Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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El blanco y negro de la televisión, impuesto por las limitaciones técnicas del medio, desempeñará, en general, una función socializadora del bienestar que la posguerra traerá a la sociedad norteamericana, dentro de la natural diversidad de los contenidos canalizados a través del nuevo medio, desde la información hasta el puro entretenimiento. Como elemento de comparación entre las visiones del mundo, hasta cierto punto diferentes, que transmitían la televisión y el cine, cabe recordar que la sociedad de la posguerra pudo conocer la realidad del holocausto gracias a los reportajes cinematográficos sobre la liberación de los campos de concentración rodados por los aliados y emitidos en 1945 en los noticiarios que precedían a las películas, mientras que el primer gran acontecimiento transmitido en directo por la televisión inglesa y francesa fue la boda de la reina Isabel de Inglaterra en 1947. El medio televisivo será, de momento, la expresión del lado más amable de la realidad y, por encima de todo, el símbolo del bienestar de las clases medias occidentales en la posguerra. Un bienestar que llegará a Europa con algún retraso respecto a Estados Unidos y que guardará estrecha relación con los cambios en las estructuras sociales y económicas, introducidos desde los años treinta y acelerados durante la guerra, así como con los últimos logros de la revolución científica y técnica y su aplicación en la industria civil y en la atención sanitaria, que, gracias a la generalización de la Seguridad Social y a los descubrimientos médicos de la Guerra Mundial, como la penicilina o la estreptomicina, permitió un aumento significativo en la esperanza de vida en los países occidentales. La revolución de los electrodomésticos contribuirá a trasladar a la vida cotidiana, a través de la mecanización de las tareas del hogar, algunas de las innovaciones técnicas que marcarán la historia de la segunda mitad del siglo y que tendrán en la industria militar y en la carrera espacial su principal banco de pruebas.
Una comparación, siempre arriesgada en estos términos, entre la primera y la segunda mitad del siglo XX mostraría a partir de 1945 un cierto estancamiento de las artes y las letras, que, frente a la excepcional creatividad del período de entreguerras, arrojan un saldo relativamente pobre: en filosofía y literatura, el pensamiento existencialista y algunos experimentos narrativas, como el nouveau roman francés; el expresionismo abstracto, la action painting y, algo después, el pop-art y el minimalismo, en las artes plásticas, y el «estilo internacional» en arquitectura, una versión ecléctica y americanizada del racionalismo de la preguerra. En cambio, se registra una aceleración vertiginosa en el desarrollo de las ciencias experimentales, en parte debido al impresionante legado que la Segunda Guerra Mundial —” la madre de todas las tecnologías”, en palabras de M. Castells (1997, 69)— dejó en disciplinas punteras como la biomedicina, la aeronáutica, la electrónica y las telecomunicaciones. Pensemos, por ejemplo, en la importancia que tuvo en los orígenes de la informática el descubrimiento por los ingleses de los códigos secretos de la máquina Enigma utilizada por la marina del III Reich. El principal símbolo de la nueva era científica inaugurada en 1945, la imagen del «hongo atómico», estará también indisolublemente unido al recuerdo de la Segunda Guerra Mundial.
Algunas aplicaciones de estos avances no se divulgarían hasta la revolución de las nuevas tecnologías en los años setenta. Pero en la inmediata posguerra se produjeron ya avances trascendentales, como la fabricación del primer ordenador, el ENIAC (1946), la invención del transistor en los Laboratorios Bell, Nueva Jersey (1947), o el descubrimiento de la estructura del ADN por parte de varios investigadores de la Universidad de Cambridge (1953). A pesar de que este último hallazgo se produjo en una universidad inglesa, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial consagraron la supremacía norteamericana en el mundo occidental también en este terreno, tal como indica el hecho de que dos terceras partes de las cien principales innovaciones científicas y tecnológicas de los países de la OCDE entre 1945 y 1960 procedieran de Estados Unidos. Por su parte, la investigación científica en la Unión Soviética, cuyos logros fueron sorprendentes en algunos campos, como demostraron sus éxitos en la carrera espacial, se vieron limitados en un terreno fundamental como era la biotecnología por el rechazo que la genética provocaba en el régimen estalinista, que asociaba esta disciplina a la ciencia nacionalsocialista, y por la persecución y la temprana muerte del principal genetista soviético, Nikolai Ivanovich Vavilov, fallecido en un campo de trabajo en 1943.
Tales son algunos de los contrastes que marcarán el devenir de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial, mientras el cine, la radio y la televisión van conformando un nuevo imaginario colectivo a caballo entre el hiperrealismo que ofrecen los modernos medios audiovisuales y el mundo de ficción, lleno de ilusiones y temores, creado por los propios medios. En los países occidentales, ese mundo en blanco y negro representa la consagración del estilo de vida americano como norma de conducta y horizonte de bienestar con el que soñaban los pueblos occidentales. En palabras del filósofo español José Ortega y Gasset, a la vieja Europa, después de la experiencia de la Revolución Rusa, del triunfo y caída de los fascismos, de dos guerras casi sucesivas y, como quien dice, después de haberío probado todo, sólo le quedaba refugiarse en «la última ilusión: la Ilusión de vivir sin ilusiones».
