Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Diversas circunstancias hicieron que la caza de brujas fuera remitiendo a partir de 1953. La tensión internacional, que tanto había contribuido al éxito del macartismo, empezó a disminuir con la firma del armisticio en Corea. Influyó también el nivel de degradación moral que había alcanzado la persecución al supuesto enemigo interior. Por último, el propio McCarthy contribuyó decisivamente a su descrédito al llevar hasta extremos insostenibles su paranoia anticomunista cuando exigió una investigación a fondo en las Fuerzas Armadas norteamericanas. La presencia de las cámaras de televisión permitió a una parte de la opinión pública seguir el desarrollo de las últimas sesiones de la subcomisión del Senado, en las que miembros del alto mando militar se enfrentaron abiertamente a McCarthy. Tampoco prosperaron los intentos del senador de Wisconsin de llevar a cabo una purga en el interior de la CIA, donde tenía la sospecha de que anidaba un peligroso grupo de «rojos» y «homosexuales». A lo largo de 1954 se hizo patente su progresivo aislamiento político y social, más allá de una extrema derecha incondicional a McCarthy, que, como él, había perdido el sentido de la realidad. Su carrera política, y con ella el fenómeno al que había dado nombre, terminó cuando en diciembre de 1954 su conducta mereció la reprobación del Senado, en una decisión sin precedentes. Sin embargo, como dijo alguien, el sistema condenó a McCarthy, pero absolvió al macartismo (Saunders, 1999, 209-21l). La mejor prueba de ello sería la brillante carrera política que el destino reservaba a dos jóvenes personales que habían tomado parte activa en la caza de brujas: Richard Nixon y Ronald Reagan.
Los últimos ocho años de la vida de Stalin, hasta su muerte en 1953, señalaron el apogeo de su prestigio personal dentro y fuera de la Unión Soviética, al capitalizar en su figura el sufrimiento del pueblo ruso durante la guerra y el protagonismo del Ejército rojo en la victoria sobre el III Reich. En el interior de la URSS, el reforzamiento del liderazgo de Stalin facilitó la reconstrucción acelerada del país a partir de nuevos sacrificios impuestos a la población. El objetivo prioritario era relanzar la industria pesada, pues la Guerra Fría exigía una rápida modernización de las Fuerzas Armadas y hacía si cabe más acuciante la superación del atraso económico de la URSS respecto a los países industrializados del mundo occidental. Entre las principales realizaciones asociadas al IV Plan quinquenal estará la fabricación de los primeros tanques T 54, que pasarán a la historia por su papel en la represión de la rebelión húngara de 1956, y de los aviones a reacción Iliuchin 28 y Mig 15. En todo caso, con el IV Plan y, sobre todo, con el V Plan quinquenal, la economía soviética dio un salto de proporciones históricas. Los 70 millones de toneladas de petróleo de 1954 doblaban la cifra de 1946. La misma evolución se aprecia en la producción de acero y electricidad. Sólo la agricultura tenía grandes dificultades para recuperar su nivel de producción de la preguerra. Por otra parte, el éxito de la primera prueba nuclear soviética en 1949 pondría de manifiesto el rápido desarrollo alcanzado por la investigación científica aplicada a la industria de guerra, pues aunque en el programa nuclear soviético trabajaron inicialmente doscientos cincuenta científicos alemanes, el plan de formación de técnicos y especialistas soviéticos —cuatro millones de nuevos licenciados y diplomados entre 1948 y 1955— permitió a la URSS disponer de un capital humano inagotable, cuya cualificación se pondría a prueba con éxito en los grandes desafíos tecnológicos de la Guerra Fría (Miquel, 1999, 45-46). El talón de Aquiles de la economía soviética, como denunciaría años después Kruschef, seguirá siendo la agricultura, y así lo fue, seguramente, hasta la desaparición de la URSS.
Entre las consecuencias que el fin de la guerra tuvo en la política interior rusa hay que destacar los movimientos de población derivados de los cambios fronterizos de la posguerra y de la absorción por la URSS de nuevos y viejos territorios, como los antiguos Estados bálticos. Sólo de estos últimos fueron deportadas a la Rusia asiática más de medio millón de personas, contingente al que hay que sumar varios cientos de miles de habitantes de otras repúblicas, como Ucrania y Georgia, cuya población era sospechosa de complicidad con los nazis. Además de esta represión masiva e indiscriminado, hubo una persecución más selectiva, al viejo estilo de las purgas de los años treinta, dirigida contra intelectuales, ingenieros, médicos —proceso de las «batas blancas» de 1952 y cuadros del partido —. Los judíos tuvieron también una parte muy destacada entre las víctimas de las últimas purgas estalinistas. Las cifras de deportados de todo tipo en Siberia, en la red de campos de concentración conocida como Archipiélago Gulag, oscilarían, según las fuentes, entre cuatro millones y doce millones de personas en vísperas de la muerte de Stalin.
