Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (68 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La Guerra de las Galaxias tuvo también numerosos detractores en Estados Unidos, tanto por su elevadísimo coste financiero, como por las dudas existentes sobre su eficacia final. El presidente del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts y ex asesor científico de la Casa Blanca, Jerome Weisner, formuló a este respecto una crítica de gran calado: suponiendo que el nuevo sistema defensivo alcanzara, como sostenían sus artífices, una eficacia casi milagrosa y pusiera fuera de combate al 95% de las armas nucleares soviéticas, no podría impedirse que el 5% restante destruyera todo el planeta (cit. Kort, 1998, 78). Fuera o no viable el proyecto, su utilidad como elemento de presión sobre la URSS y como arma propagandística parece fuera de toda duda. La IDE fue, sobre todo, la punta de lanza de una política de rearme con la que Estados Unidos pretendía, por una parte, ablandar la posición de firmeza que su adversario mantenía en las negociaciones bilaterales y, por otra, obligar a la Unión Soviética a un esfuerzo económico suplementario para seguir el ritmo vertiginoso que Estados Unidos había imprimido a la carrera de armamentos.

La razón última de la Guerra de las Galaxias —y la causa por la cual su viabilidad tecnológica era hasta cierto punto secundaria— se encuadraba, pues, en un viejo escenario diseñado por los estrategas norteamericanos desde mucho antes de la llegada de Reagan al poder: el convencimiento de que, a la larga, la economía soviética no soportaría el coste de la carrera de armamentos. En palabras de un miembro del staff militar de Reagan, la IDE «sería una dura prueba para los recursos tecnológicos e industriales de los soviéticos, que se encontraban ya muy agobiados» (cit. Powaski, 2000, 304).

Los acontecimientos posteriores indican un cierto cambio de actitud en las autoridades de la URSS, antes incluso del nombramiento del reformista Gorbachov como líder soviético. A principios de 1984 —año electoral en Estados Unidos— se vieron los primeros indicios de un posible restablecimiento del diálogo entre las dos superpotencias, a pesar de que ese mismo año los países comunistas decidieron boicotear los juegos Olímpicos de Los Ángeles. Sin embargo, a lo largo de aquel año, el presidente Reagan mostró gran interés en dar ante su electorado una imagen equilibrada entre la firmeza y la moderación, con algún que otro gesto en favor de la negociación con la Unión Soviética. Las entrevistas entre Reagan y el ministro de Asuntos Exteriores Gromyko, en septiembre de 1984, y entre el dirigente soviético y el secretario de Estado Shultz, en enero de 1985, prepararon el camino para un retorno a los cauces de la distensión. Los cambios producidos en la Unión Soviética a partir de 1985 hicieron que la nueva distensión progresara rápidamente y condujera al final de la Guerra Fría en medio del desmembramiento del antiguo bloque comunista.

10.3. Los cambios internos en la URSS y el derrumbe del socialismo real

La tradicional gerontocracia soviética entró en crisis a mediados de los años ochenta, tras una breve etapa en la que la esperanza de vida de los inquilinos del Kremlin bajó de forma alarmante: en 1982 murió Breznev, tras casi veinte años en el poder; su sucesor, Yuri Andropov, le sobrevivió poco más de un año, hasta su muerte en febrero de 1984, fecha en la que el cargo de presidente del Soviet Supremo recayó en otro septuagenario, Konstantin Chernenko, fallecido trece meses después. Cuando en marzo de 1985 Mijaíl Gorbachov fue designado secretario general del PCUS tenía 53 años, lo que le convertía en el líder soviético más 'oven desde el nombramiento de Stalin para el mismo cargo en 1924. Hombre próximo al círculo reformista de Andropov, bien visto por Gromyko, cuyo apoyo pudo resultar decisivo en su elección, Gorbachov empezaba a ser conocido en Occidente por sus viajes a Italia, Gran Bretaña y Canadá a principios de los años ochenta. Al evidente cambio de imagen que aportó con su juventud y dinamismo se añadió muy pronto la voluntad, expresada en multitud de gestos y declaraciones, de poner al día la política soviética, tanto exterior como interior, tras la parálisis sufrida en los últimos tiempos.

Las razones por las que esta nueva etapa histórica de la URSS concluyó con la desintegración del sistema son sumamente complejas, y sobre ellas habremos de volver más adelante. En todo caso, podríamos situarlas en un amplio arco interpretativo cuyos polos opuestos serían, por una parte, la creencia de que las reformas de Gorbachov, lejos de actualizar y fortalecer el régimen comunista, según la retórica oficial de la época, socavaron las bases de un sistema que gozaba de una razonable buena salud, y, por otra, la tesis de quienes consideran que el sistema soviético se encontraba en plena descomposición cuando Gorbachov puso en marcha unas reformas tardías y, a la postre, inviables, porque pretendían apuntalar una situación ya insostenible.

