Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
Tags: #Historia
Al finalizar los años veinte la distensión parecía cobrar entidad, pero el optimismo se desvaneció a partir de 1930, tanto por la incidencia de la crisis económica, como por la persistencia de los problemas intraeuropeos, nunca resueltos a pesar de la proliferación de acuerdos adoptados en las numerosas conferencias internacionales. La época de distensión no había servido para paliar el descontento de varios países balcánicos y de Hungría por la fijación de fronteras en los tratados de paz, y sobre esta situación actuó, como elemento desestabilizador, la política exterior de Mussolini. En 1927 Italia firmó sendos acuerdos con Albania y Hungría para favorecer sus reivindicaciones revisionistas y rompió relaciones diplomáticas con Yugoslavia a causa de la persistente reclamación italiana de la costa dálmata, al tiempo que apoyó financieramente el movimiento ultranacionalista austríaco. Por otra parte, empeoraron las relaciones de las naciones occidentales con la Unión Soviética, cuya participación en los organismos internacionales no había disipado su temor a ser invadida por las naciones capitalistas occidentales y el de éstas a la expansión del comunismo. A final de los años veinte se incrementó la tensión entre la URSS y Francia a causa de la exigencia de esta última del pago de las deudas contraídas en la época zarista y de su apoyo a Rumania, con la que la URSS mantenía disputas fronterizas. El Reino Unido rompió relaciones diplomáticas con la URSS debido al soporte del Komintern a la huelga de mineros británicos de 1926, y en general los partidos socialdemócratas europeos quedaron radicalmente enfrentados a la URSS tras el acuerdo en el VI congreso del Komintern (1928) de romper con la socialdemocracia. La Unión Soviética fue considerada por todos un enemigo y los partidos comunistas europeos reactivaron su oposición a los gobiernos socialistas, contribuyendo en algunos casos, como en Alemania, a debilitarlos frente al ascenso del extremismo ultranacionalista.
En tales condiciones, resultaba imposible proseguir en el camino de la distensión abierto por la conferencia de Locarno y el Pacto Briand-Kellogg, como quedó demostrado en el fracaso del proyecto de unión europea presentado por Briand a la asamblea general de la SDN en septiembre de 1929, consistente en establecer lazos políticos entre los países europeos para posteriormente llegar a una unión económica. Es determinante el hecho de que entre los 27 países europeos miembros de la SDN, únicamente Yugoslavia y Bulgaria aceptaran el proyecto. En plena crisis económica, también fracasó la conferencia de desarme celebrada en febrero de 1932 en Ginebra. La crisis creó en todas partes un clima propicio a los nacionalismos y a la desaparición de cualquier sentimiento de solidaridad internacional y, al destruir los mecanismos de crédito, acentuó los desequilibrios Financieros internacionales. Este factor resultó decisivo, pues provocó el fin del pago de las reparaciones de guerra por parte de Alemania: el plan Young, acordado en 1930 en sustitución del Plan Dawes, no tuvo aplicación y tras la moratoria Hoover de suspender por un año el pago de reparaciones, en 1932 se acordó en la conferencia de Lausana acabar con el sistema. Acto seguido, Francia cesó en sus pagos a Estados Unidos por los préstamos de la época de guerra, actitud adoptada asimismo de forma inmediata por el Reino Unido. Ello acrecentó el desentendimiento de Estados Unidos de los asuntos europeos y coincidió con el ascenso de Hitler al poder y con el fracaso de la SDN en la guerra de Manchuria comenzada en 1931: tras la agresión japonesa, China solicitó la intervención del organismo internacional, el cual se limitó a enviar una comisión de investigación y a formular protestas verbales, y aunque en 1933 condenó a Japón, no practicó sanción alguna contra este país, que abandonó la SDN. A la altura de 1933, el optimismo había desaparecido por completo del sistema internacional y de nuevo la tensión, el rearme y la guerra adquirieron completo protagonismo.
