Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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La experiencia histórica emprendida en Rusia en 1917 había demostrado que, contra las previsiones de Marx, era posible pasar de una economía atrasada y, en muchos sentidos, precapitalista a un régimen socialista capaz de impulsar la modernización y la industrialización que el débil capitalismo ruso apenas había iniciado. Hubo un momento en el que los frutos de esa transformación parecieron impresionantes. Durante mucho tiempo, el comunismo soviético fue considerado, por amigos y enemigos, un sistema sólidamente asentado, inmune a los caprichosos avatares de la economía capitalista y más estable que muchas democracias del llamado mundo libre. Todavía en vísperas de la caída del comunismo, algunos historiadores occidentales, como Paul Kennedy en un libro publicado en 1987 (The Rise and Fall of the Great Powers), veían más próximo el derrumbe del imperio americano que el fin de la Unión Soviética. La realidad, sin embargo, era muy distinta. Setenta años después de la Revolución de octubre, la nueva transición pretendida por la perestroika, retornando el hilo extraviado del socialismo democrático y la economía de mercado, aparecía plagada de incertidumbres. Un viejo chascarrillo ruso, recordado por el historiador T G. Ash a este propósito, sirve para ilustrar el problema histórico que planteaba esta especie de transición al revés del comunismo a la democracia y al capitalismo: «Sabemos que puedes convertir un acuario en una sopa de pescado; la pregunta es si puedes volver a convertir la sopa de pescado en un acuario» (Ash, 2000, 54).
La caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 simbolizó a los ojos del mundo el fin de una época marcada por la división del planeta en dos grandes bloques. Pero los cambios no se detuvieron ahí. Las últimas democracias populares del Este de Europa fueron cayendo en los meses siguientes para dar paso a gobiernos no comunistas y a regímenes parlamentarios de tipo occidental. A partir de entonces, las vicisitudes de estos países, desde la consolidación de la democracia hasta su propia continuidad como Estados-nación, dependieron de circunstancias muy variables, como la existencia o no de una tradición democrática, el grado de desarrollo económico o la pervivencia de viejos conflictos étnicos. Ese retorno relativo a la historia nacional con todos sus atavismos —eso que C. Taibo ha definido como la «reaparición de la historia»'— fue posible por la desintegración del mundo comunista como bloque homogéneo y por el fin de la Guerra Fría, consumado a principios de la década de los noventa con la reunificación alemana en octubre de 1990, la autodisolución del Pacto de Varsovia en julio de 1991 y la desaparición oficial de la Unión Soviética el 31 de diciembre de 1991, seis días después de la dimisión de Gorbachov.
Por entonces, la marcha hacia la distensión y el desarme resultaba ya imparable. En noviembre de 1990, treinta y dos países, entre ellos Estados Unidos y la URSS, firmaban la Carta de París, que debía crear, en línea con el espíritu del Acta de Helsinki de 1975, el nuevo marco de cooperación en Europa. En sus primeras declaraciones tras la firma de aquel documento, el presidente George Bush, padre, incluyó lo que algunos historiadores han interpretado como el epitafio de la Guerra Fría: «Hemos cerrado un capítulo de la Historia. La Guerra Fría ha terminado» (Kort, 1998, 87). Apenas dos meses después, en su mensaje anual sobre el estado de la Unión, el propio Bush llevaba la afirmación anterior hasta sus últimas y más optimistas consecuencias: «Lo que está en juego es una gran idea, un nuevo orden mundial en el que diferentes naciones se reúnan en torno a una causa común con el fin de realizar las aspiraciones naturales del hombre: la paz, la seguridad, la libertad y la primacía del derecho» (Zorgbibe, 1997, 714). Tras Versalles y Yalta, ésta era la tercera vez en el siglo YX en que se formulaba la vieja y quimérica aspiración a un nuevo orden mundial lo suficientemente justo y eficaz como para garantizar la paz y la libertad de todos. En ciertos aspectos, como la remodelación del mapa de Europa sobre la base de la autodeterminación de los pueblos o la fe en la función estabilizadora de los organismos supranacionales, el nuevo orden parecía inspirarse en los principios expuestos por el presidente Wilson en 1918 en sus célebres catorce puntos. Al ex secretario de Estado Henry Kissinger, por el contrario, la nueva configuración de las relaciones internacionales le recordaba más bien la etapa histórica anterior a 1914, con un mundo multipolar en el que el equilibrio entre las grandes naciones sería más necesario que nunca.
