Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Aunque algunos autores sitúan entre 1973 (crisis del petróleo) y 1979 (invasión de Afganistán) el comienzo de la llamada Segunda Guerra Fría (Hobsbawm, 1995; Chomsky, 1984; Young, 199l), dando la engañosa sensación de que entre 1962 y 1973-1979 el mundo no vivió en guerra fría, parece más razonable dividir esta época en dos etapas sucesivas separadas por la crisis de los mísiles. Según esta periodización, la segunda etapa empezaría en 1962 y terminaría en 1989, e incluiría, a su vez, una dilatada fase de distensión (1962-1979), un breve, pero intenso, período de recrudecimiento del conflicto (1979-1985) y una última y definitiva distensión iniciada con la llegada al poder de M. Gorbachov y el comienzo de la perestroika.
Lo que nadie pone en duda es la importancia de la crisis de los mísiles en el desarrollo de la Guerra Fría. El desenlace pacífico de este grave incidente, como otros episodios cruciales de la segunda mitad del Siglo, confirmaría la certeza de las palabras de Raymond Aron cuando, apenas iniciada la Guerra Fría, afirmó que en las relaciones entre los dos bloques antagónicos «la paz [era] imposible y la guerra improbable». Tras la crisis de octubre de 1962, se puso de manifiesto el interés de las dos grandes potencias en evitar que un conflicto fuera de control desencadenara un enfrentamiento general que ninguna de las dos deseaba.
Consecuencia del nuevo ambiente que empezó a presidir las relaciones entre Estados Unidos y la URSS fue el comienzo de una era de distensión y coexistencia pacífica que habría de prolongarse hasta finales de los años setenta. Ninguna de estas dos expresiones era completamente nueva: la palabra francesa détente (distensión) fue utilizada ya a partir de 1908 para definir cierta relajación en las relaciones internacionales previa a la Primera Guerra Mundial; la segunda formaba parte, como se recordará, del nuevo lenguaje soviético posterior a la muerte de Stalin, y tuvo en Kruschef a su principal propagandista. Con la apelación a una coexistencia pacífica entre los dos boques, el nuevo líder soviético pretendió ofrecer, también en política exterior, un talante distinto al de su predecesor, mostrándose dispuesto a mantener una relación franca y abierta con el adversario. La expresión debió de hacer fortuna, por lo menos en el bloque soviético, porque en agosto de 1961 la empleó Ernesto Che Guevara en un discurso en el que auguró el comienzo de una etapa de «coexistencia pacífica» en América Latina. El hecho es que ambos conceptos, distensión y coexistencia pacífica, apuntados ya a finales de la década los cincuenta, iban a servir a partir de mediados de los sesenta para definir un nuevo período en las relaciones Este/oeste, en el que se registraron notables avances en el control de armamentos y se hizo patente el esfuerzo de las dos partes para configurar un marco de relación más estable y seguro.
Pese a los gestos con los que Kruschef había querido ilustrar el nuevo talante de su política internacional, como sus dos viajes a Estados Unidos, y la cordialidad que había presidido sus entrevistas con Eisenhower y Kennedy, no fue hasta 1963, con la instalación de una línea caliente entre el Kremlin y la Casa Blanca —el mítico teléfono rojo; en realidad, un simple teletipo—, cuando se puso de manifiesto la voluntad de las dos superpotencias de establecer una comunicación fluida que impidiera decisiones precipitadas por uno u otro lado. También en esto, la crisis de los mísiles había resultado aleccionadora, porque la extrema lentitud con que venían operando los mecanismos diplomáticos tradicionales —mensajes cifrados al embajador correspondiente, descodificación de los mensajes, transmisión del texto traducido a las autoridades del otro país y vuelta a empezar— llegó a ser un serio factor de riesgo. Ese mismo año (agosto de 1963), y en un ambiente sensiblemente distinto al de octubre de 1962, Estados Unidos y la URSS acordaron una prohibición parcial de pruebas nucleares en la atmósfera, que fue firmada también por Gran Bretaña.
