Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (35 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El debate en torno a la naturaleza del estalinismo ha sido intenso, tanto en la propia Rusia, antes y después de la desaparición del comunismo, como en otras partes. La atención se ha centrado ante todo en la relación del estalinismo con el leninismo, esto es, se trata de dilucidar si el régimen de Stalin fue obra personal o consecuencia y desarrollo lógicos de la Revolución de octubre de 1917. La historiografía occidental se suele inclinar por la primera interpretación. El estalinismo, se puede leer en uno de los últimos estudios monográficos publicados (Mawdsley, 1998, 114), es incomprensible sin el énfasis marxista-leninista en la lucha de clases y constituye una continua vuelta a la fundación del movimiento soviético. Mucho de cuanto sucedió bajo Stalin —continúa— puede ser explicado por la grotesca y errónea relación existente ya en la época de Lenin entre la ideología del socialismo industrial y las realidades de la Rusia campesina. Por otra parte, Lenin ya puso en marcha el triple marco ideológico, burocrático y represivo sobre el que se desarrolló más tarde el terror estalinista (Droz y Rowley, 1, 1986, 345). La historiografía marxista no estalinista, por el contrario, niega la tesis de la continuidad. Según esta corriente, existió una clara oposición entre Lenin y Stalin. El primero subordinó todo su interés personal al Partido y a la revolución y el segundo utilizó a uno y otra para cumplir sus ambiciones y desarrollar sus instintos criminales. El terror estalinista no fue la simple afirmación personal del poder ilimitado del tirano, sino una forma de evitar riesgos que, a su vez, reflejó la falta de confianza en su capacidad de análisis de las situaciones, a diferencia de Lenin que sí tuvo esta capacidad (Hobsbawm, 1995, 389).

Por otra parte, al explicar la dureza del régimen se ha resaltado la importancia de la coyuntura histórica. El estalinismo sería uno de los tres modelos del totalitarismo de los años treinta: el nacionalista (Italia), el racista (Alemania) y el clasista (URSS) (Bruneteau, 1999) y, como en los otros casos, estaría muy determinado por la personalidad del dictador. La radicalización del régimen de Stalin, representada por la colectivización agraria forzada, el incremento agobiante del ritmo de industrialización, la exageración del clima de vigilancia social, la confrontación intencionada con el mundo capitalista y la supervisión personal de las purgas al más alto nivel, tuvo mucho que ver con la personalidad del dictador. Stalin fue inteligente y sumamente trabajador, pero careció de la competencia exigida por la complejidad del Estado soviético y actuó con gran desconfianza hacia su entorno y con enorme crueldad frente a sus enemigos (Mawdsley, 1998, 114).

4.3. La Italia fascista

El 31 de octubre de 1922, tres días después de la «marcha sobre Roma», Mussolini formó su primer gobierno con hombres pertenecientes a los partidos de centro derecha, militares prestigiosos como el general Díaz, y tan sólo cuatro fascistas, aunque éstos ocuparon los ministerios clave del Interior y de Exteriores. El nuevo responsable del ejecutivo italiano dio a entender que estaba dispuesto a gobernar de acuerdo con la legalidad constitucional, de ahí que no alterara el Estatuto Albertino que la establecía desde la unificación, y en sus manifestaciones públicas trató de mostrar una imagen moderada, con el objetivo de tranquilizar a los representantes de las democracias europeas y ganarse en el interior el apoyo de notorias personalidades de la política, de las finanzas y de la cultura, como así fue. Sin embargo, al mismo tiempo, nada hizo para atajar los continuos atentados de los squadristi contra las organizaciones obreras y campesinas. A pesar de esto último, en apariencia el golpe de fuerza de los fascistas no suponía cambios en la legalidad política italiana, pero es evidente que desde el primer momento Mussolini no estaba dispuesto a mantenerla y, con la excusa de la necesidad de garantizar el orden y poner fin a la agitación de las organizaciones sindicales y políticas marxistas, antes de cumplir un mes en el gobierno obtuvo del rey y del parlamento plenos poderes temporales (durante un año) en el campo económico y administrativo. Amparado en estas facultades, procedió de inmediato a depurar la administración, a modificar determinadas leyes para favorecer al Partido Fascista y a desmantelar la oposición sindical y política. Es decir, no perdió el tiempo para fortalecer al ejecutivo e imprimir un sesgo autoritario y jerárquico a todo el sistema de gobierno, lo cual en un principio fue bien acogido por amplios sectores sociales, que consideraron todo ello una arriesgada, pero necesaria, acción enérgica para imponer el orden en el país.

