Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (43 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La guerra fue ganada, finalmente, por quienes dispusieron de un mayor potencial demográfico y económico. La demografía resultó esencial debido a que los ejércitos participantes eran ejércitos de masas y fue necesario conseguir un equilibrio entre la población destinada al servicio de las armas y la empleada en la producción agraria e industrial. Los aliados tuvieron en este punto una clara ventaja, pues sólo entre el Reino Unido, Francia, Estados Unidos y la URSS sumaban en 1939 un total de más de 311 millones de habitantes, mientras Alemania, Italia y Japón no llegaban a 200. Los países del Eje recurrieron a mano de obra extranjera en régimen de semiesclavitud, pero a pesar de todo no pudieron superar la mejor preparación y la productividad de los trabajadores de los países aliados, en especial los de Estados Unidos. Por otra parte, la disponibilidad de recursos energéticos y de materias primas y la producción agraria fueron siempre más favorables en los países aliados que en el bloque enemigo, a pesar del territorio dominado por éste y de la política de aprovechamiento total de los recursos ajenos. La producción de guerra alemana y japonesa se basó en las importaciones de metales y minerales, cosa que no ocurrió en el bando contrario. La diferencia del potencial económico, visible en las estadísticas de producción de la época, queda perfectamente corroborada por hechos concretos. Así, la empresa Ford creó una nueva fábrica capaz de producir un avión bombardero cada hora y un solo astillero también norteamericano proporcionaba un nuevo barco cada 14 días (Parker, 1998, 177). Aunque el esfuerzo alemán por mantener la producción de armamento fue extraordinario, en los últimos meses del conflicto era patente la imposibilidad de mantenerlo por mucho tiempo, y en cuanto a Japón, pronto se demostró que no estaba en condiciones de reponer el armamento al mismo ritmo que iba siendo destruido en el campo de batalla.

6 El comienzo de la Guerra Fría (1945-1953)
6.1. El fin de la alianza y los orígenes de la bipolaridad

La conferencia de Potsdam, celebrada entre julio y agosto de 1945 en esta ciudad alemana próxima a Berlín, formalizó la transición entre la antigua alianza contra el Eje y el enfrentamiento Este/Oeste propio de la Guerra Fría. Mucho habían cambiado las cosas desde la última reunión de los tres grandes en Yalta en el mes de febrero. El III Reich había sido definitivamente derrotado en Europa y Estados Unidos estaba a punto de culminar con éxito el proyecto Manhattan, que le permitiría poner fin a la guerra contra Japón con el uso de la bomba atómica e iniciar la nueva era mundial con las garantías que le daba disfrutar del monopolio de la nueva arma. Por su parte, la Unión Soviética, que salió, lo mismo que su líder, Josef Stalin, notablemente reforzada de la guerra, empezaba a practicar en el Este de Europa una política de hechos consumados que convertiría a la URSS en potencia hegemónico en Europa central y oriental. Su decisiva contribución a la victoria sobre el Eje agrandaría aún más su prestigio como referente de una extensa y heterogéneo amalgama de fuerzas progresistas repartidas por todo el mundo, entre ellas, buena parte de la antigua resistencia antifascista, un sector no desdeñable de la inteligencia occidental, amplios sectores del movimiento obrero y las elites dirigentes de las fuerzas anticolonialistas surgidas en lo que muy pronto se conocería como Tercer Mundo.

