Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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En todo caso, por grande que fuera la contribución del federalismo titoísta a la integración en un Estado multiétnico de territorios y pueblos tradicionalmente enfrentados, lo que no consiguió fue borrar las diferencias, a veces abismales, que separaban a esos pueblos, como por ejemplo, en su nivel de desarrollo económico. A lo largo de los años, hubo incluso una tendencia al aumento de las desigualdades entre los territorios más prósperos y los más subdesarrollados; así, el ingreso medio en Eslovenia pasó de ser, en 1946, tres veces más alto que en Kosovo, a 4,6 veces en 1965 y 6,1 en 1984 (Taibo, 1999, 45). Con el tiempo, estas desigualdades generaron un creciente desapego hacia el modelo federal, tanto en los territorios más ricos, como Croacia o Eslovenia, que veían su pertenencia al Estado federal como un lastre para su desarrollo económico, como en los territorios más pobres, castigados con las mayores tasas de paro 57% de desempleo en Kosovo en 1989 y sometidos a una humillante dependencia del Estado y al dominio abrumador de la minoría serbia entre los cuadros administrativos y económicos de la región. Incluso en Serbia, verdadera matriz del Estado yugoslavo, cundió la sensación tras la muerte de Tito de que el modelo federal se había construido en detrimento de los intereses serbios, sacrificados en aras de la integración, siempre frágil y precaria, de los Estados menos comprometidos con la idea de una Yugoslavia unida.
Algunas decisiones tomadas por las autoridades yugoslavas a finales de los años ochenta indican, efectivamente, un deseo de corregir en beneficio de Serbia el equilibrio de poder territorial establecido en tiempos de Tito y de dar cobertura política, mediante la creación de repúblicas autónomas, a las minorías serbias instaladas en Croacia y Bosnia-Herzegovina. La agresividad mostrada por el nacionalismo serbio en los años ochenta fue una de las causas del estallido de las guerras civiles en Yugoslavia, coincidiendo con el hundimiento del socialismo real en Europa del Este. En 1990, el desmantelamiento del régimen de partido único, en línea con lo que estaba sucediendo en los demás países socialistas, no haría más que acelerar la deriva del comunismo serbio —la histórica Liga de los Comunistas, transformada, bajo la dirección de Slobodan Milosevic, en el Partido Socialista de Serbia— hacia un nacionalismo cada vez más beligerante e intransigente. Al tiempo que Serbia abolía la autonomía de Kosovo y Vojvodina, situadas en su área de influencia, Eslovenia, Croacia y Macedonia aprobaban en referéndum, por abrumadora mayoría, su separación de la Federación yugoslava. La negativa del gobierno federal y de los serbios de estos territorios a aceptar la independencia desencadenará un enfrentamiento armado rápidamente extendido a Bosnia-Herzegovina.
La intervención de la comunidad internacional en el conflicto ha tenido diversos grados de implicación, a veces con efectos contraproducentes. El reconocimiento de Croacia y Eslovenia por Austria y Alemania en 1991 ha merecido un juicio muy severo por parte de ciertos sectores de la izquierda europea, que han visto en este hecho uno de los detonantes de la guerra, al marcar un punto de no retorno en la desintegración de Yugoslavia. Desde esta perspectiva un tanto discutible —la guerra civil ya había empezado cuando se produjo el reconocimiento diplomático—, la decisión de Austria y Alemania respondería tanto al viejo sueño de la hegemonía germánica en la Mitteleuropa, de la que formarían parte Eslovenia y Croacia, como al deseo de arruinar toda posibilidad de supervivencia de una Yugoslavia unida y socialista. El hecho indudable es que en el conflicto yugoslavo Occidente tomó partido en contra de Serbia, sometida al embargo económico y al aislamiento internacional por parte de los países occidentales y, por extensión, de los principales organismos supranacionales. Que la Rusia poscomunista de Yeltsin se alineara a su vez con Serbia —como hiciera la Rusia zarista en 1914— hace poco creíble, sin embargo, el valor que a veces se ha atribuido al ultranacionalismo de Milosevic como último vestigio del socialismo del Este y, por tanto, al carácter de cruzada ideológica conferido al papel de Occidente en el conflicto.
Una de las causas fundamentales de la movilización internacional frente al problema yugoslavo fue el impacto que en la opinión pública tuvo el carácter particularmente cruento del conflicto, que se tradujo en decenas de miles de muertos —200 000 sólo en la guerra en Bosnia— y en el desplazamiento forzoso de más de la mitad de la población fuera de su lugar de residencia, huyendo de la limpieza étnico llevada a cabo principalmente por las fuerzas serbias y por milicias, más o menos incontroladas, de toda procedencia. El ensañamiento con la población civil es un rasgo común a todas las guerras civiles, pero las circunstancias de la antigua Yugoslavia, verdadero mosaico de etnias y pueblos, con numerosas bolsas de minorías cautivas en territorio hostil, favorecían como pocas la persecución de un enemigo civil fácilmente identificable y, a partir de ahí, el desarrollo de una espiral de venganzas en la retaguardia. La respuesta internacional basculó entre la presión diplomática y económica, la búsqueda de soluciones negociadas que permitieran reconducir el conflicto y la intervención militar en la zona, como los ataques aéreos lanzados en 1995 sobre las posiciones serbo-bosnias en torno a Sarajevo y en 1999 sobre Bosnia y Montenegro en plena Guerra de Kosovo o el envío de fuerzas de interposición de la OTAN. En la dinámica negociadora se inscriben el plan Vance-Owen de 1993 relativo a Bosnia, auspiciado por la ONU, y sobre todo el acuerdo firmado en Dayton, Estados Unidos, dos años después, que permitió una precaria pacificación de la zona, aunque el conflicto no tardó en trasladarse a la región de Kosovo, fronteriza con Albania.
