Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (53 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Un factor que, con los ya señalados, intervino decisivamente en la toma de conciencia de la población negra fue el aumento a lo largo de los años cincuenta de las desigualdades laborales y económicas entre blancos y negros. Estos últimos fueron las principales víctimas de las disfunciones del sistema económico, que sufrió varios amagos de recesión durante la posguerra, pese al buen tono general de la economía norteamericana. El paro de los trabajadores negros, empleados sobre todo en el sector industrial y en los oficios menos cualificados, llegó al 12,6% en 1958 y se estabilizó en torno al 10% en los años siguientes, lo que equivalía al doble de la tasa de desempleo de los trabajadores blancos y a más del doble del paro registrado entre los negros a principios de la década (Adams, 1985, 364). Su nivel de renta sufrió asimismo un paulatino deterioro, que resultaba más llamativo por contraste con el inusitado bienestar del que disfrutaban las clases medias blancas desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Los años cincuenta marcaron el apogeo del American way of life, antes de que los movimientos juveniles y contestatarios de los sesenta pusieran en crisis este modelo de vida, aunque el movimiento beatnik y algunos iconos de gran impacto popular, como los actores James Dean y Marlon Brando, encarnación de un temprano inconformismo juvenil, anticiparían la futura revuelta contra la sociedad de la opulencia. El bienestar material transformó radicalmente la vida cotidiana y el propio paisaje de las ciudades estadounidenses hasta crear un estereotipo del estilo de vida americano, profusamente divulgado por el cine, la televisión y la publicidad, que ha perdurado hasta nuestros días. Precisamente, la publicidad se convirtió en un fiel indicador del triunfo de la sociedad de consumo y de sus iconos más representativos. Entre los grandes clientes de las firmas publicitarias estaban, naturalmente, los fabricantes de automóviles, como la General Motors, que gastó 162 millones de dólares en publicidad en 1955. Mucho más modesta, pero no menos significativa, es la inversión que, por el mismo concepto y en el mismo año, hizo la marca Alka-setzer —nueve millones de dólares—, todo un síntoma de uno de los males inherentes a la sociedad de la opulencia: el problema de digerir tanta abundancia (Adams, 1985, 367). El boom del sector publicitario resulta revelador, asimismo, del imparable crecimiento del sector terciario, en detrimento de las actividades económicas más tradicionales, y de la omnipresencia de los modernos medios de comunicación audiovisual, algunos de ellos incorporados al automóvil, como la radio y, en cierta forma, el cine, gracias a los grandes recintos al aire libre.

El protagonismo del automóvil en el estilo de vida americano se vio reforzado por el desarrollo de las zonas residenciales fuera de las ciudades, los llamados levittowns, que toman su nombre del arquitecto William Levitt. Las creaciones de Levitt, como los barrios que diseñó en las afueras de Nueva York, en Filadelfia o en Nueva Jersey, eran barrios amplios de viviendas unifamiliares alejados del viejo centro urbano. Los levittowns tendieron a ser autosuficientes por la construcción de grandes zonas comerciales, iglesias, cines, colegios y equipamientos de todo tipo. De todas formas, los largos desplazamientos, incluso dentro de la urbanización, hacían del coche particular un bien insustituible, sobre todo para desplazarse al trabajo, por lo que el ideal de crear un hábitat autosuficiente se cumplía sólo a medias. Se ha señalado, asimismo, la paradoja que entraña esta concepción de la vida comunitaria tan emblemático del American way of life, porque si, de un lado, representa la quintaesencia de la vida familiar, del individualismo y de la América wasp —protestante, blanca y anglosajona—, de otro, la uniformidad de los barrios, la falta de separación entre los jardines de las viviendas y la necesidad de compartir ciertos servicios conferían un carácter marcadamente gregario al estilo de vida creado por los levittowns (Kaspi, 1998, 459460). La incesante incorporación de la mujer al mercado laboral, y, en particular, de las mujeres casadas —en 1960 trabaja el 30% de ellas, el doble que en 1940—, trastocará también algunos patrones tradicionales de la vida americana.

Estados Unidos vivió la llamada Edad dorada —un fenómeno que, como hemos visto, afecta a todo el mundo desarrollado— como una época de extraordinario bienestar, ensombrecida por las tensiones raciales, por la existencia de grandes bolsas de paro y de pobreza, sobre todo entre los negros, y por los temores derivados de la Guerra Fría. En 1958, un discípulo de Keynes, llamado a ser también un clásico de la economía mundial, John Kenneth Galbraith, formuló un certero diagnóstico de la sociedad norteamericana en su libro La sociedad de la abundancia, un título que es una definición en sí mismo del estado de un país que aún no había probado los sinsabores de la Guerra de Vietnam y del cambio generacional de los sesenta y que disfrutaba de un liderazgo incontestable que iba más allá incluso de los límites del mundo occidental, como prueba el hecho de que en 1955, con un 6% de la población del planeta, Estados Unidos dispusiera del 50% de la riqueza mundial. Otros datos resultan igualmente elocuentes. La producción de energía eléctrica se incrementó en un 340% entre 1940 y 1959 como consecuencia del crecimiento económico, del espectacular aumento de la población del país, que pasó de 123 millones en 1940 a 179 en 1960, y de la irrupción de los electrodomésticos en la mayoría de los hogares norteamericanos: en 1956, el 81% de las familias disponía de televisor, el 96% de frigorífico, el 67% de aspiradora y el 89% de lavadora. En 1960, había en Estados Unidos un automóvil por cada 2,92 habitantes. No cabe duda de que la sociedad de la abundancia es, pese a la persistencia de graves desigualdades sociales y raciales, una expresión representativa de toda una realidad cotidiana.

