Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (49 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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7.1. La muerte de Stalin y el XX Congreso del PCUS

Como en los días de la Conferencia de Potsdam, aunque en sin plazo más dilatado, entre 1951 y 1953 el mundo asistió a una amplia renovación en la cúpula dirigente de las principales potencias. En 1951, la victoria de los conservadores en las elecciones británicas permitía a Winston Churchill ser nuevamente elegido primer ministro tras seis años de gobierno laborista. A finales de 1952, el triunfo del general Eisenhower en las presidenciales norteamericanas suponía la vuelta de los republicanos a la Casa Blanca tras dos décadas de administración demócrata. El último y el más importante de estos cambios se produjo en marzo de 1953 con la muerte de Stalin y el comienzo de un período de transición política en la URSS, cuyo principal episodio fue la celebración en febrero de 1956 del XX Congreso del PCUS y la presentación por el nuevo líder soviético, Nikita Kruschef, del llamado Informe secreto sobre los crímenes del estalinismo.

La muerte de Stalin a los setenta y tres años de edad ponía fin a casi tres décadas de poder absoluto, que alcanzó su máxima expresión, como vimos en el capítulo anterior, tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Las últimas grandes purgas de la posguerra dirigidas especialmente contra los judíos, convertidos en la gran obsesión del viejo Stalin, fueron como la escenificación del estalinismo en su fase terminal. A la muerte del dictador, se instauró un gobierno colegiado o troika, formado por Georgy Malenkov, secretario general del partido y primer ministro, Lavrenti Beria, el temido jefe de la policía política estalinista, y Nikita Kruschef (1894-197l), nombrado secretario del Comité Central, bolchevique de la vieja guardia, pero escasamente conocido fuera de los círculos de poder soviéticos y que acabaría desplazando a unos y a otros para hacerse con el control absoluto del gobierno en 1958. Hasta llegar a esta última fecha, los acontecimientos se sucedieron con inusitada rapidez, en comparación con la lentitud del tiempo histórico en la era estalinista. Aunque Beria pretendió ganarse la confianza de sus compañeros de troika revelándoles los turbios propósitos que abrigaba Stalin poco antes de morir, la desconfianza que despertaban la figura y los métodos del jefe de la policía entre sus compañeros llevó a éstos a urdir un plan para liquidar a Beria, que fue secuestrado y asesinado en junio de 1953. Este hecho propició la incorporación a la troika de N. A. Bulganin, primero como ministro de Defensa y a partir de 1955 como primer ministro.

Al tiempo que se desarrollaba una feroz lucha por el poder entre los sucesores de Stalin, se iba produciendo un ajuste de cuentas con el pasado que tendría su momento culminante tres años después, en el XX Congreso del PCUS, punto de partida de la llamada desestalinización. El progresivo ascenso de Kruschef al poder no concluiría plenamente hasta su nombramiento como primer ministro en 1958, un año después de producirse una amplia remodelación del Comité Central del partido comunista que borró a una buena parte de la vieja guardia en beneficio de una nueva generación de dirigentes soviéticos, llamados a dirigir los destinos del país hasta la renovación generacional de los años ochenta. Desde 1958 hasta la destitución de Kruschef en 1964, se vivió una breve, pero intensa era en la historia de la URSS en la que la política interior soviética y, en gran medida, la política internacional estuvieron marcadas por la singular personalidad del sucesor de Stalin.

El XX Congreso del PCUS, celebrado entre el 14 y el 25 de febrero de 1956, marcó un antes y un después en la historia del comunismo mundial y supuso la consagración a los ojos del mundo de N. Kruschef como líder soviético y principal interlocutor de Occidente en la Guerra Fría. Precisamente, las relaciones Este/Oeste fueron uno de los temas estelares de las sesiones públicas del Congreso por el tono conciliador empleado por Kruschef, que anunció el propósito de la Unión Soviética de avanzar hacia una coexistencia pacífica entre los dos bloques, un principio novedoso que se venía manejando en la URSS desde la muerte de Stalin y que tardaría algún tiempo en ser tomado en serio por Occidente. No menos impacto causó el énfasis que el dirigente soviético puso en la existencia de «distintas vías hacia el socialismo», además de la que había seguido la Unión Soviética desde su fundación, lo que parecía augurar el comienzo de una liberalización política en los países del socialismo real. Pero con ser esto importante, la principal razón por la que XX Congreso ha pasado a la historia fue la presentación por Kruschef del célebre Informe secreto, conocido por el corresponsal del New York Times en Moscú unas semanas después, filtrado posteriormente a la CIA y dado a conocer por el Departamento de Estado norteamericano el 4 de junio, es decir, unos tres meses después de su lectura por Kruschef (Fontaine, II, 1967, 225). Su contenido se haría famoso en todo el mundo. En él se denunciaban sin tapujos las grandes aberraciones del estalinismo, como el recurso sistemático al terror, el «poder ilimitado» (textual) de Stalin y el culto a la personalidad dispensado durante años al dictador y principal elemento de autolegitimación de un régimen hecho a su imagen y semejanza. El largo discurso de Kruschef -26 000 palabras; siete horas de duración— había de provocar, en palabras de Zorgbibe, un tremendo «seísmo ideológico» en el campo socialista (1997, 205). Tanto el Informe secreto como la puesta en marcha de la desestalinización —un fenómeno que tuvo un fuerte carácter iconoclasta, de destrucción o retirada de las imágenes públicas de Stalin— imprimieron un nuevo rumbo al movimiento comunista internacional, forzado a romper con algunos de sus dogmas y mitos más arraigados. Entre los comunistas occidentales y los intelectuales afines no faltaron, de todas formas, quienes, como el filósofo Jean-Paul Sartre, criticaran por inoportuna la revelación de los excesos cometidos por el estalinismo.