Sin enemigo común a la vista —la caída de Japón parecía inminente—, la vuelta a la confrontación entre capitalismo y comunismo característica del período de entreguerras era cuestión de poco tiempo, si es que no se había producido ya. Desde, por lo menos, finales de marzo, Churchill desconfiaba de las verdaderas intenciones de los rusos en el asalto final sobre el III Reich. Pero el escenario y el contexto internacional no era lo único que había cambiado desde la cumbre de Yalta. De los tres protagonistas de esta última, sólo Stalin participaría hasta el final en la conferencia de Potsdam. Roosevelt había muerto el 12 de abril de una hemorragia cerebral. Su sucesor, Harry Truman, que llevaba tan sólo cinco meses como vicepresidente y había tenido muy poco trato con el difunto presidente, carecía prácticamente de experiencia política más allá de su feudo personal de Missouri y de su breve etapa como presidente de un comité del Senado. Por su falta de carisma y su estilo llano y pragmático, se le ha considerado el “anti-Roosevelt “, aunque tardó muy poco en mostrar una especial habilidad y firmeza en el manejo de los resortes del poder.

El otro gran líder de la alianza antifascista, el premier Winston Churchill, fue relevado como representante británico en el transcurso de la cumbre de Potsdam por el dirigente laborista Clement Attlee, vencedor de las elecciones generales celebradas en el Reino Unido a finales de julio. Así pues, los dos mandatarios occidentales encargados de negociar con Stalin los últimos flecos del orden mundial surgido tras la guerra partían con la indudable desventaja de su inexperiencia en esas lides. Las imágenes filmadas durante el desarrollo de las sesiones coinciden con la sensación que habría de dejar aquel encuentro: mientras Stalin se movía a sus anchas en torno a la gran mesa redonda, dando una imagen de tranquilidad y suficiencia, o se sentaba relajado y ausente en su butaca, confiado en el buen hacer de su nutrida delegación, Truman mostraba mayor soltura de la que cabía esperar de su impericia y el nuevo premier británico Attlee se comportaba con una torpeza en sus gestos y movimientos que delataba tanto su incomodidad y desconcierto como la debilidad de su posición. El intento de Truman, recogido por las cámaras, de conseguir un apretón de manos entre Attlee y Stalin se vio frustrado por la notoria falta de interés del líder soviético, cuya actitud desdeñosa hacia el nuevo premier británico era un fiel reflejo de la escasa relevancia que atribuía a este recién llegado y, probablemente, al país que representaba. Del reportaje cinematográfico de la conferencia de Potsdam podían desprenderse, pues, varias impresiones, que el tiempo no tardaría en confirmar: el dominio de la situación que ejerce Stalin, consciente de la fuerte revalorización de su papel a escala mundial; el irreversible debilitamiento de Gran Bretaña como potencia mundial, sumida en una profunda crisis de liderazgo y obligada a afrontar la liquidación de su imperio colonial, y la imagen resuelta de Truman, que cuenta en Potsdam con la decisiva baza que suponía para Estados Unidos disponer, de momento, del monopolio de la bomba atómica. Indudablemente, la humanidad entraba en un período histórico en el que, por primera vez, los principales centros de poder se situaban fuera de la vieja Europa. La existencia de esas imágenes sobre la conferencia de Potsdam tiene asimismo un valor sintomático de uno de los rasgos esenciales de la segunda mitad del siglo: la omnipresencia de los modernos medios de comunicación en los grandes acontecimientos históricos, un hecho definitorio de la civilización del siglo XX, al que los principales mandatarios mundiales tardaron todavía en acostumbrarse, como demuestra la espontaneidad con la que Stalin, Truman y Attlee actuaron ante las cámaras instaladas en el gran salón en el que se celebraron las sesiones plenarias.

A diferencia de lo ocurrido en Yalta —acuerdos sobre la desnazificación, sobre las futuras fronteras europeas, sobre la división de Alemania y sobre la creación de la ONU, entre otros—, Potsdam terminó sin resoluciones concretas en la mayoría de los temas, probablemente porque la fase del consenso entre los tres grandes había terminado para siempre y porque las bases para el nuevo orden mundial habían quedado ya fijadas en la cumbre anterior. Se materializaron las fórmulas de ocupación y administración por los aliados del antiguo territorio del Reich, pero el compromiso de redactar un tratado de paz con Alemania quedó finalmente en nada. La fijación de las nuevas fronteras de Polonia, claro reflejo de la política de hechos consumados Soviética, fue debatida sin ningún resultado y puso de manifiesto el conflicto de intereses que, en el período histórico que se inauguraba, iba presidir las relaciones entre los antiguos aliados.