El rey de los electrodomésticos era, sin duda, el televisor, que alcanza su primera madurez a finales de los cincuenta. Lo indica el crecimiento que experimentó el número de receptores -45 millones en 1960 y una estimación de cinco horas de consumo diario por familia—, pero también el papel estelar que se le atribuyó en las elecciones presidenciales de 1960 que dieron la victoria a John F. Kennedy. Ese protagonismo de la televisión es uno de los factores que hacen de las presidenciales de aquel año uno de los principales hitos de la historia electoral de Estados Unidos. Otras circunstancias que dieron especial relieve a aquellas elecciones fueron la personalidad legendaria del vencedor la vuelta de los demócratas al poder y el cambio de ciclo —cambio generacional, por lo pronto— que representó la victoria de Kennedy.

Resulta difícil valorar la importancia histórica de John Kennedy haciendo abstracción de la singularidad de su figura, mezcla, como en otros miembros de su célebre familia, de mito, fatalidad y glamour. Mientras historiadores como Bernard Droz, Anthony Rowley, Paul Johnson o Eric Hobsbawm se inclinan abiertamente por la desmitificación —Hobsbawm lo ha calificado como «el presidente norteamericano más sobrevalorado de este siglo» (1995, 246)—, no faltan tampoco quienes, admitiendo el efecto distorsionante que su carisma y su muerte ejercen sobre su figura, atribuyen un significado particular a su elección en 1960, como resultado de una sincera voluntad de cambio, tras el conformismo y el conservadurismo de la era Eisenhower, y como expresión de un fenómeno de gran trascendencia: la reconciliación de los intelectuales y los políticos (Kaspi, 1998, 439-440), plasmada en el apoyo que buena parte del mundo del espectáculo, tan castigado por el macartismo, y de las elites académicas y culturales prestó al candidato demócrata.

John E. Kennedy (1917-1963) pertenecía a una adinerada familia bostoniana, católica, de origen irlandés, integrada por grandes triunfadores en la política y en los negocios, y que, sin embargo, en su vida particular, parecían perseguidos por alguna fatalidad y por la leyenda negra de su turbulenta vida sentimental. John Fitzgerald, hijo de un afamado político y diplomático, respondía cabalmente a la imagen pública de los Kennedy. Graduado en Harvard en 1940, sirvió en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, en la que protagonizó algún gesto heroico, y poco después inició su fulgurante carrera política. Desde que en 1946, con veintinueve años, fue elegido miembro de la Cámara de Representantes ganó todas las elecciones a las que se presentó. Mientras tanto, su libro Profiles in Courage —un repertorio de edificantes biografías de políticos americanos, del que se vendieron 700 000 ejemplares— le valía el premio Pulitzer y su boda con Jacqueline Bouvier se convertía en un gran acontecimiento social y mediático. Era, lo que se dice, un ganador nato, y su candidatura a la presidencia en 1960 contaba con todo lo necesario para obtener un resultado triunfal. En primer lugar, la sensación de agotamiento del ciclo republicano podía ser un handicap insalvable para un candidato como Nixon, que, en su condición de vicepresidente de Eisenhower, encarnaba una opción aparentemente continuista. Kennedy, en cambio, a sus cuarenta y tres años —cuatro menos que su rival—, combinaba una acreditada experiencia política con un estilo dinámico y juvenil. El apoyo económico de su familia y la colaboración de un nutrido y cualificado grupo de asesores dieron una enorme consistencia a su campaña. Una imagen personal atractiva, de gran eficacia en la era de la televisión, y un discurso moderno y ambicioso, aunque sumamente vago en muchos aspectos, completaban las principales bazas electorales de Kennedy. Su exhortación al pueblo americano a asumir los retos de la nueva frontera sintonizaba con el afán de superación de distintos sectores sociales e ideológicos, que lo mismo podían sentirse atraídos por una promesa de igualdad racial —el voto negro podía resultar determinante—, que por un programa neorrooseveltiano de lucha contra la pobreza o por el compromiso de plantarle cara al comunismo y de ganarles la carrera espacial a los rusos.