Llama la atención la celeridad con la que se llegó a este primer acuerdo, apenas unos meses después de que Kruschef, recién superada la crisis de los mísiles, escribiera a Kennedy para proponerle avanzar conjuntamente hacia la total eliminación de las pruebas nucleares. Tanto el contenido como el tono de la carta del líder soviético demostraban, según A. Schlesinger, consejero del presidente Kennedy, que los rusos parecían verdaderamente interesados en alcanzar un modus vivendi satisfactorio para ambas partes (Zorgbibe, 1997, 350). Es posible que, indirectamente, el final feliz de la crisis cubana y el comienzo de la distensión tuvieran alguna relación con el asesinato de Kennedy en 1963 y con la destitución de Kruschef en 1964. Uno y otro habrían pagado de esta forma una política exterior que los halcones respectivos consideraron claudicante. Pero ni la escalada bélica en Vietnam a partir de 1964, ni la desaparición de la escena de los dos grandes protagonistas de la crisis de 1962 y del comienzo de la distensión provocaron una marcha atrás en el proceso iniciado a finales de aquel año. El cambio producido en las relaciones Este/Oeste demostró ser irreversible y debe considerarse como un punto de inflexión que inauguró una nueva y duradera concepción, aunque no la superación, del antagonismo entre los dos bloques.
En todo caso, esta nueva fase de la Guerra Fría estuvo determinada no sólo por los factores aludidos —la distensión, el control de armamentos, una relación mucho más fluida entre las dos grandes potencias—, sino también por el conflicto entre la URSS y la República Popular China, que contribuyó a distorsionar considerablemente el mapa ideológico de la Guerra Fría trazado en los años cuarenta. En cierta forma, la Segunda Guerra Fría supuso una pérdida de efectividad de la coartada ideológica que había justificado hasta entonces la pugna entre los dos bloques y una corrección significativa del rígido esquema bipolar vigente desde 1945. El enfrentamiento parecía desplazarse al interior del propio bloque comunista por la feroz rivalidad que en los años siguientes marcó la relación entre la URSS y la República Popular China. El continuo cruce de acusaciones entre ambas potencias sobre su traición a la causa —el Kremlin llegaría a calificar de «antimarxista, antileninista y antihumana» la política exterior china (Fontaine, 1967, II, 529)—, las críticas del gobierno chino a los primeros pasos hacia la distensión, como cuando tachó de “gran superchería' el primer tratado para la limitación de pruebas nucleares, sus posiciones antagónicas respecto a la descolonización y a los países de Tercer Mundo y los frecuentes incidentes fronterizos entre China e India —tradicional aliada de la URSS— revelan la magnitud de un conflicto que restó parte de su protagonismo al enfrentamiento Este/Oeste en torno al cual había girado hasta entonces la Guerra Fría.
Es difícil saber hasta qué punto la ruptura con el estalinismo tras el XX Congreso del PCUS y el posterior giro de la política exterior soviética hacia posiciones más flexibles, aun teniendo en cuenta episodios como la invasión de Hungría o la construcción del muro de Berlín, habían provocado el di stanci amiento entre la URSS y la China de Mao, que se proclamó ante el mundo depositarla exclusiva de las esencias comunistas. Según Kruschef, la crisis se habría producido igualmente con Stalin si hubiera vivido unos años más, y, por tanto, no se debió a cuestiones de fondo de tipo doctrinal, sino al deseo de Mao —al que definió en sus Memorias como un «pequeño burgués» maestro en el arte de la intriga y el disimulo— de arrebatar a la URSS el liderazgo del mundo comunista. Pero no se pueden ignorar tampoco las poderosas razones de la Unión Soviética para replantearse una política de confrontación con el bloque occidental, heredada de Stalin, que no estaba exenta de riesgos: de un lado, el alto coste que la carrera de armamentos tenía para la URSS en una fase decisiva para su despegue como potencia industrial; de otro lado, el temor —no compartido por China— a que la acumulación de armamento nuclear condujera finalmente, por una suerte de inercia inexorable, a la realización de lo que en el lenguaje de la Guerra Fría se llamó destrucción mutual asegurada (Mutual Assured Destruction, MAD, es decir, loco en inglés). La gravedad extrema que alcanzó la crisis de los mísiles, cuyo desenlace pacífico fue criticado también por China, hizo patente la necesidad de que la política de disuasión nuclear condujera al control de armamentos, en vez de llegar a la disuasión, como hasta entonces, a través de un rearme incesante que tuviera un efecto intimidatorio sobre el adversario.