Aunque la puesta en marcha de la nueva Organización de las Naciones Unidas, tras la firma del Acta fundacional (junio de 1945), y el desarrollo del proceso de desnazificación en Alemania según lo acordado por las potencias ocupantes (juicio de Núremberg, 1945-1946) indicaban todavía la inercia del consenso en ciertas cuestiones básicas, los meses siguientes a la finalización de la guerra registraron una alarmante proliferación de conflictos. Cuestiones como el futuro de los Balcanes, tanto de Yugoslavia como, especialmente, de Grecia, en plena guerra civil entre las fuerzas monárquicas pro-occidentales y la guerrilla republicano-comunista ELAS, la resolución de la crisis de Irán, un país de alto valor estratégico ocupado parcialmente por tropas rusas, británicas y, finalmente, norteamericanas, así como el progresivo deslizamiento de los países de Europa central y oriental hacia gobiernos con predominio comunista ponían de manifiesto un agudo antagonismo Este/Oeste plasmado en un escenario de confrontación que la crisis berlinesa de 1948-1949 situaría ya en un punto de no retorno.

La conciencia de guerra fría y la aparición de un lenguaje ad hoc son anteriores, sin embargo, al bloqueo de Berlín. El 5 de marzo de 1946, Churchill pronunciaba en la Universidad de Fulton, Missouri, una conferencia que se haría célebre por la utilización por primera vez de la expresión telón de acero (en realidad, iron curtain: cortina de hierro) como metáfora de la división de Europa a uno y otro lado de una línea imaginaria que iría de la ciudad de Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, más allá de la cual se localizarían los países europeos encuadrados en lo que el ex premier británico llamó la esfera soviética. Por esas mismas fechas, George Kennan, embajador norteamericano en Moscú, remitía al Departamento de Estado un largo telegrama de ocho mil palabras defendiendo la adopción por Estados Unidos de una política activa de contención del expansionismo soviético. La llamada doctrina de la contención —o doctrina Truman, como también sería conocida— fue inmediatamente asumida por el presidente norteamericano como eje de una política beligerante en las relaciones Este/Oeste, cuyo objetivo debía ser impedir que la Unión Soviética siguiera ganando posiciones en el tablero mundial. La debilidad de las viejas potencias europeas, evidenciada por Gran Bretaña en su desafortunado papel en la guerra civil griega y en la crisis iraní, obligaba a Estados Unidos, según Truman, a desempeñar un liderazgo que, por lo demás, iba en contra de su tradición aislacionista: «Estoy convencido —afirmó en un discurso ante el Congreso en marzo de 1947— de que corresponde a Estados Unidos sostener a los países libres cuando rechazan someterse a minorías armadas o a presiones externas».

No está tan claro el origen de la expresión guerra fría. Se suele considerar al periodista norteamericano Walter Lippmann, autor en 1947 de un libro titulado La guerra fría, el principal divulgador, ya que no el creador, del concepto (Villares y Bahamonde, 2001, 317), atribuido también al periodista Herbert B. Swope (Kaspi, 1998, 381). Pero algunos autores lo registran mucho antes, en contextos que nada tienen que ver con el enfrentamiento Este/Oeste de la segunda mitad del siglo XX. Lo empleó, parece que por primera vez, el histórico dirigente del socialismo alemán Eduard Bernstein en un libro aparecido en 1893, es decir, en plena paz armada, cuando la carrera de armamentos y la hostilidad de las grandes potencias de la época habían conseguido crear una paradójica situación de guerra fría: «No hay disparos, pero corre la sangre». Ya en su acepción actual, figura en un artículo de prensa del escritor George Orwell publicado en octubre de 1945 (Thomas, 1988, 559). En torno a este concepto central y junto a otras fórmulas ya comentadas pertenecientes a la terminología occidental telón de acero, países satélites, mundo libre, contención…, el vocabulario de la Guerra Fría se ampliará en los años siguientes con términos y metáforas que, como iremos viendo, muestran no sólo la adaptación del lenguaje de la época a la evolución de los acontecimientos, sino también el rico imaginario colectivo creado por el miedo a una guerra total y al consiguiente holocausto atómico: destrucción mutua asegurada, efecto dominó, equilibrio del terror, teléfono rojo, disuasión o distensión serán algunas de las expresiones más representativas del lenguaje internacional en la segunda mitad del siglo.