Finalizada la Gran Guerra fueron tan acusadas las dificultades económicas que, como hemos visto en el capítulo anterior, surgieron protestas sociales por doquier. La vuelta a la normalidad resultó difícil debido al enorme esfuerzo material y humano exigido por el conflicto, al endeudamiento de los Estados europeos, a la necesidad de reconvertir nuevamente la industria abandonando la producción bélica y al crecimiento de la demanda, sobre todo en los países europeos más afectados. Con todo, el mayor problema fue de carácter monetario. Europa, hasta ahora la gran acreedora del mundo, se convirtió en la gran deudora. Durante los años de guerra los Estados beligerantes habían tenido que solicitar préstamos y emitieron moneda sin respaldo alguno imponiendo su curso forzoso, es decir, sin permitir su convertibilidad en oro. Al llegar la paz, esos Estados precisan para su reconstrucción de todo tipo de productos, que han de importar de fuera de Europa, pues el mercado continental ha quedado en buena parte destruido. Estas importaciones se pagan en oro, dada la escasa confianza en las devaluadas monedas europeas, y también con ese metal se va enjugando el déficit acumulado en la balanza de pagos. De esta manera disminuyeron apreciablemente las reservas de oro en los países beligerantes, hecho agravado por el comportamiento de los capitalistas: quienes poseen dinero tratan de desprenderse de las monedas europeas comprando tierras, joyas u oro que colocan en la banca internacional (Suiza fue la gran beneficiaria, aunque también algunos otros países neutrales, como España, recibieron una parte). Tales actuaciones hundieron más aún las monedas europeas y provocaron una enorme inseguridad en los pagos internacionales. Los países que habían iniciado un apreciable incremento productivo nada más comenzar la paz (Estados Unidos, Japón y los «países nuevos» exportadores de productos alimenticios y de materias primas, como Argentina, Brasil, Canadá…) encontraron todo tipo de dificultades para la venta de sus productos y bajaron los precios, al tiempo que la banca internacional, inquieta por el desorden monetario europeo, redujo sus préstamos. De esta manera se retroalimentó la crisis: los precios bajaron, se redujo la producción (en Estados Unidos disminuyó a la mitad la de acero y otros sectores experimentaron asimismo descensos apreciables, y en Europa la producción agraria descendió un 30% respecto a la de 1913 y la industrial, un 40%) y se desató un proceso inflacionista, que adquirió dimensiones increíbles en Alemania debido a sus circunstancias peculiares. En 1914 un dólar valía 4,2 marcos, pero en enero de 1923 se cambiaba por 18 000 y en septiembre, por la inusitada cifra de 99 millones de marcos. Sin llegar a esta dramática situación, el franco se depreció un 50% y la libra esterlina, un 10%. La disminución de la actividad productiva y la inflación provocaron una fuerte alza de precios, no acompañada por la misma tendencia en los salarlos, de modo que la carestía de la vida se incrementó 2,5 puntos en el Reino Unido, 3,5 en Francia y 12,5 en Alemania.
Por muchas razones, la Gran Guerra había desbaratado el orden económico vigente durante el siglo XIX y, sobre todo, el monetario, basado en la convertibilidad de las monedas en oro (el Gold Standard). Con el objetivo de reconstruir el sistema, la Sociedad de Naciones convocó una conferencia internacional en Ginebra en 1922, donde se acordó un doble procedimiento para garantizar la relación de las monedas con el oro: de forma directa, mediante la convertibilidad de los billetes en lingotes de oro (Gold Bullion Standard), y de modo indirecto, a través del cambio en divisas, como el dólar, convertibles en oro (Gold Exchange Standard). Aunque no hubo ratificación formal de estos acuerdos, la mayoría de los países los pusieron en práctica y poco a poco se fue recuperando el valor de las monedas y el sistema internacional de pagos. A partir de 1923, no de modo uniforme, sino con apreciables disparidades regionales, la economía mundial comenzó una etapa de expansión y se recuperó buena parte de la confianza en el sistema liberal perdida durante la guerra y los primeros años de la paz. De esta forma tiene lugar el período conocido como el de la «prosperidad» de los años veinte, en realidad limitado cronológicamente a la segunda mitad de la década y no exento de múltiples desequilibraos, como quedó de manifiesto en 1929. De ahí que actualmente los historiadores califiquen la época como un momento de «estabilidad engañosa» o «aparente», de «prosperidad frágil» o de «incertidumbre económica», aunque para una parte de los contemporáneos fuera tiempo de euforia, de confianza en el progreso de la economía y, en general, en los valores culturales y sociales de Occidente.
Es evidente que la llegada de la paz desató una especie de alegría de vivir el momento presente, aunque sólo fuera por desquitarse de los sufrimientos del tiempo de guerra. Las sociedades más castigadas (Europa occidental, ante todo) se lanzaron a la reconstrucción de hogares y ciudades, muchas personas volvieron a trabajar en sus ocupaciones habituales y se incrementó el consumo de todo tipo de productos, incluidos los de lujo. Las grandes ciudades de Europa (Berlín, París, Viena, Londres, Barcelona) ofrecieron todo tipo de diversiones. Se importaron nuevos bailes de América (el tango, el charlestón, el fox-trot), se abrieron lujosos restaurantes y salas de fiesta, se ofrecieron esplendorosos espectáculos musicales y, aunque con menos capacidad innovadora que en decenios anteriores, continuaron en alza los artistas de vanguardia. En este tiempo, las «grandes líneas» ferroviarias, dotadas de coches-cama, atraviesan los continentes con viajeros decididos a gozar del turismo; en 1927 Lindbergh realiza en solitario la proeza de un viaje intercontinental en avión desde Nueva York a París sin escalas, 5800 kilómetros recorridos en 33 horas y media; los automóviles abundan en las carreteras; el cine se desarrolla de manera prodigiosa ofreciendo mundos y ambientes de ensueño (es la época del nacimiento de Mickey Mouse de Disney, 1926), de espectaculares películas de aventuras e históricas, de las grandes obras de Chaplin, en las ciudades más pobladas se mezclan por las calles y en los cafés individuos de las más diversas clases sociales en ambientes acogedores donde no se escatima el dinero.