La evolución de los países del centro y Este de Europa sometidos a la ocupación soviética dependió en parte de circunstancias internas, como la tradición política anterior a la guerra, el arraigo del comunismo y el protagonismo partisano en la liberación, principalmente en Yugoslavia. Sólo en Checoslovaquia y Bulgaria el Partido Comunista tenía un respaldo social significativo, en este último caso debido en parte al enorme prestigio del antiguo dirigente de la III Internacional, Georgi Dimitrov, al que los nazis habían acusado del incendio del Reichstag alemán en 1933. Dimitrov fue nombrado presidente del gobierno provisional en 1944 y, una vez abolida la Monarquía e instaurado el comunismo, se convertiría en el hombre fuerte del régimen hasta su muerte en 1949. En cambio, en Rumania, el salto que experimentó la afiliación al Partido Comunista —de un millar de militantes en vísperas de la guerra a 710 000 en 1947— muestra a las claras el carácter forzado y hasta cierto punto artificial que tuvo la implantación del comunismo. Un factor, asimismo, de notable importancia, que no se dio en ningún país de Europa occidental, fue la reubicación de las respectivas poblaciones con arreglo a las nuevas fronteras establecidas en Yalta o impuestas defecto por los rusos. Hubo que depurar, además, las responsabilidades de las antiguas elites gobernantes, cómplices del III Reich durante la guerra. En el caso de Bulgaria, la responsabilidad afectaba a la cúpula del Estado y hacía casi inevitable la caída de la Monarquía, consumada en 1946. Los intereses geoestratégicos de la URSS, parecidos en este punto a los del antiguo Imperio zarista, por ejemplo, en relación con Polonia y los Balcanes o en su papel tutelar sobre los pueblos eslavos, iban a interferir también dramáticamente en el futuro de aquellos países que quedaron en su órbita de influencia.
Dentro de esa relativa diversidad, hubo una tendencia general en la inmediata posguerra a la formación de gobiernos de amplia base, con participación comunista y de diversas fuerzas burguesas y antifascistas. Esa fase unitaria y pluralista, legitimada en algunos países por elecciones relativamente libres, terminó entre 1947 y 1948, cuando, con el respaldo de la URSS y a menudo incitados por ella, los comunistas decidieron desplazar del poder a las otras fuerzas políticas e instaurar regímenes de democracia popular, es decir, de partido único, en ocasiones camuflados en una falsa pluralidad de grupos políticos afines. Paradigma de esa transición violenta de un régimen representativo a una dictadura comunista fue el golpe de Estado que tuvo lugar en Checoslovaquia en febrero de 1948. El golpe de Praga, de gran impacto internacional, llevó al poder al comunista Clement Gottwald y forzó la dimisión del histórico presidente E. Benes, al que, en su anterior mandato presidencial, le había tocado ya asistir al desmembramiento de Checoslovaquia en 1938. La consolidación del régimen estalinista en los años siguientes trajo consigo, como en otros países de la órbita soviética, no sólo la eliminación de las fuerzas opositoras, sino también una profunda depuración del propio Partido Comunista. Se calcula que unos 50 000 cuadros y dirigentes del partido fueron víctimas de este proceso en los primeros años del nuevo régimen, entre ellos el secretario general y ex viceprimer ministro Rudolf Slansky, ahorcado en diciembre de 1952. El hecho de que las frecuentes ejecuciones en Checoslovaquia coincidieran con la condena a muerte del matrimonio Rosenberg en Estados Unidos ha sido subrayado como muestra de la desigual intensidad que la represión característica de esta fase de la Guerra Fría alcanzó a uno y otro lado del telón de acero, así como de la doble moral de un sector de la izquierda occidental, activamente movilizado en defensa de los Rosenberg e indiferente a la suerte de los disidentes comunistas ejecutados en Checoslovaquia (Saunders, 1999, 181). El balance final de las purgas desatadas en la Europa del Este entre 1948 y 1952 se cifra en una depuración del 25% de los militantes de los partidos comunistas, detenidos, procesados o simplemente expulsados del partido, aunque en Hungría y Checoslovaquia las purgas pudieron afectar al 40% de sus efectivos (Veiga, Da Cal y Duarte, 1998, 71; Droz y Rowley, 1987, 163). Un gran conocedor del tema como F. Fejto ha llegado a confesar su incapacidad para discernir las motivaciones reales por las que fue represaliada la mayoría de estos militantes y dirigentes. En algunos casos, se trataba de intelectuales de formación occidental, y, como tales, ideológicamente sospechosos, pero, en otros, las víctimas eran burócratas leales a Moscú y al antiguo Komintern. La conclusión de Fejto es que en todas las decisiones del Kremlin hubo siempre un componente arbitrario y misterioso que hacía más temible su poder (Fejto, 1979, 255-257). Resulta fácilmente comprensible, por ello, que la trayectoria de la mayoría de los regímenes comunistas del centro y el Este de Europa estuviera presidida, desde principios de los años cincuenta, por la perfecta sintonía con Moscú y un inquebrantable monolitismo.
