Millón, como Le Petit Journal de París, el Daily Mail londinense o el alemán Bild Zeitung. El éxito de la prensa propició el surgimiento de nuevos cotidianos y semanarios ilustrados, hasta el punto de que incluso en las ciudades pequeñas se publicaban a la vez varios diarios y revistas. La emulación entre los editores por alcanzar el mayor volumen de ventas hizo que procuraran abaratar precios y ofrecer noticias y reportajes de carácter espectacular, incidiendo en lo extraordinario o lo escandaloso. Los reportajes sobre las guerras coloniales, las noticias sobre crímenes, grandes catástrofes o episodios sensacionales y los escándalos políticos y sociales ocupaban las páginas de estas publicaciones con preferencia sobre las noticias rigurosas o las colaboraciones literarias de calidad, aunque éstas también tuvieron cabida y buena parte de los escritores más conocidos de la época colaboraron con regularidad en los Periódicos. En general, la prensa contribuyó a ensalzar el espíritu nacionalista típico de este período y a exaltar a la opinión pública cuando se trataba de la defensa de los valores nacionales. En este punto no cabe hacer distinciones entre países, pues el fenómeno se registró de igual forma en aquellos que gozaban de estabilidad política, como Estados Unidos, donde la actuación de la prensa en defensa de los intereses norteamericanos no conoció límites, como se demostró durante la guerra contra España en 1898, y en los territorios comprometidos en la lucha por su emancipación política, como sucedió en los países balcánicos sometidos al Imperio turco, donde los periódicos y los periodistas se convirtieron en uno de los núcleos nacionalistas más combativos. A su vez, la prensa hizo mucho por la uniformización cultural en cada país, empezando por el lenguaje, de modo que se inició el retroceso de dialectos y hablas locales; aunque al mismo tiempo y como reacción a lo anterior, los periódicos regionales o los editados por minorías sometidas potenciaron las lenguas perseguidas por razones políticas publicando sus propios diarios y revistas.
Los periódicos suscitaron el interés cultural de las masas mediante informaciones y reportajes sobre la vida de los grandes escritores y la de los artistas (los «monstruos» de la escena y del cine) y no descuidaron la divulgación de noticias sobre avances científicos, en particular los que resultaban espectaculares o polémicas. De esta forma crearon una mentalidad que Paul Gerbod califica de «cientifismo rudimentario» y que contribuyó a extender entre amplias capas de población la valoración de la ciencia y a romper con la confianza popular en los remedios mágicos (curanderos, ensalmadores…) frente a las enfermedades y las calamidades. Por otra parte, la prensa influyó cada vez más en crear una opinión pública en materia política que fue alcanzando influencia sobre los gobiernos, en especial cuando se trataba de situaciones tensas con otros países o de la defensa del orgullo nacional. El clima belicista reinante en Europa en vísperas de la Guerra Mundial estuvo alimentado en buena parte por la prensa, aunque es cierto que ésta jugó asimismo un papel de concienciación a favor de la paz. En suma, la prensa actuó de forma dispar sobre la opinión pública y, dada la heterogeneidad de tendencias (casi todos los partidos políticos, incluyendo los socialistas, dispusieron de sus órganos periodísticos), contribuyó, en general, a la democratización de la vida pública.
La democracia liberal, consistente en la conciliación del principio de participación de los ciudadanos en la política y el reconocimiento de las libertades individuales, se convirtió a principios del siglo XX en el modelo político a imitar, aunque su extensión geográfica era aún reducida. En 1914 los países dotados de este sistema continuaban siendo aquellos en los que se había implantado durante el siglo XIX, con la añadidura de las posesiones británicas que habían adquirido el estatuto de «dominios». El Reino Unido, Francia y Estados Unidos eran considerados el paradigma de este modelo político, establecido asimismo, con más o menos amplitud, en Italia, Bélgica, Holanda, Portugal, España, Suecia y los «dominios» británicos: Canadá, Unión Sudafricana, Australia y Nueva Zelanda. A finales del siglo XIX se generalizó el convencimiento de que había llegado el momento de democratizar la vida política, idea que caló de modo especial en los medios burgueses y en los sectores más instruidos de la sociedad europea. Una nación no se consideraba moderna, y por tanto en condiciones de alcanzar prestigio internacional, si no disponía —al menos formalmente— de las instituciones políticas propias de la democracia liberal. Esta tendencia general favoreció la implantación de formas democráticas en aquellos países que gozaban de prosperidad económica pero mantenían regímenes de carácter autoritario, como Alemania, el Imperio Austro-Húngaro y Japón. También en Rusia las escasas clases medias y una parte de la aristocracia intentaron adaptar las estructuras autocráticas a la democracia occidental, pero su propósito se resolvió en fracaso, a pesar de las concesiones formales del zar tras la revolución de 1905. Los países de América Central y del Sur prosiguieron bajo sistemas políticos autoritarios o sólo incipientemente democráticos, y el resto del mundo, es decir, buena parte del planeta, continuó sometido a la dependencia de las metrópolis y no contó en absoluto desde el punto de vista político. No obstante, en los países americanos, donde una aristocracia terrateniente dominaba sobre la masa de campesinos analfabetos, surgieron en estos años minorías progresistas con mentalidad burguesa que lucharon contra los regímenes caudillistas con el objetivo de transformarlos en sistemas democráticos.