Fue un alto funcionario del Departamento de Estado norteamericano, Francis Fukuyama, quien mejor expresó la sensación de alivio que se apoderó de la opinión pública occidental por el fin aparente del peligro de guerra nuclear, pero también su desconcierto por la desaparición del enemigo histórico. Su ensayo ¿El fin de la historia? publicado en el verano de 1989, planteaba la hipótesis de que la superación del conflicto Este/Oeste permitiera la generalización de la democracia liberal como forma de gobierno preponderante; a cambio, el fin de la lucha entre sistemas antagónicos que de una u otra forma había regido el devenir de la humanidad privaría a la historia del impulso dialéctico que le era consustancial. Esta argumentación, salpicada de referencias a Marx y Hegel y a sus respectivas teorías de la historia, llevaría a Fukuyama a dar una respuesta afirmativa a la pregunta que servía de título a su célebre trabajo. Bien es cierto que el propio autor auguraba para la humanidad el comienzo de «una época muy triste», en la que faltaría el dinamismo y las emociones fuertes del viejo tiempo histórico, sin que desaparecieran del todo la violencia y los conflictos internacionales, principalmente de carácter étnico y religioso. Fukuyama parecía sentir cierta nostalgia por la Guerra Fría antes incluso de que ésta hubiera terminado oficialmente.
El paisaje histórico de la nueva era, mucho menos lisonjero de lo que algunos esperaban, empezó a perfilarse en 1990-1991 con la Guerra del Golfo Pérsico. El conflicto se inició el 2 de agosto de 1990 con la invasión de Kuwait por el ejército iraquí, que en pocas horas ocupó la totalidad del emirato. A finales de ese mismo mes, Kuwait se convertía en la décimo novena provincia de Irak. Mientras tanto, la comunidad internacional había rechazado unánimemente la agresión. Estados Unidos impuso un bloqueo económico total y envió tropas a Arabia Saudí con vistas a una acción militar en la zona. La Unión Soviética suspendió el suministro de armas a Irak.
El 3 de agosto, los jefes de la diplomacia de ambos países, el secretario de Estado Baker y el ministro de Exteriores soviético Shevardnadze, instaban a la comunidad internacional a adoptar medidas de presión sobre el régimen iraquí. Ese mismo día, la Liga Árabe condenaba la invasión, y el 6 de agosto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas votaba, con la abstención de Cuba y Yemen, la resolución 661 que decretaba el embargo comercial, financiero y militar sobre Irak. El 29 de noviembre, el Consejo de Seguridad daba de plazo hasta el 15 de enero siguiente para que el ejército iraquí se retirara de Kuwait; en caso contrario, amenazaba con utilizar «todos los medios necesarios» para conseguir la liberación del emirato (resolución 678). Las gestiones diplomáticas realizadas por Francia, Jordania y la URSS, además de Yassir Arafat en nombre de la OLP, para propiciar una solución pacífica del conflicto terminaron sin acuerdo, y el 17 de enero de 1991, cuarenta y ocho horas después del cumplimiento del plazo otorgado por el Consejo de Seguridad, la fuerza multinacional que lideraba Estados Unidos lanzaba los primeros ataques aéreos sobre Irak. Tras varias semanas de intensos bombardeos, la ofensiva terrestre de la coalición internacional empezaría el 24 de febrero. Apenas diez días después, se producía la rendición del ejército iraquí, aunque el conflicto no terminaría oficialmente hasta el 3 de abril.
La guerra del Golfo, considerada por muchos como el paradigma bélico de la pos-Guerra Fría —por lo menos hasta el ataque a Estados Unidos en septiembre de 2001—, fue, en realidad, un compendio de los viejos y nuevos factores que presidían la política internacional. Es inevitable, por lo pronto, establecer una cierta continuidad con la larga guerra, concluida en tablas, entre Irán e Irak que marcó casi toda la década anterior (1980-1988) y en la que el régimen de Saddam Hussein fue utilizado tanto por Occidente como por la Unión Soviética como dique de contención frente al fundamentalismo islámico del Irán de Jomeini. El elevado coste de su inmenso ejército —un millón de hombres, cuyo mantenimiento representaba el 30% del PNB iraquí— y la necesidad de financiar la reconstrucción del país tras ocho años de guerra devastadora llevaron a Saddam Hussein a jugar una carta que podía tener favorables efectos propagandísticos ante su propio pueblo e indudables beneficios para la maltrecho economía nacional, porque la suma de las reservas de crudo de Kuwait e Irak representaba el 20% de las reservas mundiales. De ahí que la primera consecuencia de la invasión fuera un notable aumento del precio del petróleo y la caída en picado de las principales bolsas del mundo, aunque estas dos reacciones ante la invasión no tuvieron efectos duraderos. Hasta ahí, el guión de la crisis del Golfo se fue cumpliendo según cabía prever: rápida victoria iraquí y convulsión en las economías occidentales, siempre sensibles a cualquier perturbación interna en los países productores de petróleo, especialmente en Oriente Medio.