La segunda interpretación parece, en principio, más fiable que la primera, aunque —hay que insistir en ello— en la crisis del sistema comunista interactuaron factores muy diversos y complejos. El objetivo de la política de transparencia informativa defendida por Gorbachov, la famosa glasnost, era la liberación de las energías creativas, en el plano intelectual y político, constreñidas hasta entonces por el sistema, con la esperanza de que ese potencial hasta entonces desaprovechado contribuyera a la mejora y modernización del régimen comunista. Este aspecto aperturista de la política de Gorbachov, del que eran buena prueba la liberación de numerosos disidentes, como el Premio Nobel Andrei Sajarov, recordaba episodios anteriores de la historia del mundo comunista, tanto dentro de la URSS —la famosa desestalinización— como fuera de ella —Hungría, 1956; Checoslovaquia, 1968—. La glasnost tenía otra dimensión fundamental: era el acceso a la verdadera realidad de la Unión Soviética, mistificada durante décadas por una imagen propagandística que el propio régimen se había acabado creyendo. Se trataba, por tanto, de empezar por conocer la situación real del país, estimulando el desarrollo de una verdadera opinión pública —algo desconocido en toda la historia de la URSS— y poniendo a trabajar a grupos de científicos y especialistas en el estudio de la situación social y económica, en línea con lo realizado poco antes, en 1983, por los sociólogos e ingenieros que elaboraron el llamado Informe Novosibirsk, que tanta influencia tuvo en la política de Gorbachov. Del resultado de éste y de otros trabajos científicos se desprendía un diagnóstico muy negativo de la verdadera situación de la economía soviética.

El accidente de la central nuclear de Chernobil en 1986, del que se informó con todo rigor en un ejercicio práctico de glasnost, confirmaría las impresiones más pesimistas sobre la mezcla de incompetencia, corrupción y manipulación informativa en que se había fundado el mito del progreso soviético. El análisis ponderado de las estadísticas oficiales incidía en lo mismo: el régimen había falseado sistemáticamente los datos básicos de la economía nacional. En 1988, el economista A. Illarionov atribuía a la URSS una tasa de crecimiento próxima a cero, muy por debajo de la que registraban las grandes potencias económicas, como Estados Unidos, Japón, Europa o incluso China. La agricultura, por ejemplo, se encontraba al borde de la parálisis, mientras la población, arrastrada por la inercia del viejo optimismo oficial, ignoraba la gravedad de una situación que, tarde o temprano, acabaría por estallar. El progresivo deterioro económico y el grave problema de la baja productividad saltaban a la vista cuando se comparaban sus cifras con las de la economía de Estados Unidos, su gran competidor por la hegemonía mundial. Así, mientras en 1965 un agricultor soviético abastecía a seis personas y un norteamericano a 43, en 1981, esa misma variable era de 8 y 65, respectivamente. Lastrada por la baja productividad de su agricultura, viejo y al parecer irresoluble problema de la economía comunista, la URSS, un país con ingentes recursos naturales, estaba abocada a una dependencia cada vez mayor de las importaciones para abastecer a su población (Taibo, 2000, 39). La gran paradoja, efectivamente, es que el déficit en productos agrícolas tenía que cubrirse con las compras realizadas en el mercado mundial, sobre todo a los países industrializados del bloque capitalista. Los datos sobre la productividad de la industria petroquímica —otro sector clave en el que la URSS desaprovechó su enorme potencial— eran del mismo tenor.

Algunas publicaciones oficiales, como las revistas Kommunist y EKO, empezaban a cuestionar abiertamente la fiabilidad de las estadísticas manejadas hasta entonces (Nove, 1989, 215). En enero de 1987, el propio secretario general admitía ante el Comité Central del PCUS la gravedad de los problemas económicos. De momento, sin embargo, las principales iniciativas reformistas se ceñían sobre todo al ámbito político, mientras que la liberalización de las estructuras económicas, concebida según parámetros similares a la NEP de los años veinte, se iba aplazando por miedo a su alto coste social y a los riesgos que para el gobierno extrañaba su posible impopularidad.

Cierto que en el plano estrictamente político, la glasnost daba al reformismo de Gorbachov una doble legitimidad. Demostraba su talante liberal ante la comunidad occidental y ante los sectores más críticos de su propio pueblo y, sobre todo, de la inteligencia, que podían expresarse por primera vez con alguna libertad. Al mismo tiempo, la preocupante realidad que aparecía tras la vieja fachada del sistema hacía especialmente urgente la adopción de reformas drásticas, y, por tanto, venía a justificar la perestroika o reestructuración del comunismo soviético. El conocimiento de la profundidad de la crisis a todos los niveles abocaba a una revisión radical de los últimos años de la historia de la URSS. Multitud de circunstancias, desde el descenso de la producción agrícola hasta la alta tasa de alcoholismo entre la población, demostraban la falta de motivación de los trabajadores y el fracaso del régimen en la creación del famoso hombre nuevo que debía engendrar el comunismo. Las dos décadas presididas por la figura de Breznev desde principios de los sesenta empezaron a ser conocidas como la era del estancamiento. Así pues, según el discurso de los reformistas, el mal venía de lejos. En este ajuste de cuentas con el pasado, la perestroika recordaba en algo también los tiempos de la desestalinización.