La política económica de los países del Este siguió patrones parecidos. A partir de 1945, se llevó a cabo en todos ellos una profunda reforma agraria, que supuso la transferencia al pequeño campesinado de 12 millones de hectáreas expropiadas a sus antiguos propietarios, ya fuera la Iglesia, la aristocracia terrateniente o la gran burguesía agraria. La popularidad obtenida de esta forma por los gobiernos provisionales instaurados tras la liberación entre un campesinado ávido de tierras se fue esfumando con la posterior colectivización impuesta por las democracias populares. Las otras fuentes de riqueza fueron rápidamente nacionalizadas y sometidas a una gestión centralizada por parte del Estado. En 1948, el sector industrial se encontraba ya estatalizado en su totalidad, salvo en Alemania Oriental. Esta política de choque tuvo efectos muy positivos en la reconstrucción de los países de esta parte de Europa, cuyas economías quedaron insertas en un amplio entramado de acuerdos comerciales con la URSS, antes incluso de que llegara a constituirse el COMECON. Así, en 1946 el 91,1% de las importaciones de Bulgaria procedían de la Unión Soviética, y el 66% de las exportaciones estaban destinadas a ella. El caso de Checoslovaquia, que en 1946 mantenía estrechas relaciones comerciales con Estados Unidos, es revelador, en cambio, del status todavía incierto de este país centroeuropeo respecto a los dos bloques en formación (Fejto, 1979, 179-181). En general, el despegue económico en los países comunistas fue algo más lento que en Europa occidental, pero registró una fuerte aceleración a partir de 1950, con tasas de crecimiento anual que oscilaron entre el 4,1% de Hungría y el 7,1% de la República Democrática Alemana. Cerca de esta última se situaban Bulgaria (6,4%), Checoslovaquia (5,7%), Polonia (6,2%), Rumania (6,3%) y Yugoslavia (6,4%). Si incluimos la economía soviética en el conjunto de la Europa del Este, la tasa media de crecimiento de los países comunistas entre 1950 y 1960 fue del 7,6%. El desarrollo industrial, verdadera obsesión histórica del comunismo soviético, registró también magnitudes muy estimables, que permitieron acortar significativamente el atraso de algunos de estos países respecto a los de Europa occidental. No cabe duda: desde el punto de vista económico, los años cincuenta fueron la edad dorada del socialismo real, si bien, a diferencia de lo ocurrido al otro lado del telón de acero, los frutos del desarrollo económico llegaron muy atentados a la población, cuyos niveles de renta seguían claramente por debajo de los parámetros occidentales. Todavía a mediados de los sesenta, el consumo per cápita en Alemania Oriental y Checoslovaquia —los dos países más desarrollados de la zona— equivalía al 60% del de la RFA (Aldcroft, 1989, 255-262).
Caso aparte, que rompe con la monotonía del paisaje político de los países comunistas, fue la nueva Yugoslavia surgida de la victoria sobre el nazismo bajo el liderazgo indiscutible del mariscal Josip Tito. Con la proclamación de la República en noviembre de 1945, se inició la construcción de un Estado federal que englobaría seis repúblicas dotadas de Parlamento, Consejo ejecutivo y Tribunal supremo y que, durante algún tiempo, resolvería con notable éxito el difícil encaje de los distintos pueblos de la región. Sendas leyes de 1950 y 1953, la primera sobre la libre elección de los consejos obreros en las empresas y la segunda sustituyendo la colectivización forzosa de la tierra por cooperativas de campesinos, acabarían de perfilar las características singulares del régimen comunista presidido por Tito, basado en la descentralización política y en la autogestión económica. Para entonces, sus discrepancias con Stalin habían llevado ya al régimen soviético y a la nueva Internacional, el Kominform, a condenar el titoísmo como una desviación inadmisible de los principios del marxismo-leninismo (1948). Amparado en la distancia que le separaba de la URSS y en la ausencia de tropas soviéticas en su territorio, Tito pudo desarrollar desde entonces su propia vía al socialismo, además de practicar una política exterior relativamente autónoma, que haría de él uno de los principales líderes de los países no alineados. La ruptura con Moscú le valdría, asimismo, una generosa ayuda económica y militar por parte de Estados Unidos, que intentó favorecer la estabilidad de un régimen socialista cuya independencia de la URSS tenía un alto valor estratégico para el bloque occidental en una zona tradicionalmente caliente como los Balcanes.
Esta primera etapa de la Guerra Fría y de la construcción del socialismo real estaría incompleta sin una referencia al triunfo comunista en la guerra civil que vivía China desde 1946. En realidad, el conflicto se remontaba a la década anterior, si bien la invasión japonesa en 1937 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial impusieron durante unos años un forzado paréntesis en el largo enfrentamiento entre el ejército nacionalista del Kuomintang que dirigía el general Chiang Kai-shek y el ejército comunista liderado por Mao Tse-tung. La victoria final de este último y el nacimiento de la República Popular en 1949 representaban la incorporación al bloque comunista de un país con quinientos millones de habitantes, en su mayor parte campesinos, y la instauración en Asia de un régimen comunista que habría de tener una fuerte influencia en el resto del continente, en pleno proceso descolonizador. En Occidente, el cambio producido en China se percibió como una nueva advertencia sobre el incontenible avance del comunismo en el mundo.