En la política interior soviética la nueva etapa trajo consigo un tímido giro en las directrices económicas a favor de la producción de bienes de consumo, tal vez por la necesidad que las nuevas autoridades tenían de legitimarse ante la población con medidas populares. Eran tiempos en que la economía soviética avanzaba a velocidad de crucero (8,3% de crecimiento anual) y se podía permitir, por tanto, ciertas concesiones, que en última instancia revertían en una mejora del nivel de vida. Mientras tanto, en política exterior, el posestalinismo se tradujo en un sinfín de iniciativas y gestos en todos los frentes. Entre los más llamativos se encuentra el viaje de Kruschef y Bulganin a Yugoslavia en mayo de 1955, interpretado como el comienzo de una reconciliación entre la Unión Soviética y la Yugoslavia de Tito. Por esas mismas fechas, las autoridades comunistas decidían la disolución del Kominform, el organismo, heredero de la III Internacional, instaurado tras la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que abogaban por la creación en el mundo de una «vasta zona de paz» integrada por países socialistas y no socialistas. Todo ello se producía ante el desconcierto de los gobiernos occidentales, que ignoraban las verdaderas intenciones de los nuevos gobernantes soviéticos y la profundidad de los cambios que se estaban produciendo en la URSS. El desconcierto estaba alimentado asimismo por un panorama internacional que evolucionaba de forma contradictoria. Si el fin de la Guerra de Cerca en 1953 reducía sensiblemente la tensión entre los dos bloques, el renovado intervencionismo soviético en Alemania del Este, Polonia y, sobre todo, Hungría, más el recalentamiento del conflicto de Oriente Medio y la situación del sudeste asiático hacían abrigar pocas esperanzas sobre una mejora significativa en las relaciones Este/Oeste.

La impopularidad de algunos regímenes comunistas de Europa oriental se puso de manifiesto con las revueltas populares que tuvieron por escenario Berlín (1953), Polonia (1956) y Hungría (1956), propiciadas por la sensación engañosa de que la muerte de Stalin haría inevitable un cambio de actitud de la URSS respecto a sus países satélites y otorgaría a estos últimos una mayor libertad de acción. De los tres episodios, todos ellos concluidos con el uso de la fuerza por las autoridades comunistas, el levantamiento popular en Berlín, iniciado por los obreros de la construcción y rápidamente extendido a otros sectores, resultaba sintomático de las dificultades del régimen comunista para vencer el magnetismo que el nivel de vida y las libertades políticas de la República Federal ejercían sobre la población germano-oriental. La intervención de dos divisiones acorazadas soviéticas bastó para aplastar la sublevación, pero no acabó con el problema, como se demostraría con la construcción, ocho años después, del célebre muro de Berlín. Polonia, por su parte, fue siempre un caso especial entre los países del socialismo real. Tanto el catolicismo de la mayor parte de la población como un nacionalismo antirruso de larga tradición hicieron de Polonia el país del Este más remiso a aceptar el comunismo, a pesar de que, a lo largo de los cuarenta años de democracia popular, las relaciones entre el Estado comunista y la Iglesia Católica fueron a menudo respetuosas con un statu quo que reportaba beneficios a ambas partes.

El XX Congreso del PCUS, con sus críticas al estalinismo y su apelación a las distintas vías hacia el socialismo, renovó las ilusiones de cambio creadas tras la muerte de Stalin. Algunos hechos posteriores parecían indicar que las autoridades del Este empezaban a tomar nota de los nuevos aires que llegaban de Moscú. Así, por ejemplo, en Polonia se producía la liberación de 30 000 presos, de ellos 4500 por motivos políticos, y la reducción de condena a otros 70 000. Por esas mismas fechas (mayo de 1956), el primer ministro polaco anunciaba ante el Parlamento el comienzo de «un nuevo proceso histórico de democratización de nuestra vida política y económicas (cit. Fontaine, 1967, 11, 228-229). De ahí la sorpresa que produjo la brutal represión de la revuelta de los obreros de Poznan en junio de 1956, al grito de “dadnos pan» y «fuera los rusos», saldada con 53 muertos, 300 heridos y 323 detenidos.