Lo que probablemente no había calculado Saddam Hussein fue la rapidez y unanimidad en el rechazo de la agresión iraquí. En este punto, el conflicto empezó a adquirir un perfil novedoso, porque el fin de la Guerra Fría y la superación de la bipolaridad dejaron a Occidente con las manos libres para restablecer el statu quo en la zona sin temor al sistema de alianzas que la URSS había tejido en el Tercer Mundo y, por tanto, a un posible apoyo soviético a Irak, que la crisis interna de la Unión Soviética y su retirada de los principales escenarios internacionales hacían improbable. La acción del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas proporcionó cobertura legal a una fuerza expedicionaria que debía dar cumplimiento a las resoluciones adoptadas por la comunidad internacional. Formada por veintinueve países, la fuerza multinacional enviada a la zona era la mejor expresión del liderazgo incontestable de Estados Unidos, que aportaba cerca de medio millón de los 680 000 soldados que la integraban. Desde ese punto de vista, la crisis del Golfo parecía convertir el fin de la Guerra Fría en el principio de una pax americana, en la que Estados Unidos impondría sus propias soluciones a aquellos problemas internacionales que pusieran en peligro sus intereses estratégicos o económicos. En el caso de la crisis del Golfo, se trataría de evitar que la mayor parte de los recursos petrolíferos del mundo pudieran estar fuera del control de los países occidentales, pues se calculaba que en el siglo XXI el 85% del petróleo mundial procedería de la región del Golfo. Para ciertos sectores de la izquierda, fuertemente movilizados contra la guerra, el conflicto era la prueba irrefutable de que al antagonismo Este/Oeste de la Guerra Fría le había sucedido un enfrentamiento Norte/Sur en el que los países más ricos del mundo harían valer, como contra Irak, su aplastante supremacía tecnológica y militar. Así pues, según esta visión de las cosas, a diferencia de lo ocurrido durante la Guerra Fría, cuando la URSS y, eventualmente, la China comunista respaldaban a los países del Tercer Mundo en sus contenciosos con Occidente, en el nuevo escenario internacional el hemisferio pobre se encontraría siempre solo en sus conflictos de intereses con el hemisferio rico.
La crisis del Golfo estableció también una importante diferencia en el propio desarrollo de la guerra, contemplada desde Estados Unidos como una tardía revancha de Vietnam y concebida a partir de unos parámetros estratégicos y militares completamente distintos. Frente al protagonismo que los medios de comunicación tuvieron en Vietnam, la guerra del Golfo se caracterizó por una mezcla de manipulación y vacío informativo que permitió controlar en todo momento las reacciones de la opinión pública ante el conflicto, conjurando de esta forma el riesgo de que la guerra provocara el rechazo popular y de que esta impopularidad condicionara a la postre el desarrollo de las operaciones militares. Por lo demás, salvo en la importancia y la espectacularidad de los bombardeos aéreos, la Guerra del Golfo fue exactamente lo contrario de lo que había sido Vietnam: una guerra rápida, de unos pocos días de duración, en la que en seguida quedó patente la superioridad del ejército aliado frente al numeroso, pero mal equipado, ejército iraquí. La guerra sirvió como eficaz banco de pruebas de la más reciente tecnología militar, utilizada por los ejércitos occidentales, y al mismo tiempo demostró el atraso tecnológico de la industria militar soviética, de la que procedía la mayor parte del material de guerra empleado por el ejército iraquí. La superioridad aliada se reflejó con macabra precisión en el número de bajas registradas por los dos bandos: en torno a cien mil muertos por parte iraquí y ciento quince por parte norteamericana, más un centenar escaso de] resto de las tropas aliadas. Las nuevas tecnologías aplicadas a la guerra, la profesionalización de los ejércitos occidentales y la desconexión de la opinión pública ante un conflicto que, por su lejanía y su componente cibernética, carecía del dramatismo de otras guerras hicieron posible una campaña corta y limpia —esto es, con pocas bajas—, tal como deseaba el alto mando aliado.
Concluida con una paz ambigua, que hizo compatible la expulsión del ejército iraquí lejos de la frontera de Kuwait y la permanencia en el poder de un debilitado Saddam Hussein, la Guerra del Golfo terminó, pues, mucho antes de que llegara a ser impopular. De esta forma, Estados Unidos, como superpotencia hegemónico en el nuevo orden internacional, consiguió reafirmar su supremacía sin reactivar el viejo aislacionismo de la sociedad norteamericana y el temor a un nuevo Vietnam. Se creaban también las condiciones propicias para una reconducción del conflicto de Oriente Próximo, gracias al alineamiento tanto de Israel como de buena parte de los países árabes con la coalición antiiraquí bajo el liderazgo norteamericano. La búsqueda de la estabilidad en la región cuajó muy pronto en la puesta en marcha de un proceso de paz que empezó en la Conferencia de Madrid de octubre de 1991 y se plasmó en 1993 en un acuerdo entre el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el líder de la OLP, Yassir Arafat, acuerdo que hizo posible al cabo de un tiempo la instalación de un precario gobierno palestino en la zona. En todo caso, las dificultades que ha ido encontrando el proceso de paz en Oriente Medio, jalonado de provocaciones israelíes y de atentados e intifadas palestinas, y los problemas derivados de la desintegración del antiguo bloque soviético, especialmente en Yugoslavia, demostrarían que el incontestable papel de Occidente como único polo de poder planetario tendría sus privilegios, pero también su servidumbre.