Durante los dos primeros años de gobierno (1922-1924) las fuerzas políticas de derechas y los sectores acomodados de la sociedad, así como la Iglesia Católica, acogieron de buen grado las actuaciones de Mussolini. Amparado en esta especie de alianza y valiéndose de la excusa de varios atentados —sin consecuencias— contra su persona, Mussolini introdujo en 1925-1926 una serie de disposiciones que transformó el orden institucional de Italia (la llamada Legge Fascistissime). A partir de 1926, el régimen fascista se consolidó y, desde 1929, con la firma de los Pactos Lateranenses con el Vaticano, alcanzó un notable grado de consenso social que le permitió vivir su fase de apogeo. La aventura militar en Etiopía, en 1936, la subsiguiente alianza con Alemania y, sobre todo, la Guerra Mundial aceleraron la descomposición del régimen y, al mismo tiempo que desapareció el apoyo social, en particular el de los sectores que habían resultado determinantes en el primer momento (la burguesía industrial y los potentados agrícolas locales), se produjo una grave disensión en el interior del fascismo, que desembocó en la rebelión de los barones del Partido contra el Duce. El 25 de julio de 1943, el Gran Consejo Fascista destituyó a Mussolini en sus funciones y Víctor Manuel III, el monarca que le había encargado formar gobierno en 1922, nombró un nuevo ejecutivo que disolvió el Partido y todos los símbolos fascistas. Oficialmente desapareció el fascismo, aunque Mussolini prosiguió su trayectoria política como presidente de una efímera república creada con el apoyo nazi (la República Social Italiana o República de Saló), hasta su asesinato en abril de 1945, cuando intentaba escapar a Suiza.

El primer paso para la construcción del régimen fascista consistió en la utilización de la violencia del Estado para suprimir toda disidencia. Desde el inicio, Mussolini procedió a expurgar la administración de los sujetos indeseables para él y a suspender primero los diarios socialistas y comunistas y, acto seguido, arrestar a los dirigentes políticos de este signo que no se exiliaron. En 1923, una nueva norma electoral (la ley Acerbo) introdujo las modificaciones precisas, dentro de la apariencia democrática, para garantizar el predominio del Partido Fascista y eliminar al resto de fuerzas políticas de centro y de derecha. Las elecciones de 1924 demostraron la eficacia de la medida: los fascistas obtuvieron la mayoría (de los 35 escaños obtenidos en las elecciones anteriores, pasaron ahora a disponer de 275) y la oposición quedó dividida (la lista con mayores diputados, la del Partido Popular católico —los «popolari»— obtuvo sólo 39 diputados). Al abrirse la nueva legislatura, en mayo de 1924, el diputado socialista Giacomo Matteotti denunció la violencia y las ilegalidades cometidas por los fascistas. Al mes siguiente, los squadristi asesinaron a Matteotti. Casi todos los diputados de la oposición abandonaron el parlamento, esperando una intervención del rey que no tuvo lugar, y los comunistas intentaron un levantamiento obrero que tampoco se produjo. Desapareció el consenso inicial en torno a Mussolini, pero éste, en lugar de aminorar el sesgo autoritario, lo acentuó y los escuadrones fascistas incrementaron sus acciones con actos de suma violencia, como los sucedidos en 1925 en Florencia en la llamada «noche de sangre». Era evidente, por tanto, la desaparición de hecho del sistema parlamentario y el sometimiento de Italia a la violencia de la dictadura fascista.

A partir de 1925, la represión, la violencia y las medidas encaminadas a reforzar al ejecutivo marcaron la vida política. Fueron depurados los funcionarios que demostraran «incompatibilidad con las directrices políticas generales del gobierno», quedaron disueltos todos los partidos políticos y sindicatos salvo los fascistas, se prohibieron las huelgas y el lock-out, se confiscaron los bienes de todos los antifascistas exiliados, a quienes también se les privó de la nacionalidad, se suprimió toda la prensa de oposición, se procedió a la detención policial sin proceso de todo el que criticase al gobierno o al Partido Fascista, se instituyó la pena de muerte para quien atentase contra los máximos cargos del Estado o contra la integridad del territorio nacional, se estableció un Tribunal Especial para la Defensa del Estado, a cuyo servicio se creó una policía secreta especial (la OVRA: Organización de Vigilancia y de Represión del Antifascismo), y se creó una Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional (la milicia fascista), único cuerpo armado del Estado no sujeto a juramento al rey y pagado por los contribuyentes.

Entre las legge fascistissime de 1925, las que incidieron de forma más acusada en la modificación de las estructuras y la naturaleza del Estado, es decir, las destinadas a suplantar en todos los escalones el principio liberal por el autoritario, fueron la sustitución en el gobierno local de los síndicos y de las comunas electivas por un «podestá» (en Roma se le llamó «gobernador») nombrado por el prefecto, figura ésta dotada a su vez de amplios poderes para controlar los derechos ciudadanos, con lo cual desapareció la autonomía de la administración local; el establecimiento del saludo romano en toda la administración y la adopción del fascio littorio como símbolo del Estado. Pero la medida más relevante fue la ampliación de los poderes del presidente del Consejo de Ministros (Mussolini), convertido en diciembre de 1925 en «jefe del gobierno y Duce del fascismo», responsable sólo ante el rey y con capacidad para emitir leyes sin la aprobación parlamentaria.