Además del dramático desajuste entre la celeridad de las reformas políticas y la lentitud de los cambios económicos, el eje glasnost/perestroika sobre el que giró la política de Gorbachov tenía, pese a todo lo dicho, un grave inconveniente: que la eliminación por la glasnost de los resortes autoritarios del sistema y la liberación de las tensiones y del malestar acumulados durante décadas llevaran a una situación explosiva antes de que las reformas pudieran surtir efecto. En ese sentido, la glasnost podía ser el peor enemigo de la perestroika. No era fácil, efectivamente, que una sociedad acostumbrada al triunfalismo oficial y a un nivel de vida modesto, pero estable, aceptara sin más el precio del reformismo, ese horizonte lleno de sacrificios e incertidumbres que, con crudo realismo, le describían a diario sus nuevos líderes, empeñados en sacar al pueblo ruso de su proverbial mnogostradalny, mezcla de inopia, fatalismo y resignación. Si el objetivo era despertar la conciencia de la sociedad y empujarla a expresar libremente su opinión, hay que decir que el éxito fue total, y que, a fuerza de estimular el inconformismo del pueblo, empezó a extenderse un estado de opinión claramente antigubernamental. Para sectores crecientes de la población y para una buena parte de la vieja nomenklatura comunista, la política de Gorbachov era el problema y no la solución. Por lo demás, el rechazo que provocaba entre los privilegiados del sistema es fácilmente comprensible, si tenemos presentes medidas como la retirada del coche oficial a 400 000 funcionarios y el cierre de algunas «tiendas especiales» reservadas a la nomenklatura (Taibo, 2000, 75).

Se entiende, por ello, que el dirigente soviético fuera mucho más popular en el extranjero que entre su propio pueblo. Los continuos viajes de Gorbachov a los países occidentales, los encuentros con Ronald Reagan y Margaret Thatcher y el buen entendimiento con ellos y los guiños a la opinión pública occidental, cautivada por la simpatía y cordialidad de Gorby y de su mujer, Raisa, así como del ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, eran la vertiente mediático-diplomática de una política exterior estrechamente relacionada con las reformas internas del Estado soviético. En efecto, el alto coste de la Guerra Fría —presupuesto de defensa, carrera espacial, ayuda a los países satélites o amigos— era un lastre que hacía imposible cualquier intento serio de modernización económica, necesitada de la liberación de unos recursos tradicionalmente cautivos del poderoso complejo militar-industrial de la Unión Soviética. Podría pensarse que lo mismo ocurría al otro lado del telón de acero, pero las cifras más fiables indican que el peso del gasto en defensa sobre el conjunto de la economía era mucho mayor en la URSS que en Estados Unidos, donde en pleno reaganismo, y tras una escalada notable desde los tiempos de Carter, el presupuesto militar suponía el 7% del PNB, es decir, la mitad del porcentaje que dedicaba la URSS al mismo capítulo (Droz y Rowley, 1992, 389; Castells, 1998, 46; Powaski, 2000, 310). En torno al 40% de la producción industrial guardaba relación con la defensa, y, a la inversa, la mayor parte de los electrodomésticos de uso civil, como los televisores, eran un subproducto de la industria militar. Las partidas presupuestarias relacionadas con la política exterior y de seguridad eran innumerables. La Guerra de Afganistán, por ejemplo, iniciada en 1980, y muchas veces calificada como el Vietnam soviético por su impopularidad y su desenlace, significó un gasto aproximado de entre 2000 y 3000 millones de dólares en 1982-1983, y casi el doble tres años después. La ayuda de todo tipo a los países de la esfera soviética se elevó en 1983 a 28 000 millones de dólares —repartidos sobre todo entre Cuba, Vietnam, Afganistán, Camboya, Laos y Mongolia—, bastante menos que en 1980, pero el doble de lo que Estados Unidos dedicó ese mismo año a ese mismo fin (Laqueur, 1993, 405; Kort, 1998, 347). En 1989, la URSS seguía siendo el primer exportador de armas del planeta, con un 36,6% del volumen mundial de transacciones, por un 33,8% de Estados Unidos (Taibo, 2000, 135).

Gorbachov pretendía resolver a su manera el viejo dilema cañones o mantequilla, metáfora que expresa la disyuntiva, muchas veces planteada, entre la fortaleza militar de un país y el bienestar de la población. El triunfo de la perestroika exigía un replanteamiento general de la política exterior soviética que, mediante una verdadera distensión, permitiera transferir a la economía civil buena parte de los recursos dedicados al rearme, a la carrera espacial, a la ayuda exterior y a aquellos conflictos armados, expresión periférico de la Guerra Fría, en los que, directa o indirectamente, estaba implicada la Unión Soviética. Se trataba, en una palabra, de emancipar a la economía soviética de su asfixiante subordinación al complejo militar-industrial. Los propósitos liberalizadores de la perestroika y el mismo talante personal de Gorbachov iban a contribuir decisivamente a crear en Occidente un clima propicio al diálogo y a la negociación con vistas al objetivo final expuesto por el líder soviético en 1988 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: la «desideologización de las relaciones internacionales», es decir, la desactivación del antagonismo ideológico subyacente en la Guerra Fría y, en última instancia, la superación del conflicto Este/Oeste.

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