Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (60 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Los hechos que se desarrollaron en Francia en los últimos días de mayo hacen muy dudoso, sin embargo, que se pueda hablar de un sujeto revolucionario en el sentido marxista del concepto y, por tanto, de revolución. El día 27, los sindicatos obreros y el gobierno firmaban los acuerdos de Grenelle, por los que los primeros obtenían importantes mejoras salariales a cambio de volver al trabajo. Aunque los acuerdos fueron rechazados por una parte del movimiento sindical, las autoridades habían conseguido romper el temible frente formado por estudiantes y trabajadores. El gobierno de De Gaulle, que durante algunos días pareció desarbolado y a la deriva, había recuperado el control de la situación. El desconcierto y las divisiones internas cambiaban de bando. El 30 de mayo, una multitudinaria manifestación recorrió los Campos Elíseos en apoyo al presidente de la República. Ese mismo día, De Gaulle anunciaba la disolución del Parlamento y la convocatoria de elecciones anticipadas. La respuesta de los estudiantes, al grito de «¡Elecciones, traiciones!», mostraba tanto su frontal rechazo del sistema parlamentario como su temor, pronto se vio que fundado, al resultado de los comicios.

A lo largo del mes de junio, la situación se fue normalizando tanto en las fábricas como en las universidades. Los últimos reductos del movimiento —la Sorbona, el Odeón y la Escuela de Bellas Artes— fueron desalojados por la policía. A finales de aquel mes se celebraron las elecciones generales, con una victoria aplastante del partido del gobierno, el gaullista RPR. Que aquellas elecciones triunfales no cerraban del todo la grave crisis de mayo lo demostraría la dimisión del propio general De Gaulle un año después. En todo caso, ni la clase obrera, atraída por el movimiento estudiantil, pero recelosa de su carácter pequeño-burgués —expresión empleada a menudo por el PCF—, ni los estudiantes, que hicieron del espontaneísmo y de su falta de programa una de sus señas de identidad, llegaron a convertir aquel movimiento en una verdadera revolución. El sistema no tardó en asimilar algunos de los principios inspiradores de mayo del 68, según el comportamiento tantas veces descrito por Marcuse. Incluso algunos de los líderes de los movimientos contestatarios de los sesenta se acabaron integrando plenamente en la sociedad y en sus instituciones, como el filósofo y escritor Bernard-Henri Lévy, asesor del futuro presidente Giscard d'Estaign, el activista hippie Jerry Rubin, que veinte años después confesaría no salir nunca de su casa sin comprobar que llevaba la tarjeta de crédito, o el provo holandés Rob Stolke, convertido en un empresario de éxito (Cohn-Bendit, 1998, 37 y 72). Pero la manipulación y la asimilación se habían dado en las dos direcciones. En el decisivo papel que el eslogan tuvo como elemento de agitación y movilización se puede ver, por ejemplo, la poderosa influencia del lenguaje publicitario en la contracultura y en la estética pop. Culminación y símbolo del ciclo de revueltas juveniles de los años sesenta, el final del mayo francés demostraría, como escribió por entonces el historiador Eric Hobsbawm, que escandalizar al burgués es mucho más fácil que acabar con él («Revolution and Sex», Reed en Hobsbawm, 1998, 229-232).

El panorama de las revueltas de aquella década estaría incompleto sin dos episodios de gran trascendencia que se desarrollaron al otro lado del telón de acero: la Primavera de Praga (1968) y la Revolución cultural china (1966-1968). Si la rebelión juvenil en los países occidentales hace difícil establecer un patrón común a todas sus manifestaciones, más problemático resulta integrar en el ciclo de protestas sociales y juveniles de aquella década lo sucedido en escenarios tan distintos como la Checoslovaquia comunista y la China de Mao. Empezando por la primera, hay que decir, sin embargo, que la coincidencia en el tiempo entre los sucesos de Checoslovaquia y el mayo francés, el espíritu festivo que tuvieron al principio ambos movimientos y la participación de estudiantes e intelectuales hicieron inevitable que se viera en ellos un cierto paralelismo. En todo caso, su desenlace pondría de manifiesto los límites de esa analogía.

Por lo pronto, la llamada Primavera de Praga revistió un carácter esencialmente político. Se trataba de reformar desde dentro el régimen comunista impuesto al país tras el golpe de Estado de 1948 e iniciar una transición pacífica y gradual a un régimen democrático. Es lo que se llamó «socialismo de rastro humano», tomando la expresión acuñada por el sociólogo Radovan Richta. Conviene recordar a este respecto que Checoslovaquia era el único país del bloque del Este que tenía una cierta tradición democrática, aunque limitada al período de entreguerras. Contaba, además, con un notable desarrollo económico en comparación con otros países comunistas y con unas elites intelectuales ansiosas de reformas, como se pudo comprobar en el congreso de escritores checoslovacos celebrado en junio de 1967. Por otra parte, el proyecto democratizador del secretario general del Partido Comunista, Alexander Dubcek, tenía precedentes en otras experiencias reformistas de la Europa del Este, como la que tuvo lugar en Hungría en 1956. El recuerdo de este episodio, abruptamente concluido con la intervención militar soviética, no invitaba precisamente al optimismo.