Queda por valorar la influencia de la televisión en el resultado electoral. Por primera vez en la historia, en la campaña de las presidenciales de 1960 se produjeron debates televisados —cuatro, concretamente— entre los dos candidatos, con una audiencia total de 115 millones de espectadores. Es muy posible que la televisión influyera en la altísima participación de aquellas elecciones -62,8% del censo: todo un récord en Estados Unidos—, y algunos sondeos indicarían también una notable capacidad para orientar el voto de los electores. Pero los datos de los estudios demoscópicos realizados entonces no muestran una tendencia definida, a pesar de que la victoria de Kennedy en sus debates televisivos con Nixon resultó aplastante, gracias a la mayor telegenia del candidato demócrata y a las pésimas condiciones —tras un largo viaje, cansado, sin maquillar— en que su rival compareció en algunos de los debates. El hecho incontrovertible es que, con una larga serie de factores jugando a su favor —desde la televisión hasta su imagen y su programa como candidato de la renovación—, el triunfo de Kennedy en las elecciones de 1960 fue el más apretado de la historia de Estados Unidos hasta las celebradas en noviembre de 2000: poco más de 100 000 votos separaron a Kennedy de un rival que parecía tenerlo todo en contra. Ante un resultado que hoy en día parece sorprendente, cabría formular una conclusión que, por tratarse de las inescrutables motivaciones del electorado, debe tomarse con suma cautela: que todos los factores que favorecían a Kennedy —su carisma, su telegenia, el apoyo de intelectuales y artistas, el voto de los negros, la voluntad de cambio— se vieron finalmente contrarrestados por el conformismo y el espíritu de conservación de la sociedad de la abundancia hasta dejar el resultado final casi en tablas. Hay otro posible ejercicio de sumas y restas para entender el resultado obtenido por Kennedy. Mientras su candidatura obtuvo el voto mayoritario de los negros (70%), de los judíos (80%) y, naturalmente, de los católicos (80%), se quedó lejos del 50% en la lucha por el voto protestante —entre el 38% y el 46%, según las diversas fuentes—. Estos datos han llevado a considerar a Kennedy como el candidato de las minorías (Miquel, 1999, 270), una circunstancia que podría percibiese como un cierto déficit de legitimidad y que explicaría, seguramente, algunos arriesgados golpes de efecto de su breve mandato. Tal vez con esos gestos audaces, como su actuación en la crisis de los mísiles, pretendió congraciarse con aquellos sectores conservadores y mesocráticos de la sociedad americana que le habían dado la espalda en 1960.

7.6. Altibajos de la Guerra Fría: del deshielo a la crisis de los mísiles

La formulación en 1957 de la doctrina Eisenhower en Oriente Próximo es sólo un síntoma del pesimismo que se había apoderado de la política exterior norteamericana en los últimos tiempos y de la voluntad de oponer una resistencia más eficaz a los progresos realizados, en todos los órdenes, por la Unión Soviética. En 1958, Nikita Kruschef es un líder sólidamente consolidado en la URSS gracias a sus últimos movimientos en la política interior soviética. La desestalinización en su vertiente internacional, con sus ofrecimientos de coexistencia pacífica, su énfasis en un socialismo plural y sus continuas apelaciones a una paz justa y global, había merecido a la URSS la simpatía de una parte de la opinión pública internacional y, sobre todo, de algunos países del Tercer Mundo. Sólo la intervención soviética en Polonia y Hungría en 1956 empañó la imagen del comunismo postestalinista como paladín de la paz y del progreso.

La economía soviética atravesaba una de las etapas más boyantes de su historia, con tasas de crecimiento del 8,3% anual, superiores a las de muchos países occidentales, lo que permitía pensar en un progresivo acortamiento de la distancia, todavía enorme, que la separaba de la economía norteamericana. La ciencia soviética era el mejor escaparate de la «nueva» URSS, que se mostraba dinámica, moderna, volcada en la realización de algunos de los grandes ideales de la humanidad, desde la conquista del espacio hasta la lucha por la paz mundial. No olvidemos tampoco el deporte, otra manifestación incruenta de la disputada carrera que las dos superpotencias mantenían por la supremacía mundial. La prioridad que los países del socialismo real concedieron a la práctica deportiva representa un aspecto clave de la construcción del llamado hombre nuevo —sano, fuerte, disciplinado— y una vertiente sumamente eficaz de la propaganda socialista ante el mundo. No es extraño que los Juegos Olímpicos llegaran a ser un puro reflejo de la bipolaridad. El reparto final de medallas, como los mísiles, los satélites artificiales o el índice de producción industrial, era una variable de gran valor para cuantificar el poderío de los dos mundos a diversas escalas: Estados Unidos contra la Unión Soviética, países capitalistas contra países comunistas, Alemania Federal contra Alemania Democrática. Nada en el mundo quedaba al margen de la Guerra Fría.

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