La desintegración de la antigua Yugoslavia, en sus distintas secuencias y con su corolario de guerras civiles, ha cubierto toda la década de los noventa (independencia de Croacia y Eslovenia, 1990-1991; Guerra de Bosnia-Herzegovina, 1992-1995; Guerra de Kosovo, 1998-1999) y es previsible que siga gravitando negativamente sobre el nuevo orden mundial surgido del fin de la Guerra Fría. Se trata en realidad de un viejo conflicto que tiene hondas raíces en la historia de Europa, desde la descomposición del Imperio otomano hasta el choque entre pangermanismo y paneslavismo en la zona de los Balcanes, y que ha marcado profundamente el principio y el final del siglo, con un largo y engañoso paréntesis durante la existencia del Estado yugoslavo. Si la Primera Guerra Mundial se desencadenó tras el asesinato de Sarajevo en 1914 —aunque las verdaderas causas del conflicto, como se vio al principio de este libro, son sumamente complejas—, el martirio de la capital bosnia entre 1992 y 1995 simboliza lo que el fin del comunismo ha tenido de vuelta atrás en la historia, con el resurgir de muchas de las contradicciones y conflictos heredados de tiempos pretéritos y que el siglo XX ha dejado pendientes. El drama de la antigua Yugoslavia sería, en suma, el mejor paradigma de lo que Alain Minc ha llamado «la venganza de las naciones» ante el avance imparable de la globalización.
La evolución de la China comunista en los últimos años del siglo XX siguió exactamente el camino inverso al que llevó a la desaparición del socialismo real en el Este de Europa. De forma muy sumaria podría decirse que ese camino discurrió entre dos líneas contrapuestas y, sin embargo, complementarlas: ausencia de toda liberalización política, tal como quedó patente en la brutal represión del movimiento estudiantil en la Plaza de Tiananmen (1989), y éxito fulgurante de la liberalización económica y de la transición al capitalismo.
La República Popular China había superado no sin dificultades el problema sucesorio creado tras la muerte de Mao Tse-tung en septiembre de 1976, meses después de la muerte de quien parecía llamado a dirigir el país tras la desaparición del Gran Timonel: el primer ministro Chu En-lal. Tras una etapa de confusión y cierto vacío de poder, el régimen quedó en manos del sector más moderado y pragmático del Partido Comunista, liderado por Deng Xiaoping, mientras que el grupo más radical e integrista formado por la llamada banda de los cuatro entre ellos la viuda de Mao-fue sometido a una implacable persecución. Al mismo tiempo eran rehabilitados, y en algunos casos promocionados a cargos de la máxima importancia, destacados dirigentes del partido depurados durante la Revolución cultural. El deslizamiento del régimen, iniciado por Chu En-lai en los últimos años de Mao, hacia posiciones cada vez más moderadas pudo apreciarse claramente en el Congreso del Partido Comunista celebrado en 1982 y en la constitución promulgada ese mismo año, aunque el giro hacia la economía de mercado se produjo sobre todo tras la reforma económica aprobada por el Comité Central del PCCH en octubre de 1984, ratificada por el XIII Congreso del partido tres años después. Las principales consecuencias del nuevo rumbo adoptado por el comunismo chino serán la primacía del poder del Estado sobre el partido y el ejército y la modernización económica como objetivo prioritario del ciclo histórico en el que estaba entrando el país.
El nuevo modelo de desarrollo tomó como referencia las prósperas economías de Singapur y Hong Kong. La fórmula combinaba una fuerte dosis de autoritarismo político —lo que en la China comunista no era ninguna novedad— con un programa de liberalización acelerada de la economía nacional —privatizaciones, desregulación del mercado de trabajo, libre fluctuación de los precios—, con el objetivo de convertir el sector industrial, convenientemente modernizado, y las inversiones extranjeras en el motor de un crecimiento sostenido. La evolución del empleo en 1999 indica, de un lado, la importancia que el sector público conserva en la economía china, pero también su tendencia declinante, con una pérdida de veinte millones de puestos de trabajo en todo el año, impuesta por la prioridad que las autoridades conceden a la empresa privada en el marco del llamado «capitalismo con peculiaridades chinas». El elevado coste social que estos cambios tendrán a corto plazo se verá neutralizado previsiblemente por el férreo control que el régimen comunista ejerce sobre la población, lo cual puede permitir a la economía china superar la fase crítica de la transición al capitalismo y ganar el tiempo necesario para que las reformas emprendidas empiecen a revertir en un mayor bienestar material. La prosperidad económica, traducida en una mejora sustancial del nivel de vida de la población, sería la base de la nueva forma de autolegitimación del comunismo chino. Algunos datos indican notables progresos en esa dirección: en 1999 el 96% de la población urbana disponía ya de televisor en color, el 56% de vídeo y el 28% de teléfono móvil.