Pese a la prudencia de las autoridades checoslovacas, visible en el Programa de acción aprobado por el Partido Comunista en el mes de abril, las fricciones con la URSS no tardaron en aparecer. Una carta suscrita en junio por varios gobiernos del Este, incluido el soviético, advertía ya contra los peligros que extrañaba la apertura informativa emprendida por el gobierno checoslovaco. Las tensiones fueron en aumento y, finalmente, los días 20 y 21 de agosto las tropas del Pacto de Varsovia irrumpieron en Checoslovaquia para derrocar al gobierno de Dubcek. Tanto él como los demás miembros reformistas del Partido Comunista fueron inmediatamente detenidos. Simultáneamente, el aparato de propaganda soviético, con la agencia Tass a la cabeza, empezó a difundir confusas informaciones sobre la existencia en Checoslovaquia de «fuerzas contrarrevolucionarias» cómplices a su vez de «fuerzas extranjeras hostiles al socialismo», cuya desarticulación habría sido solicitada, según Tass, por los propios dirigentes checoslovacos (cit. Zorgbibe, 1997, 343). El éxito de la intervención militar permitió volver a la situación anterior a las reformas de Dubcek y restablecer la doctrina Breznev de la «soberanía Limitada» de los países del Este de Europa.

La revolución cultural china (1966-1968) fue uno de los grandes acontecimientos de la década. Su complejo significado histórico debe contemplarse desde un doble prisma: como una manifestación lejana y exótica del espíritu contestatario de los sesenta —aunque respondió fundamentalmente a factores de política interna— y, al mismo tiempo, como uno de los referentes de las revueltas juveniles de la época, por su fuerte influencia en ciertos sectores de la extrema izquierda occidental, seducidos por la imagen de pureza e intransigencia que transmitía el maoísmo. La revolución cultural presenta, efectivamente, algunas coincidencias con lo sucedido en Occidente en estos mismos años, pues se trata de un movimiento esencialmente juvenil que nace en medios universitarios con un marcado sesgo de rebelión generacional y antiautoritaria. Expresión de esto último sería la «campaña contra los cuatro vicios», una de las muchas que protagonizaron los guardias rojos, una nueva organización juvenil de carácter paramilitar que contaba con varios millones de miembros de entre quince y veinte años. Todo ello se tradujo en el rechazo violento del principio de autoridad dentro del partido y en una verdadera caza de brujas contra aquellos a los que se imputaban inclinaciones burguesas o revisionistas. Ruptura generacional, cuestionamiento del orden jerárquico instaurado por la revolución, crítica de la mentalidad occidental, regreso al campo, una ingenuidad matizada de fanatismo… El paralelismo con los movimientos juveniles en Occidente llega también al uso de ciertos medios de comunicación, como los periódicos murales —los dazibao—, plagados de denuncias, caricaturas, eslogans y consignas. La que, a modo de contraseña, puso en marcha la movilización de los guardias rojos podría haber figurado en cualquier callejón del Barrio Latino: «Bombardea el cuartel general». La idea era recuperar el espíritu purificador de la revolución, que el supuesto aburguesamiento de muchos cuadros e intelectuales del partido había echado a perder, y empezar a construir una sociedad verdaderamente nueva. Entre las formas de conseguirlo se recurrió al exterminio de los peces que daban colorido a los estanques públicos, por considerar que tenían efectos alienantes sobre las masas populares (Veiga, Da Cal y Duarte, 1997, 204-205). Los miles de asesinatos y ejecuciones que, por razones políticas o ideológicas, se produjeron al amparo de la revolución cultural —fuentes occidentales hablaron de 400 000 muertos-hacen de este episodio algo más que un experimento pintoresco.

En realidad, la Revolución cultural proletaria, como fue denominada oficialmente, tuvo mucho de purga encubierta lanzada desde el poder contra amplios sectores del gigantesco aparato del Estado. Para ello se utilizó a los sectores más radicales e impulsivos del partido y del ejército, convenientemente enardecidos con consignas ad hoc, como la que el propio Mao Tse-tung dirigió a los guardias rojos: «Está justificado rebelarse». Que el autor de esta frase fuera el máximo dirigente de la China comunista, tras unos años de relativo alejamiento del poder, indica hasta qué punto la revolución cultural estaba lejos de ser un movimiento espontáneo de las masas. El fervor religioso que la figura de Mao despertó en los guardias rojos denota un caso extremo de culto a la personalidad. Sólo en dos años se editaron trescientos cincuenta millones de ejemplares del famoso Libro rojo y los guardias rojos llegaron a imponer la obligación de que todos los vehículos motorizados llevaran un retrato de Mao. El presunto carácter renovador y contestatario del movimiento casa mal igualmente con el enorme poder que a lo largo de estos años acumuló el ejército chino, convertido, bajo la dirección del mariscal Lin Piao, en principal fuente de legitimidad revolucionaria y modelo de comportamiento —”Aprended del ejército”, rezaba uno de los dazibaos de 1967 (Blumer, 1972, 109)—. Así pues, aunque la revolución cultural china se pueda incluir, por las razones indicadas, en el ciclo de convulsiones sociales y generacionales de los sesenta, debe considerarse más bien como la negación de aquellos valores y principios que marcaron las revueltas estudiantiles en Occidente y como expresión exacerbada de fenómenos sociales y políticos característicos del socialismo real, como las purgas, la lucha por el poder o el culto a la personalidad.