Como en el caso anterior, la rebelión húngara de octubre de 1956 sirvió para calibrar el verdadero alcance de los cambios políticos en la órbita soviética. La dirección del partido comunista húngaro, a pesar de estar formada por viejos estalinistas, quiso en un primer momento hacer suyas las demandas de cambio de amplios sectores sociales y aplicar a la política interior el espíritu aperturista del XX Congreso del PCUS. Hubo, efectivamente, algunas rehabilitaciones de víctimas del estalinismo, que, como vimos en el capítulo anterior, tuvo en Hungría un carácter particularmente virulento. La esperanza en una plena democratización del régimen dio una enorme amplitud a un movimiento popular que contaba con el apoyo de muchos estudiantes e intelectuales, e incluso con la simpatía de los comunistas menos dogmáticos, como Imre Nagy, nombrado presidente del gobierno en octubre de 1956 en medio de un clima de gran agitación política. El gobierno reformista de Nagy se encontraba, sin embargo, en un difícil término medio entre la voluntad de ruptura total con el régimen, que se expresaba en las manifestaciones callejeras, y la oposición que todo ello despertaba en el ala dura del partido, representada por Erno Gero —un brigadista de la guerra civil española—, en el gobierno soviético y en otros regímenes comunistas.

El temor a una intervención soviética ante la crispación que se estaba apoderando del país llevó a Imre Nagy a solicitar la ayuda de las Naciones Unidas y de los países occidentales. No obstante, sea por la coincidencia entre la rebelión húngara y la crisis del canal de Suez, sea por el respeto norteamericano a las respectivas áreas de influencia trazadas en la posguerra, la reacción occidental no pasó de las declaraciones de solidaridad con el pueblo húngaro. El 3 de noviembre, Nagy, que unos días antes anunciaba por radio una «gran democratización de la vida pública» y había amenazado con sacar a Hungría del Pacto de Varsovia, tomaba una decisión de enorme trascendencia, que implicaba de hecho la supresión de la dictadura del partido comunista: la formación de un gobierno multipartito. Al día siguiente, los tanques soviéticos pusieron punto final a la revuelta húngara, que concluyó con varios miles de muertos en los desiguales enfrentamientos entre los manifestantes y los 5500 tanques soviéticos que participaron en la represión. Unos 200 000 húngaros tuvieron que abandonar el país. Imra Nagy, consagrado definitivamente como símbolo de la rebelión, fue detenido y ejecutado. Su cuerpo fue incinerado y enterrado en una tumba anónima, para evitar que se convirtiera en lugar de peregrinación de sus partidarios. Tras la destitución de Nagy, el cargo de presidente del gobierno recayó en un comunista fiel a la línea moscovita, Janos Kadar, que permanecería en el poder hasta su muerte en 1989, en vísperas de la caída del régimen.

Documentos recientemente conocidos, conservados en los archivos soviéticos, dan pie a una interpretación novedosa, hoy por hoy de difícil comprobación, del desenlace de la rebelión húngara. Al parecer, frente al deseo de Moscú de llegar a un arreglo con los dirigentes aperturistas del comunismo húngaro, se impusieron finalmente las presiones de China y Yugoslavia a favor de un escarmiento general, que evitara la propagación del espíritu de revuelta a otras democracias populares (Kort, 1998, 141).

7.2. De nuevo Oriente Próximo: la crisis de Suez

En 1956, dos años después del golpe militar de los oficiales libres que derrocó la Monarquía egipcia, el teniente coronel Gamal Abdul Nasser (1918-1970) era nombrado presidente de Egipto, tras formar parte del gobierno militar que sucedió al derrocado rey Faruk. El joven oficial se convirtió así en el hombre fuerte de uno de los primeros países africanos en alcanzar la independencia y, muy pronto, en uno de los principales líderes de los países no alineados. Nasser encarnaba un tipo de militar nacionalista que sería relativamente común en el Tercer Mundo —un espécimen del que hay, por otra parte, numerosos antecedentes históricos, como Mustafá Kemal en Turquía— y que, por diversas circunstancias, actuaría como símbolo y brazo ejecutor de un proyecto político marcadamente anticolonial y antiimperialista y, por ello, antioccidental. El presidente egipcio personificaba, efectivamente, la voluntad de amplios sectores del ejército y del pueblo de lograr una plena soberanía nacional, frente a la falsa soberanía que, a los ojos de muchos, representaba una Monarquía títere de los intereses occidentales. La derrota del ejército egipcio en la primera guerra árabe-israelí (1948) no hizo más que acrecentar el resentimiento hacia la Monarquía, a la que se hacía responsable de aquella humillación.

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