Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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La Ley de Ajuste Agrícola impulsó la subida de precios de los productos agrícolas mediante la reducción voluntaria de la producción a cambio de subvenciones a los agricultores, a quienes además se les proporcionaron créditos para pagar las deudas contraídas. En la industria se intentó contrarrestar la bajada de precios y de beneficios mediante el establecimiento de un código de concurrencia entre empresas de la misma rama, consistente en la determinación del precio de los productos y de las condiciones de trabajo (salarios, duración de la jornada laboral…). La Ley de Recuperación de la Industria Nacional (junio de 1933) que contenía esta medida tuvo un efecto positivo sobre los trabajadores, pues la semana laboral quedó establecida entre 35 y 40 horas, se fijó un salario mínimo, se alentó la elección de delegados de los trabajadores para negociar con la patronal en las empresas, con lo que se impulsó la firma de convenios colectivos, se atajó el paro, mejoraron las condiciones laborales, en especial de los negros, y en cierto grado se contuvo la bajada de precios, hecho favorecido además por la concesión del gobierno a las empresas acogidas a este sistema de un distintivo en sus productos (un águila azul, con la leyenda: «colaboramos») con el que se invitaba a los consumidores a dar preferencia a sus productos.
Estas medidas estuvieron acompañadas de otras destinadas expresamente a luchar contra el paro, como la concesión de un subsidio a los desempleados y, sobre todo, el desarrollo de un amplio programa de obras públicas (carreteras, vías férreas, escuelas, presas…) y la creación de la Tennessee Valley Authority (TVA), encargada de la construcción de pantanos, explotación de la energía eléctrica y repoblación forestal en una de las regiones especialmente afectadas por la crisis.
Las actuaciones reseñadas son sólo parte de un amplio conjunto que demuestra la extraordinaria actividad en 1933-1934 del gobierno de Roosevelt y tuvieron amplias repercusiones sociales y políticas. Por una parte, creció la afiliación a los sindicatos, aunque también se acentuó la desunión entre ellos y su radicalización, lo cual incremento la dureza de las huelgas y los conflictos sociales, y, por otra, alcanzó relieve entre tenderos, artesanos y pequeños agricultores un extremismo de derecha, no muy diferente del fascismo europeo, que no llegó a dotarse de una organización suficiente como para cobrar importancia política, quedando reducido a clientelas en torno a algunos visionarios y demagogos (P. Milza, 1997a, 147). Esta radicalización, junto al intervencionismo estatal en la economía, alentó la oposición al New Deal por parte de las grandes empresas, y la Corte Suprema llegó a declarar anticonstitucionales casi todas las medidas, exceptuando las monetarias y la creación de la TVA. Por lo demás, los resultados económicos no fueron los esperados, de modo que en 1935 todavía continuaban en paro unos diez millones de norteamericanos, el índice de la producción industrial no acababa de recuperarse y tampoco el volumen de transacciones en la bolsa de Nueva York.
Para contrarrestar el radicalismo e impulsar la salida de la crisis, Roosevelt decidió emprender una política social más decidida destinada a favorecer a los menos privilegiados. De nuevo se basó en el aumento de los gastos estatales, es decir, en la continuación del déficit presupuestario, aunque al mismo tiempo incremento determinados impuestos indirectos (como el del alcohol, cuya prohibición se había levantado en 1933) y directos (sobre las grandes fortunas, los derechos de herencia y donaciones). En mayo-agosto de 1935 se aprobó una serie de medidas de largo alcance social (es el segundo New Deal), que supuso de hecho una ruptura con la tradición individualista dominante en Norteamérica. Entre las decisiones, destacan la creación de un organismo (la Works Progress Administration) destinado a financiar todo tipo de actividades, desde obras públicas a trabajos literarios y artísticos (en 1938 había dado empleo a más de tres millones de parados), la ley Wagner de afiliación sindical, que tuvo importantes efectos en el impulso de las negociaciones laborales en las empresas, y la ley sobre Seguridad Social. Esta última fue la más relevante, pues contemplaba la concesión de ayudas federales a los Estados para financiar seguros a ancianos, niños, enfermos, etc., la jubilación financiada mediante cotización conjunta de obreros y patronal y la concesión de un seguro de desempleo.
A finales de 1937 se produjo un gran descenso en la bolsa de Nueva York y de nuevo surgieron serios temores sobre el agravamiento de la crisis. Respaldado por el Congreso, Roosevelt reanudó las disposiciones económicas y sociales en 1938 siguiendo en buena parte las ideas de Keynes (es el tercer New Deal). Una vez más recurre al incremento del gasto público, pero sobre todo se lanzó una política audaz de incremento de salarios y de seguros sociales con el fin de favorecer el consumo interior. Esta política conllevó, asimismo, un mayor control sobre las grandes empresas.