La destitución del jefe del Estado, Liu Shao-chi, en 1968 fue uno de los más sonados triunfos de los guardias rojos, que le habían convertido en blanco —lo mismo que cierta prensa oficial— de todo tipo de burlas y acusaciones, siempre relativas a su complicidad con el capitalismo. Pero la revolución cultural se encontraba ya en una fase de descomposición. Mao se había desmarcado de ella a finales de 1967. La eliminación de muchos cuadros del partido y del Estado —no sólo cargos burocráticos, sino también técnicos, ingenieros e intelectuales, sometidos a implacables procesos de «reeducación» —y la potenciación de las comunas rurales en perjuicio del sector industrial habían tenido efectos devastadores sobre la economía nacional. Cuando en 1969 se celebró el IX Congreso del Partido Comunista, la experiencia se podía dar por terminada. Desde el comienzo de la revolución cultural, tres años antes, sólo una tercera parte de los miembros del Comité Central del partido permanecían en el cargo. La muerte de Lin Piao en 1971, en extrañas circunstancias —en un accidente aéreo mientras volaba de incógnito a Moscú—, suele considerarse un eco tardío del fracaso de la revolución cultural, de la que fue uno de los principales artífices.

8.6. El conflicto de Oriente Medio: de la\1«\2»\3al Yom Kippur

Oriente Medio se había convertido en uno de los espacios más calientes de la Guerra Fría. Razones económicas, políticas y, sobre todo, geoestratégicas habían llevado a los dos bloques a tomar partido por uno de los dos bandos. Después de algunas vacilaciones iniciales, en 1967 las posiciones estaban ya decantadas con arreglo al esquema bipolar propio de la Guerra Fría: Occidente apoyaba a Israel, en tanto que el bloque soviético y los países no alineados respaldaban a los Estados árabes, solidarios a su vez con el pueblo palestino en su contencioso con el Estado de Israel. Este reparto de papeles se traducía en una generosa ayuda militar a los países de la zona. Mientras los ejércitos árabes contaban con abundante material de guerra soviético, Israel era abastecida por Occidente, sobre todo por Francia, que fue hasta 1967 su principal proveedor. La ayuda militar norteamericana, por el contrario, fue muy modesta hasta los años sesenta, aunque aumentó a lo largo de la década gracias a sendos acuerdos firmados con Israel en 1962 y 1966, y se incrementó espectacularmente a partir de 1971 (Derriennic, 1980, 182-183). De todas formas, como se recordará, en el conjunto de la Guerra Fría, el mayor cliente de la industria militar norteamericana será Arabia Saudí.

En 1964, la creación, por iniciativa del gobierno egipcio, de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había permitido unificar bajo unas siglas comunes a grupos palestinos de muy diversas tendencias, unidos en la lucha por un «Estado democrático palestino» y por la «eliminación de Israel», tal como proclama su carta fundacional. La subida al poder en Siria en 1966 del ala izquierda del partido Baas contribuiría a deteriorar sensiblemente las relaciones con sus vecinos judíos. A las acciones de los comandos palestinos, apoyados por Siria y Jordania, respondió Israel con «acciones preventivas» de carácter militar.

La tensión aumentó también en la zona del Canal de Suez cuando en mayo de 1967 el gobierno egipcio de Nasser exigió la retirada de la fuerza militar de interposición que la ONU mantenía en Gaza y en el Sinaí desde 1956, además de ordenar el cierre del golfo de Áqaba y bloquear así el puerto israelí de Eilath, única salida al mar que Israel tenía en el Sur. El 14 de mayo, Nasser decretó la movilización general y el envío de tropas al Sinaí. Mientras tanto, Siria ponía a su ejército en estado de alerta. Ante la inminencia de una nueva guerra, entre finales de mayo y principios de junio Egipto se apresuró a firmar acuerdos de ayuda mutua con Jordania e Irak. Las palabras pronunciadas por el presidente Nasser el 28 de mayo —”Esta batalla demostrará quiénes son los árabes y quién es Israel”— no pudieron ser más inoportunas.

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