A pesar del éxito del modelo, todavía la democracia liberal quedaba circunscrita a aquellos países que habían conocido la revolución industrial y contaban con una burguesía desarrollada y unas clases medias deseosas de tomar parte efectiva en la vida política. Las exigencias de estos sectores sociales obligaron, desde finales del siglo XIX, a profundizar en la democratización de las instituciones y a ampliar los cauces de la participación popular. El sistema democrático liberal, en consecuencia, experimentó un notable avance a comienzos del siglo, aunque al mismo tiempo se manifestaron desequilibraos y signos preocupantes sobre su evolución futura.
La participación política se amplió mediante el establecimiento del sufragio universal masculino, si bien quedó muchas veces desvirtuado en la práctica a causa de manipulaciones múltiples y de las limitaciones de edad para votar (en la mayoría de países sólo tenían derecho a voto los varones mayores de 25 años). Francia contaba con este sistema de votación desde 1848 y en Alemania se estableció, sólo de manera formal, en 1871, pero en la década de los noventa se generalizó por Europa: España en 1890, Bélgica en 1893, Noruega en 1905, la parte austríaca del Imperio Dual en 1906, Suecia en 1909 e Italia en 1912. En el Reino Unido no se implantó este tipo de sufragio hasta 1918, pero la reforma electoral de 1884 había incrementado notablemente la población con derecho a voto. La universalidad del sufragio, con todo, fue muy relativa, pues en general tina tercera parte de la población masculina quedó privada de este derecho, del que además continuaron completamente marginadas las mujeres, es decir, más del 50% de la población real, salvo en Finlandia y Noruega, donde se les reconoció el derecho a votar en 1906 y 1913, respectivamente, y en los dominios británicos de Nueva Zelanda (1893) y Australia (1902). Esto propició el "movimiento sufragaste: la lucha de las mujeres por lograr el derecho al voto. A comienzos del siglo XX el sufragismo adquirió notable presencia en la vida pública de los países más avanzados, gracias al impulso de Emmeline Pankhurst en el Reino Unido y a la constitución por doquier de sociedades femeninas. El movimiento fue objeto de una dura represión policial y muchas de las activistas pasaron con frecuencia por las cárceles. El sufragismo era consecuencia del desarrollo de la sociedad de masas y se sustentaba en teorías surgidas en la segunda mitad del siglo anterior, como la expresada por John Stuart Mill en su libro La sujeción de la mujer (1869), que negaba todo fundamento racional para establecer diferencias legales por razón de sexo.
El mantenimiento de la discriminación legal y profesional de la mujer y la negación de cualquier derecho político a las poblaciones sometidas al dominio colonial son por sí mismas razones de peso para relativizar el avance democrático al que nos referimos. No obstante, éste fue apreciable en los países desarrollados. En todos ellos se ampliaron las libertades formales, sobre todo las de prensa y asociación, lo que permitió una efectiva libertad de expresión y la creación de asociaciones y partidos políticos socialistas, hecho que facilitó la incorporación a la vida política de los obreros, cuyos representantes consiguieron entrar en los parlamentos, aunque en la mayoría de los países en número muy reducido. La vida parlamentaria se hizo cada vez más democrática gracias a la progresiva tendencia a dotar a las cámaras bajas de mayores poderes, en detrimento de los senados o cámaras altas, lugar de dominio exclusivo de las clases aristocráticas tradicionales. Y, ante todo, se ampliaron las funciones sociales y económicas del Estado.
Los Estados impulsaron el sistema público de educación primaria iniciado en la centuria anterior y poco a poco alcanzó notable extensión social y en algunos lugares, como en Francia, gran calidad. No obstante, prosiguió la discriminación, pues la enseñanza secundaria, paso previo para el acceso a los estudios universitarios, tuvo una implantación geográfica muy limitada y continuó mayoritariamente en manos de asociaciones o empresas privadas (en los países con mayoría católica predominaron en este sector las órdenes religiosas). Por consiguiente, sólo llegaron a las universidades los hijos de las familias más acomodadas. Del extraordinario desarrollo de las universidades europeas, sobre todo las alemanas, británicas y francesas, convertidas en auténticos centros del saber, no pudieron beneficiarse directamente los obreros ni la población de clase media con menos recursos, de ahí que los altos cargos políticos y de la administración estatal, así como los cuadros directivos de las grandes empresas y las profesiones liberales socialmente mejor consideradas continuaran ocupadas por los hijos de la alta burguesía y de la aristocracia tradicional. Antes de la Guerra Mundial no hubo, en consecuencia, una renovación cualitativa apreciable en el personal dirigente y por esta razón resultaba en ocasiones muy conflictivo el contraste entre las exigencias de las masas y la disposición de la elite gobernante a atenderlas. Esto explica la virulencia política de la época y la radicalización de determinados sectores de las clases medias, hasta ahora poco problemáticos para los poderes políticos.