La política del New Deal termina a finales de 1938, cuando la amenaza de guerra en Europa impulsa la industria del armamento y crea otras preocupaciones. Por esas fechas, la economía norteamericana está en vías de clara recuperación (el producto interior bruto se aproxima al de 1929), aunque los casi nueve millones de parados delatan que aún no está superada la crisis. En realidad, fue la Guerra Mundial la que resolvió definitivamente la situación, pero quedó de manifiesto que el Estado había desempeñado un gran papel en la recuperación de la economía norteamericana, si bien el debate en torno a este extremo no ha cesado desde el tiempo del New Deal. Los medios económicos más poderosos y los sectores conservadores (incluso del Partido Demócrata) achacaron al New Deal el retraso en la salida de la crisis por haber abandonado el liberalismo económico y adujeron el ejemplo de Canadá, donde manteniendo tales principios se superó antes el problema. Sin embargo, los intelectuales, los obreros y las minorías étnicas apoyaron decididamente la política de Roosevelt, como se demostró en las elecciones presidenciales de 1936, en que obtuvo 27,7 millones de votos, frente a los 16,6 millones del candidato republicano Landon. El New Deal no propició tanto el crecimiento económico (las grandes cifras de 1939 no alcanzaron el nivel de 1929), cuanto la estabilización de la economía y proporcionó a Estados Unidos grandes progresos cualitativos: mejoras en las infraestructuras, reducción de la población agrícola en beneficio del sector terciario, aumento de la población absoluta, mayor integración étnica y de los menos favorecidos en la sociedad, reconciliación de los intelectuales con el sistema de vida americano (se apaciguaron las duras críticas de Steinbeck, John Dos Passos o los radicales, mientras otros, sobre todo en el cine —como J. Ford—, ensalzaron los valores norteamericanos) y principalmente se consiguió una mejora en la productividad, aspecto éste esencial, que tuvo importantes efectos durante la Guerra Mundial (Berstein y Milza, 1996, 257258).
También en el Reino Unido la recuperación de la economía debió esperar al aumento de la producción propiciado por los gastos de armamento y de movilización debidos a la guerra (Galbraith, 1998, 105). En este caso, asimismo, las medidas gubernamentales lograron atajar la crisis y no hubo alteración en el sistema político, que funcionó casi como venía siendo habitual en los últimos tiempos, superando sin grandes dificultades el radicalismo social y político alimentado por la depresión económica.
Pocos meses antes de estallar la crisis bursátil de Nueva York, el Partido Laborista británico ganó las elecciones (mayo de 1929) y su líder, Ramsay MacDonald, formó gobierno con el apoyo de los liberales. La victoria laborista despertó muchas expectativas sociales, pero la mayoría gubernamental era poco sólida y, en cuanto comenzaron a sentirse los primeros efectos de la crisis y a crecer el número de desempleados, demostró escasa capacidad para compaginar la ayuda a los parados con el recorte del gasto público exigido. En 1930-1931 la crisis sacudió con fuerza a la economía británica: las exportaciones descendieron rápidamente y tanto la balanza comercial como la de pagos arrojaron cifras negativas; la producción industrial cayó al mismo ritmo que fue creciendo el paro, y desde junio de 1931, a causa de la crisis bancaria de Alemania y Austria, se retiró una gran cantidad de capital extranjero de los bancos ingleses, lo que junto al bloqueo de muchas cuentas bancarias británicas en el exterior hizo descender las reservas de oro y puso en peligro la estabilidad de la libra esterlina. La gravedad y la rapidez de la crisis provocaron un duro debate político. Desde la oposición, los tories exigieron medidas liberales destinadas al saneamiento presupuestario, es decir, pidieron la reducción de los gastos sociales, mientras que el laborismo se dividió entre quienes aceptaron los planteamientos conservadores como mal menor y quienes preconizaron un aumento de impuestos sobre las grandes fortunas y la intervención del Estado en la economía. Acorralado por las circunstancias, MacDonald dimitió como jefe del gobierno en agosto de 1931, pero el mismo día pactó con conservadores y liberales la constitución de un nuevo gabinete de coalición nacional para combatir la crisis. La pirueta política del líder laborista, que continuó al frente del gobierno, dividió a su Partido: un sector, minoritario, se alineó con él, pero la mayoría consideró el hecho como una traición y pasó a la oposición.
El gobierno de coalición nacional, formado por cuatro ministros laboristas, otros tantos tories y dos liberales, decretó inmediatamente el abandono del patrón oro (lo que acto seguido provocó la pérdida de valor de la libra), aumentó los impuestos y redujo considerablemente el gasto social. La conflictividad social no se hizo esperar (motines de los marinos de la flota del Norte por la bajada de salarios, «marcha del hambre» sobre Londres), pero en las elecciones de octubre de 1931 la coalición gubernamental obtuvo una amplia victoria, a la que siguió la formación de un segundo gobierno de coalición nacional que continuó presidido por MacDonald. El nuevo gobierno, en el que dominaban los conservadores, también mayoritarios en el parlamento, actuó con decisión en la economía. Como era de esperar, comenzó reduciendo el gasto público y, de hecho, devaluó la libra, lo que unido a la depreciación del dólar en 1933 facilitó la vuelta de capitales y oro a los bancos ingleses. En contra de la tradición librecambista, incrementó las tasas a la importación, estableció un «sistema de preferencia imperial» con la Commonwealth y, en la misma línea de ruptura con aspectos del pasado, adoptó un amplio conjunto de medidas intervencionistas: lanzó una campaña de consumo de productos británicos, con el eslogan: Buy British; aprobó créditos blandos para la industria y favoreció la concentración de empresas mineras y siderúrgicas, dos sectores especialmente afectados por la crisis; concedió subvenciones a determinados productos agrarios (trigo, remolacha azucarera, ganadería), estimuló la construcción de viviendas y desarrolló una política de inversiones especiales en las regiones más deprimidas.