Sea como fuere, las malas relaciones chino-soviéticas contrastaban con la actitud más comprensiva que empezaron a mostrar los países occidentales hacia la URSS. El nuevo talante de la Iglesia Católica durante los pontificados de Juan XXIII (1958-1963) y Pablo VI (1963-1978), así como la renovación doctrinal llevada a cabo por el Concilio Vaticano II (1962-1965), representaron, sin duda, una aportación no desdeñable a la voluntad de distensión que se fue abriendo paso incluso entre los sectores más conservadores de la sociedad occidental. El cambio era perceptible, pues, en la opinión pública y en la mesa de negociaciones, donde se ventilaban cuestiones de gran trascendencia, como la forma y el alcance de los controles de armamentos. El giro que habían dado las relaciones Este/Oeste fue reconocido por Kennedy en la Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en septiembre de 1963, poco después de la firma del primer tratado de prohibición de pruebas nucleares. El acuerdo podía significar, según el presidente norteamericano, una simple pausa en la Guerra Fría, pero si las grandes potencias establecían a partir de esta experiencia una cooperación basada en la mutua confianza, «esta primera etapa, por pequeña que sea, podría ser el punto de partida de un camino largo y fructífero». No es de extrañar que el asesinato de Kennedy dos meses después produjera una gran conmoción en todo el mundo, y que el propio Kruschef, según un alto funcionario soviético, recibiera con lágrimas la noticia del magnicidio y pasara varios días como aturdido sin salir de su despacho (Fontaine, 1967, II, 530).
Pero el movimiento hacia la distensión emprendido en 1963 era demasiado fuerte como para que pudiera detenerse por la desaparición primero de Kennedy y luego de Kruschef, sucedido en el poder, tras su destitución en 1964, por Leónidas Breznev en calidad de jefe del Estado y presidente del Soviet Supremo. La continuidad de la política inaugurada por Kennedy y Kruschef es la mejor prueba de las razones de fondo que avalaban el giro dado hacia la coexistencia pacífica, razones capaces de superar la firme resistencia que encontraba en los sectores más duros del establishment norteamericano y de la nomenklatura soviética. Durante casi dos décadas, la lógica de la distensión pareció imparable, aunque los avances fueron siempre lentos y laboriosos. Los líderes soviéticos y norteamericanos de esta época —la troika formada por Breznev, Kosygin y Podgorny, en el caso soviético, y los presidentes Johnson, Nixon, Ford y Carter, del lado norteamericano— invirtieron casi dos décadas en construir la frágil arquitectura de la coexistencia pacífica.