También en el ámbito económico-social se introdujeron cambios sustanciales para dejar vía libre al dominio fascista. El primer paso fue el acuerdo, en 1925, entre los sindicatos fascistas y la patronal italiana Cofindustria (pronto denominada Confederación Fascista de la Industria) de reconocerse como únicos representantes de las dos partes, obrera y patronal. Al año siguiente se creó el Ministerio de las Corporaciones, ocupado por Mussolini, con la competencia de establecer en todos los ramos productivos y administrativos unos órganos permanentes de conciliación y dirección (las «corporaciones»), integrados por representantes del sindicato de obreros y la patronal. En 1927 se dio un paso más con la publicación de la Carta del Lavoro, que atribuía a las corporaciones la misión de coordinar y mantener la disciplina en todos los aspectos del proceso productivo y se culminó la actuación en 1934 mediante la integración de los sindicatos fascistas en un sistema que comprendía 22 corporaciones, cada una de las cuales tenía representación en el Consejo Nacional de las Corporaciones, donde también existían representantes del Estado y del Partido Fascista.

Una vez desmantelada la oposición antifascista, de hecho fueron el rey y la Iglesia Católica los dos mayores límites a la autoridad de Mussolini. Las relaciones con la Iglesia fueron resueltas satisfactoriamente para el fascismo en febrero de 1929 con la firma de los Pactos Lateranenses, hecho que contribuyó en alto grado a la consolidación del régimen, pues puso fin al litigio entre Iglesia y Estado arrastrado desde la unificación. Estos Pactos constaron de un tratado, un concordato y una convención financiera. En virtud del tratado, el Estado reconocía la soberanía absoluta de la Santa Sede sobre la Ciudad del Vaticano y la religión católica como única del Estado y a cambio la Santa Sede reconocía al Estado fascista y la capitalidad de Roma. En el concordato se estableció que los obispos juraran fidelidad al Estado y los órganos jurisdiccionales eclesiásticos se sujetarían al control estatal, mientras el Estado se comprometía a otorgar el reconocimiento civil a los matrimonios celebrados ante un sacerdote (hasta entonces sólo era válida la inscripción en el municipio), establecía la instrucción religiosa obligatoria en la escuela y permitía la actividad de la Acción Católica, única asociación no fascista tolerada a partir de entonces en Italia. La convención financiera establecía el pago a la Santa Sede de una compensación de 1750 millones de liras por la pérdida de los Estados Pontificios y la consignación en los presupuestos estatales de un suplemento para el mantenimiento del clero parroquias.

La figura del rey, Víctor Manuel III de Saboya, fue una permanente «espina para Mussolini» (Tranflaglia, 1995, 542). El monarca careció de poder efectivo, pero jugó un papel representativo no carente de importancia y, al no renunciar a sus prerrogativas formales (hecho que en repetidas ocasiones manifestó a Mussolini), constituyó un límite a la autoridad del dictador. Por esta razón, el propio Mussolini calificó al régimen de «diarquía», aunque el poder efectivo siempre estuvo en sus manos. El rey facilitó el ascenso al poder de Mussolini y lo apoyó en momentos delicados (en particular con motivo del «caso Matteotti», en que existió una posibilidad de desembarazarse del jefe fascista) y, en general, estuvo siempre de acuerdo con la política fascista, entre otros motivos porque sabía que contaba con la aquiescencia de la aristocracia y de la alta burguesía. Por su parte, Mussolini no pensó en derrocar al monarca, porque era consciente, a su vez, del apoyo prestado al fascismo y de su prestigio en la sociedad italiana, pues la unificación se había realizado en torno a la monarquía. La condena internacional de Italia tras la guerra de Etiopía deterioró las relaciones entre el rey y el dictador, hecho agravado a partir de la alianza con Alemania en 1938, de modo que al iniciarse la Guerra Mundial era manifiesto el alejamiento entre el rey y Mussolini, aunque éste no pensó en derrocarlo, confiado en que por razones naturales (superaba los 70 años) le dejara sin traumas la vía libre.

El Estado fascista (el Stato nuovo) se fue configurando de acuerdo con las circunstancias de tiempo, lugar y modo, como expresó el propio Mussolini, es decir, al paso de los acontecimientos. Al acceder al poder, ni Mussolini ni los más destacados dirigentes fascistas disponían de una doctrina elaborada. El Duce fue ante todo un oportunista, que primero se declaró republicano y ateo y luego, cuando constató que la sociedad italiana iba por otros derroteros, se manifestó monárquico y no tuvo inconveniente en acercarse a la Iglesia Católica.

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