Siempre es difícil saber hasta qué punto una sociedad es capaz de percibir una gran mutación histórica que se está produciendo ante sus ojos y que alterará profundamente su existencia. Algunos de los hitos que, como acabamos de ver, jalonaron la revolución científico-técnica de estos años pasaron totalmente inadvertidas en su momento. El historiador Eric Hobsbawm, que era becario en Cambridge en la época en que Crick y Watson descubrieron la estructura del ADN en su propia Universidad, reconocería no haber tenido noticia alguna de aquella decisiva investigación y, por tanto, no haber sido consciente de su trascendencia (Hobsbawm, 1995, 520-521). Algo similar podría decirse de la invención del transistor, de la que el New York Times no informó hasta seis meses después, el 1 de julio de 1948, fecha en que le dedicó un breve apartado en su sección de radio. No cabe duda de que los cambios políticos y sociales, a los que los medios de comunicación son siempre más sensibles, tienen un mayor y más rápido impacto popular y, por tanto, es probable que las sociedades occidentales fueran más receptivas a lo que significó la puesta en marcha del Estado de bienestar que al descubrimiento del ADN. Sirva de ejemplo el valor histórico que un periodista español exiliado en Londres, Luis Araquistáin, atribuyó a la gran reforma fiscal inglesa de 1941, punta de lanza del futuro Estado de bienestar, una reforma que Araquistáin, en un artículo fechado en mayo de ese mismo año, calificó como «la más extraordinaria democratización progresiva de la riqueza nacional».
De esa misma época data la expresión inglesa Welfare state, que suele traducirse como Estado de bienestar o Estado providencia, y que, al parecer, empleó por primera vez en 1941 el arzobispo británico William Temple, ardiente defensor de la igualdad de oportunidades a través, principalmente, de un sistema educativo al alcance de todos. Esta postura coincidía con la política social propugnada por el Partido Laborista y plasmada por uno de sus miembros más cualificados, el profesor William H. Beveridge, en un documento histórico del año 1942 titulado Social Insurance and Allied Services, más conocido como el Beveridge Report (Teed, 1992, 48, 458 y 498). El proyecto de Beveridge se apoyaba en parte en las conocidas teorías intervencionistas de Keynes, que habían inspirado algunas de las reformas sociales ensayadas en los años treinta, y se concebía como una respuesta a las necesidades inmediatas creadas por la guerra —el reparto equitativo de unos recursos escasos y la nacionalización de algunos servicios públicos— y como antídoto general ante los males estructurales del capitalismo: el desempleo v la pobreza. El objetivo final de Beveridge era dotar al país de un sistema avanzado de asistencia social que permitiera a los ingleses tener cubiertas sus necesidades mínimas en sanidad, educación y vivienda y ante cualquier contingencia de su vida laboral durante toda su vida —” from the cradle to the grave”: de la cuna a la tumba— y cualquiera que fuera su origen social.
La resistencia de los conservadores, que gobernaban en coalición con los laboristas bajo el liderazgo de Churchill, impidió que los principios del Informe Beveridge pudieran prosperar hasta la llegada del laborismo al poder, tras su victoria electoral de julio de 1945. Para entonces, la creación del llamado Estado de bienestar, incluido el desarrollo de un poderoso sector público, se había convertido casi en un imponderable de la reconstrucción de los países europeos por la necesidad de los Estados de optimizar sus recursos y de dirigir la ayuda norteamericana hacia sectores estratégicos, además de cumplir con el propósito, ya señalado, de garantizar a la población un mínimo de bienestar que actuara como cortafuegos frente al comunismo. La revolución keynesiana, como se la ha denominado, tenía también a su favor la inercia de la política intervencionista practicada en distintos países en el período de entreguerras, sobre todo durante la Gran Depresión, como el New Deal rooseveltiano y las reformas sociales de la República de Weimar, de la II República española y del Frente Popular francés, sin olvidar a la Italia fascista y a la Dictadura de Primo de Rivera en España. El hecho es que, frente al liberalismo económico del siglo XIX, la tendencia del siglo XX, inaugurada tras la Primera Guerra Mundial, acelerada en 1929 y notablemente reforzada a partir de 1945, apuntaba hacia un modelo de sociedad que, combinando dosis variables de capitalismo y socialismo, permitiera aprovechar la eficiencia del mercado y la capacidad redistributiva del Estado.