El resultado fue una apreciable recuperación económica. En 1938 la producción agraria había aumentado cerca de un cuarto respecto a 1914 y la industrial superaba a la de 1929 en un 30%, a pesar de las muchas disparidades regionales y sectoriales. No fueron tan buenos, sin embargo, los resultados en el comercio exterior, cuyo volumen no llegaba a ser la mitad del de 1929, pero continuaba siendo considerable, pues representaba el 13% del comercio mundial. El mercado interior, sin embargo, experimentó una recuperación notable, gracias, sobre todo, al aumento de la capacidad adquisitiva de la población. En cuanto a la lucha contra el paro, el éxito era también evidente, pero en 1939 las cifras continuaban siendo preocupantes, pues aún había millón y medio de desempleados (en 1932 superaban los dos millones y medio).
La persistencia del paro y de la acusada desigualdad social (en 1937 todavía el 96% de la riqueza nacional estaba en manos de un tercio de las familias) obliga a matizar cualquier apreciación sobre los avances sociales en el Reino Unido, pero es evidente que durante la crisis se produjo una cierta disminución de las desigualdades como consecuencia de la progresividad de los impuestos, al tiempo que el subsidio de paro tranquilizó a los sindicatos, lo que no significa que desaparecieran las huelgas y las manifestaciones de protesta. En cualquier caso, en general mejoró el nivel de vida del británico medio, favorecido por el incremento del sector terciario y la política de pleno empleo emprendida desde 1936 siguiendo las tesis de Keynes. Síntomas de ello son el crecimiento durante estos años del número de salas de cine, el sistema de vacaciones pagadas para los obreros o la extensión de la lectura popular (en 1935 se creó la editorial «Penguin books», famosa por sus ediciones de bolsillo).
Aunque existen muchos testimonios de rebeldía social, en conjunto los británicos no pusieron en duda durante los años treinta el principio de desigualdad y de jerarquía social y, menos aún, su sistema político, como lo demuestra el hecho de que durante este tiempo la estabilidad política fuera notable y el funcionamiento de las instituciones, normal. De ahí que no lograran audiencia ni el partido fascista creado por Mosley, ni la constitución de un frente popular en 1937-1938 por comunistas y laboristas disidentes. Ajena a los extremismos, la vida parlamentaria siguió marcada por la tendencia dibujada con anterioridad (paulatino declive de los liberales y claro dominio de los conservadores, con los laboristas como segunda fuerza política) y los gobiernos se alternaron de acuerdo con las reglas constitucionales: en 1935 el conservador Baldwin sucedió a MacDonald, y dos años más tarde ocupó la presidencia del gobierno el también tory Neville Chamberlain. La normalidad institucional quedó corroborada con ocasión de la crisis dinástica ocurrida en 1936 a causa del matrimonio del rey Eduardo VIII con la divorciada norteamericana Wallis Simpson. La adversa reacción del Partido Conservador y de la iglesia anglicana fue atajada de inmediato con la abdicación del rey a favor de su hermano, Jorge VI, sin que se pusieran en peligro las bases de la monarquía.
Mucho más conflictiva resultó la vida política en Francia, donde, al igual que en Alemania, de la crisis económica se pasó a una crisis social y acto seguido se puso en duda la viabilidad del régimen político. En Francia los efectos de la crisis se experimentaron con posterioridad a los casos vistos. Hasta bien entrado 1931 el país continuó en una situación económica de prosperidad iniciada años antes, basada en un tejido productivo dominado por pequeñas y medianas empresas abocadas al mercado interior, alimentadas por el capital bancario nacional y amparadas en un acusado proteccionismo. Esta estructura económica, anticuada si la comparamos con la británica y la norteamericana, protegió inicialmente a Francia, pero a partir de la devaluación de la libra y del dólar aumentaron los precios franceses, inferiores a los del mercado mundial en un 20% hasta 1931, y el franco quedó de hecho sobrevalorado. Esto dificultó las exportaciones y, a pesar de las medidas proteccionistas vigentes, favoreció la entrada de productos extranjeros en el mercado nacional. Las consecuencias —similares a las de todas partes— no se hicieron esperar: descenso de la producción agrícola e industrial, sobre todo en los sectores clave y más tradicionales (siderurgia, textil…. Es decir, los que empleaban a mayor número de obreros), disminución de las reservas de oro, balanza de pagos negativa y paro.