El fin del eurocentrismo, vislumbrado por el geógrafo francés Albert Demangeon en 1920 y consumado a partir de 1945, sería una de las consecuencias del enfrentamiento planetario entre Estados Unidos y la Unión Soviética que marcó la historia de la humanidad durante las décadas siguientes. Aunque resulten evidentes las razones ideológicas del conflicto, dada la incompatibilidad entre los sistemas representados por una y otra potencia, son numerosos los testimonios de políticos e historiadores del siglo XIX sobre el carácter ineluctable de un gran enfrentamiento por la hegemonía mundial entre Estados Unidos y Rusia, mucho antes de que el triunfo del comunismo en 1917 proporcionara a este último país una coartada ideológica que diera cobertura a sus pretensiones hegemónicas. Alexis de Tocqueville, Karl Marx y Adolphe Thiers son algunas de las personalidades del siglo XIX que advirtieron de la posibilidad de que, ante el inexorable declive de Europa occidental, el poderío territorial y demográfico de Estados Unidos y Rusia abocara a estos dos países a una rivalidad que podía tener efectos devastadores para el futuro de la humanidad (Thomas, 1988, 559; Fontaine, 1967,I, 15, 279 y 377; Powaski, 2000, 11-12).

El mundo vivió sobrecogido la imparable escalada de la tensión entre las dos superpotencias a partir, sobre todo, de 1948. A la decisión de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia de impulsar la creación de un Estado alemán con unas instituciones políticas análogas a las de las democracias parlamentarias y de unificar los tres sectores occidentales de Berlín respondió la Unión Soviética con el bloqueo de la zona occidental de la antigua capital del Reich, que quedó como un enclave aislado en el territorio germano-oriental controlado por la URSS. La puesta en marcha de un espectacular puente aéreo por parte de la aviación anglo-norteamericana permitió abastecer la ciudad durante todo el tiempo que duró el bloqueo soviético —de junio de 1948 a mayo de 1949— y supuso un gran éxito propagandístico de los ocupantes occidentales, capaces de llevar a cabo una operación de elevado coste y notable dificultad logística. Baste decir que, a principios de 1949, se transportaban 10 000 toneladas diarias de suministros, cuando las necesidades mínimas de la población eran de unas 4000, y se realizaba un despegue o aterrizaje cada minuto y medio (Velga, Da Cal y Duarte, 1998, 74-75). El bloqueo de Berlín contribuyó asimismo a mejorar la imagen de americanos e ingleses entre los alemanes y de estos últimos ante un sector de la opinión pública occidental, que empezó a verlos más como víctimas del expansionismo ruso que como responsables de la Guerra Mundial. Con el nacimiento de la República Federal Alemana y de la República Democrática Alemana (1949) y la definitiva partición de Berlín quedó fijada una situación que sería inexplicable fuera de la lógica de la bipolaridad, en virtud de la cual Alemania —como Corea, el Sudeste asiático, Oriente Medio y el Caribe— se convertía en uno de los principales frentes del conflicto Este/Oeste. La construcción del muro de Berlín en 1961 añadiría mayor dramatismo al papel de la antigua capital alemana como símbolo de la Guerra Fría.

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