Frente al carácter coyuntural de las experiencias anteriores —incluso algunas muy anteriores, como las leyes sociales de Bismarck en los años ochenta del siglo XIX—, el Estado de bienestar constituye un marco de progreso económico y justicia social asumido casi unánimemente como uno de los pilares de la civilización del siglo XX. Junto al elevado nivel de consenso que generó, su otra característica fundamental fue el abandono de algunos dogmas del liberalismo decimonónico, como el equilibrio presupuestario o la estabilidad de los precios, y la adopción por parte del Estado de un papel activo en el crecimiento económico, basado en el tirón del sector público y en la elevada capacidad de consumo de la población, que, gracias al pleno empleo y a unos salarios altos, se mantendría holgadamente por encima del nivel de subsistencia. Añádase la asunción por el Estado de una buena parte del coste del sistema de protección social —a diferencia de lo ocurrido en etapas anteriores, en las que los rudimentarios mecanismos de asistencia eran financiados por los trabajadores— y llegaremos al otro pilar básico del nuevo modelo: la introducción de una fiscalidad progresiva sobre la renta personal, capaz de allegar los recursos necesarios para la financiación del Estado de bienestar, con todo lo que comportaba: Seguridad Social, enseñanza universal y gratuita, empresas públicas, etc. La traducción en cifras de estos principios generales ilustra la importancia de aquel cambio histórico. El gasto social pasó del 6% al 16% del PIB entre 1950 y 1975 en Europa occidental, y del 6% al 12% en Canadá, Estados Unidos y Japón, donde el sistema no alcanzó nunca la amplitud que tuvo en los países europeos (Villares y Bahamonde, 2001, 382-383). El Estado se convirtió asimismo en motor de la inversión, sobre todo en el sector industrial, con tasas que en Francia llegaron al 30% de la inversión total entre 1947 y 1951 (Aldcroft, 1989, 185).
Estado de bienestar, democracia parlamentaria —ampliada con la generalización del sufragio femenino en la posguerra—, revolución científico-técnica y sociedad de consumo serán los principales ingredientes de lo que se conocería como la «Edad dorada», un período que arranca del final de la Segunda Guerra Mundial y termina en los años setenta, cuando la crisis del petróleo de 1973 puso término a un modelo de progreso económico y social que algunos creyeron irreversible. Dentro de la lógica variedad de situaciones —ya hemos visto, por ejemplo, que el Estado providencia se desarrolló con más fuerza en Europa que en Norteamérica o Japón—, la evolución interna de los países occidentales estuvo marcada por el impacto de la Guerra Fría y de la alianza anticomunista en la política interior y por el amplio consenso social y político que respaldó la reconstrucción de la democracia sobre bases, como hemos visto, relativamente distintas en aquellos países que disfrutaban de ella en la preguerra y enteramente nuevas en los antiguos países del Eje.
Estos últimos siguieron caminos diferenciados, aunque finalmente confluyentes, en su marcha hacia la democracia. Italia presentaba una situación muy especial. Tanto el giro impreso en 1943 por el rey Víctor Manuel III y una parte del gobierno fascista al derrocar a Mussolini y cambiar de bando en la guerra, como, sobre todo, el protagonismo de la resistencia partisano en la lucha final contra el fascismo impidieron que Italia, a diferencia de Alemania o Japón, pudiera ser tratada totalmente como una nación derrotada y culpable. Desde 1944, la dirección política de la Italia liberada había correspondido a un Comité de Liberación Nacional integrado por las distintas fuerzas antifascistas, entre ellas, los comunistas, que habían llevado sobre sus hombros, lo mismo que en Francia y en Yugoslavia, buena parte de la lucha contra el fascismo y que controlaban de hecho extensas zonas del Norte del país. Tras el fin de la guerra, un referéndum popular celebrado en junio de 1946 puso fin a la Monarquía e instauró la República como forma de gobierno. Ese mismo año, con la formación de una Asamblea Constituyente, echaba a andar el proceso de institucionalización del nuevo régimen, que contaría desde entonces hasta la crisis política de los años noventa con dos grandes partidos situados a uno y otro lado del arco parlamentario: la democracia cristiana y el Partido Comunista (PCI), separados por un amplio colchón de pequeños partidos de centroderecha y centroizquierda, que participaron a menudo en gobiernos de coalición. La colaboración inicial entre demócratacristianos y comunistas terminó para siempre en 1947, con la salida de estos últimos del gobierno nacional, forzada por la presión ejercida por Estados Unidos y el Vaticano sobre la democracia cristiana. Las elecciones legislativas de 1948 acabaron de perfilar el sistema político italiano, vertebrado en torno a la preponderancia de la democracia cristiana, que, con un 48% de los votos y 306 escaños (131 el PCI), obtuvo la mayoría absoluta. Conjurada de momento la posibilidad de un triunfo comunista, el gobierno norteamericano decidió desbloquear las ayudas destinadas al país. De Gasperi, presidente del gobierno entre 1945 y 1954 y uno de los principales impulsores de la unidad europea, será el máximo exponente de la hegemonía demócratacristiana en la Italia de la posguerra y del compromiso europeísta de la nueva democracia italiana.