De todas formas, persisten algunas dudas sobre la viabilidad a largo plazo de este modelo de desarrollo. La integración de su economía en el capitalismo internacional se ha producido tanto por la llegada de inversiones extranjeras —si bien en menor medida de lo que suele creerse—, como por el ritmo creciente de sus exportaciones a los países occidentales, en particular a Estados Unidos, y por la decisiva aportación de una extensa red de empresas chinas establecidas por todo el mundo y conectadas con los principales centros financieros de la China continental. El relanzamiento económico por las autoridades comunistas de ciudades y provincias cesteras de gran tradición comercial, como Shanghai y Guandong, convirtió a estas zonas en auténticos laboratorios de experimentación económica, en los que un capitalismo desaforado, d estilo de la vecina Hong Kong, injertado sobre un tejido social muy receptivo, llegaba a dar tasas de crecimiento anual superiores al 12% del PIB. Para el conjunto del país, el aumento del PIB fue del 10,5% en 1995, aunque la crisis financiera de finales de los noventa redujo la tasa al 7,8% de crecimiento para el año 1998. La prosperidad del sector inmobiliario y la hiperactividad del sector financiero, estimulado por unos altísimos tipos de interés (1 8%-20% en Guandong a mediados de los noventa), hicieron de estos enclaves el destino de una buena parte del ahorro nacional, lo que acabó de consagrarlos como principal escaparate del nuevo capitalismo de la República Popular China.
En la evolución política del país desde Finales de los años ochenta, la estabilidad y el inmovilismo parecen predominar sobre la voluntad de apertura y democratización. La sucesión de Deng Xiaoping tras su muerte se produjo con toda normalidad, sin las convulsiones de otros tiempos. El Partido Comunista conserva intacto su liderazgo político y social, acreditado por los 54 millones de afiliados con los que contaba en 1996. Pero, tarde o temprano, la vía china al capitalismo tendrá que afrontar el problema de las libertades y, especialmente, el de la libertad de información, sin la cual, como vimos en el caso soviético, será muy difícil que las nuevas tecnologías de la información, todavía escasamente desarrolladas, alcancen el nivel necesario para que China consolide en el plano económico y militar su transformación en una gran potencia mundial.
No hace falta señalar las grandes diferencias de toda índole que, pese a la evolución de la China comunista hacia el capitalismo, subsisten entre los principales países de Extremo Oriente, en particular, entre China y Japón. Ésta es la razón por la cual se ha cuestionado recientemente la existencia de un área del Pacífico como un espacio económico y cultural integrado, que comprendería a los dos países citados más los llamados tigres asiáticos (Castells, 1998b, 339-341). Pero es indudable también que esta zona presenta algunos rasgos comunes que, vistos desde Occidente, no dejan de llamar la atención: el componente nacionalista de su cultura política y económica —un factor sorprendente, si se tiene en cuenta su alto grado de integración en la economía global—, el peso del sector financiero e inmobiliario y un fuerte intervencionismo estatal que contradice algunos tópicos occidentales sobre el supuesto ultraliberalismo de aquellas economías. En los casos, aparentemente tan distintos, de la China comunista y del Japón contemporáneo aún podría añadirse su capacidad para llevar a cabo profundas transiciones históricas sin ruptura aparente con el pasado: el comunismo en China; el viejo imperio teocrático en Japón.
Que este último país fue la avanzadilla del capitalismo internacional hacia el nuevo paradigma de la sociedad de la información lo sugiere el hecho de que el propio concepto fuera acuñado en japonés en 1963 (Johoka Shakai) e importado por Occidente quince años después. No era la primera vez que Japón desempeñaba un papel pionero en un sector estratégico de las ciencias aplicadas. En 1873, la Universidad Imperial de Tokio había creado el primer departamento de ingeniería eléctrica del mundo. Lo importante, en todo caso, fue el respaldo que el nuevo concepto obtuvo del establishment político y empresarial japonés, que apostó muy tempranamente, ya a finales de los sesenta, por un giro de su aparato productivo hacia la tecnología de la información en detrimento de aquellas industrias que supusieran un consumo intensivo de energía y materias primas —dos carencias históricas de la economía japonesa—. Cuando en 1973 estalló la crisis del petróleo, Japón estaba preparado para lanzarse en pos del liderazgo mundial en la producción y consumo de bienes ligados a las nuevas tecnologías de la información. Pero, como demostró la crisis económica de finales de los noventa, su modelo de desarrollo, al igual que el de los demás países de la zona, tiene también su talón de Aquiles en esa mezcla de nacionalismo e intervencionismo que durante mucho tiempo actuó como un poderoso estímulo al desarrollo, pero que puede frenar su adaptación a las reglas del juego impuestas por la economía global.