Tras los acuerdos alcanzados en 1963, tuvieron que pasar casi cuatro años para que la política de control de armamentos recibiera un nuevo impulso. La entrevista entre el presidente Johnson y el primer ministro soviético Kosygin, celebrada en Nueva Jersey en junio de 1967, puso en marcha las conversaciones para la limitación de armas nucleares de largo alcance, más conocidas por su acrónimo inglés SALT (Strategic Arms Limitation Talks), que desembocaron en 1972 en la Firma en Moscú por Kosygin y Nixon de los acuerdos SALT I. Mientras tanto, junto a otros tratados de desnuclearización de menor entidad y una significativa revisión a la baja de la doctrina estratégica de la OTAN, que pasó de la «represalia masiva» a la «respuesta flexible», cabe señalar la firma por las dos superpotencias y Gran Bretaña del Tratado de no proliferación de armas nucleares (1968), que fue rechazado por Francia y China —ambas acababan de entrar en el club de las potencias nucleares—. A este acuerdo le siguieron el Tratado de desnuclearización de los fondos marinos (1971) y la Prohibición del uso de armas biológicas (1972), todo ello bajo la presidencia del republicano Richard Nixon, que había iniciado su controvertido mandato a principios de 1969 con el anuncio de que «tras un período de enfrentamiento, entramos en una era de negociaciones». En realidad, más que una premonición o una declaración de buenas intenciones, era un simple refrendo de la dinámica negociadora emprendida en 1963. El mismo espíritu de distensión hizo posible la firma en 1970 del tratado germano-soviético entre Kosygin y el canciller de la Alemania Federal Willy Brandt, impulsor de una política de apertura al Este (Ostpolitik) que se tradujo en la aceptación del particular statu q o alemán impuesto por la conferencia de Potsdam de 1945.
En 1969, la distensión había entrado en una fase decisiva que culminaría en 1975 con la Firma de los Acuerdos de Helsinki. Que ello ocurriera bajo el mandato de un republicano de probado anticomunismo como R. Nixon, con la inestimable colaboración de Henry Kissinger, primero como consejero de seguridad nacional (1969-1975) y luego como secretario de Estado del presidente Ford (1975-1977), demuestra en qué medida la política norteamericana en relación con el bloque soviético se regía en estos años más por un criterio de puro realismo que por impulsos ideológicos o por el afán de aniquilar al adversario. El propio Kissinger, que se había doctorado en Harvard —donde fue profesor entre 1957 y 1969— con una tesis sobre Metternick y la Europa posnapoleónica, era un firme partidario de la idea del equilibrio como elemento regulador de las relaciones entre las grandes potencias y, desde finales de los años cincuenta, venía planteando en sus libros y artículos los múltiples riesgos que extrañaba el llamado equilibrio del terror, así como las diversas alternativas que cabía explorar en materia de control e inspección de armamentos (Freedman, 1986, 748-754).
Por otra parte, las malas relaciones entre la URSS y China brindaban una oportunidad a Estados Unidos para mejorar su posición en el complejo tablero de la Guerra Fría, en un momento en que la bipolaridad parecía haber entrado en crisis, y no sólo en el Este. El general De Gaulle se desmarcaba ostensiblemente de la política norteamericana y atlantista con una serie de decisiones sorprendentes: reconocimiento de la República Popular China (1964), condena de la intervención norteamericana en Santo Domingo (1965), retirada de Francia del mando integrado de la OTAN (1966), veto a la entrada del Reino Unido en la CEE… Así las cosas, Nixon y Kissinger intentaron aprovechar el giro estratégico de la China de Mao mediante un audaz acercamiento al gobierno de Pekín, cuya concepción del comunismo parecía mucho más sectaria e intransigente que la soviética y, por tanto, menos proclive, en teoría, a un entendimiento con Occidente. Pero había razones para creer que esa aproximación era posible, como, por ejemplo, la coincidencia de China y Estados Unidos en el apoyo a Pakistán en su contencioso con India, apoyada a su vez por la URSS. La evolución de la política exterior china indicaba, efectivamente, que este país consideraba a la Unión Soviética su principal enemigo, relegando a Estados Unidos a un papel secundario. La aproximación norteamericana a China empezó con un viaje secreto de Kissinger a Pekín en julio de 1971 y siguió unos meses después con una visita del presidente Nixon en la que se buscó la mayor repercusión diplomática y periodística. Mientras tanto, la retirada del veto norteamericano permitió a China Popular ingresar en la ONU en sustitución de Taiwán (octubre de 1971). La firma en los meses siguientes de un buen número de tratados bilaterales entre Estados Unidos y la URSS, incluido el acuerdo SALT I ya mencionado, puede considerarse en parte como una consecuencia de la impresión que el acercamiento entre sus dos grandes rivales había producido en la Unión Soviética.