La imagen desenfadada y amable de los «locos años veinte», una especie de vuelta a la «belle époque» del cambio de siglo, en la que parece imponerse la liberación de costumbres (nuevos hábitos cotidianos, cambios en la estética femenina y masculina, cierta liberación sexual, hedonismo…) no fue, con todo, una realidad para el conjunto de la sociedad de la época, ni tan siquiera en los países más avanzados. Este contraste se aprecia perfectamente en la moda femenina y en el papel de la mujer. Los diseñadores más innovadores, pensando en un nuevo tipo de mujer, crean prendas destinadas a una vida activa, diferente a la acostumbrada, a desempeñar cualquier trabajo, viajar en coche, hacer deporte y turismo, disfrutar del aire libre. Los vestidos, en tejidos suaves, con colores intensos a base de cuadros y rayas, se combinan con el pelo corto á la garcon y la falda no cubre por completo la longitud de la pierna. Pero esto no pasa de ser algo circunscrito a una minoría. Basta observar las fotos de la época para corroborar la monotonía en la vestimenta de la inmensa mayoría de las mujeres, el predominio del negro y el mantenimiento de una estética tradicional. Lo más importante es que la vida real de las mujeres dista mucho de la actividad pretendida. La mujer, una vez vueltos los hombres de la guerra, deja de ser necesaria en el trabajo de las fábricas y torna a sus quehaceres domésticos y, aunque en algunos lugares se le reconoce el derecho al voto, sigue sometida legalmente al varón.
Completamente ajenos a la pretendida imagen representativa de los «felices años veinte» se mantuvieron los habitantes del mundo sometido al dominio colonial, que continuaba ocupando la mayor parte del planeta, y el grueso de los trabajadores agrícolas (con mucho, el sector social más importante) de América Latina, de Europa oriental y de Asia. Tampoco en Estados Unidos y en el resto de los países industrializados corresponde esa imagen al conjunto social. Los años veinte son «felices» para una minoría de habitantes de las grandes ciudades (los «happy fews») y ni siquiera participan de ella todos los componentes de las clases acomodadas. Los antiguos notables, los burgueses de las ciudades de provincias y los representantes de las clases medias siguen vinculados a la idea decimonónica de austeridad y luchan pacientemente por ascender en un orden social que consideran inmutable. Convencidos o no, ajustan su forma de vida a los imperativos religiosos, tan alejados del hedonismo como de toda innovación en las costumbres, y rechazan con tanto ahínco la vanguardia artística como todo planteamiento social renovador. Estos sectores acomodados se benefician de los adelantos técnicos y mejoran el confort de sus viviendas (electricidad, instalación de ascensores, conducción de agua, automóvil, aparato de radio, teléfono, etc.), pero están embargados por un profundo temor a cualquier alteración política y social, sobre todo les amedrenta «la revolución roja», la gran espada de Damocles que pende sobre sus cabezas. Por todo ello, exaltan el sentido del ahorro, la integridad de la familia, el orden en las costumbres, las apariencias en el trato social, la pretendida honradez en los negocios y, ante todo, la «normalidad», extremo éste perfectamente personificado por los presidentes republicanos de Estados Unidos durante estos años (Harding, Coolidge, Hoover).
Lejos de resolver los desequilibraos sociales provocados por la segunda revolución industrial, sobre los cuales tratamos en el primer capítulo, la guerra los acentuó. La mayoría de los habitantes del campo sufrió la descomposición de sus formas tradicionales de vida y las dificultades crecientes de la agricultura incrementaron sus problemas cotidianos. Muchos de ellos emigraron a las ciudades en busca de trabajo y contribuyeron al crecimiento de barrios periféricos surgidos sin ningún tipo de planificación urbana y donde no se instalaron los adelantos técnicos ni los servicios sociales existentes en el sector burgués de la ciudad (el «ensanche»). La recuperación económica alivió el paro entre los obreros industriales (muy elevado durante los años de crisis de comienzos del decenio), pero la generalización de nuevos sistemas laborales (la producción en cadena y el taylorismo) creó un nuevo tipo de trabajador, numeroso en las industrias más avanzadas, como la del automóvil, sometido a una alienante rutina laboral. De estos obreros, desilusionados por completo con su forma de vida, se nutrieron fundamentalmente los partidos comunistas, cada vez más combativos en este período. Entre las clases medias menos favorecidas es manifiesto el proceso de proletarización, a pesar de lo cual mantienen el deseo de separación social. Las devaluaciones monetarias dañaron profundamente los patrimonios tradicionales (los basados en la percepción de alquileres, préstamos, obligaciones) y descendió la capacidad adquisitiva de grupos sociales acomodados antes de la guerra.