Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
Tags: #Historia
La percepción del desastre fue universal y se manifestó de múltiples formas. A comienzos de los años treinta proliferan las novelas y las obras de teatro y de cine que abordan los problemas sociales y denuncian la situación de los pobres. Aunque la tendencia predominante en Hollywood se orienta hacia el cine comercial, buscando una válvula de escape (ésta es una época dorada para las películas musicales, el western o el género fantástico del estilo de King Kong, producida en 1933), en muchas películas está presente la sensación general de desesperación de la sociedad. Como apunta Marc Ferro (1995, 204), el cine norteamericano de estos años no critica en profundidad a la sociedad americana, aunque en muchas ocasiones, como en las películas de Charles Chaplin y de los Hermanos Marx o en algunas comedias de Preston Sturges, se la ataca de forma oblicua, pero irónica y perversa. El cine negro aborda con toda crudeza la situación social creada por la crisis (obras de William Hellman, Mervin le Roy, Howard Hawks) y en muchos filmes se muestra la miseria de los barrios pobres, los tipos desesperados, las mujeres dadas a la prostitución. Más duro fue el teatro, donde la denuncia social (sin excluir las huelgas) se incorpora decididamente al repertorio; y no quedó a la zaga la novela, abundante en la misma temática, con algunas obras maestras como las de género policíaco de Dashiel Hammett o Las uvas de la ira (1939) de J. Steinbeck, quizá el relato más representativo de cuanto venimos diciendo.
Las consecuencias sociales de la depresión tuvieron un correlato político de gran envergadura. El descontento provocado por la crisis se canalizó en todos los países primeramente contra el gobierno, cualquiera que fuera su color político y su modo de actuar, provocando una auténtica oleada de cambios políticos. Allí donde el sistema democrático estaba más asentado, los partidos que estaban en el poder en 1929 perdieron las siguientes elecciones. Así les ocurre a los liberales en Canadá en 1930 o a Hoover en Estados Unidos, que fue derrotado con toda claridad en las presidenciales de 1932 por el demócrata E D. Roosevelt. En Francia se forma en 1932 un nuevo gobierno integrado por radicales y socialistas, y en el Reino Unido los conservadores arrebatan el poder al laborista Ramsay MacDonald. Las medidas deflacionistas adoptadas inicialmente por los gobiernos democráticos occidentales (restricciones de créditos, reducción del gasto público con el propósito de conseguir el equilibrio presupuestarlo, disminución de salarios y de gastos sociales…) provocaron la protesta de los sindicatos y, lejos de resolver los problemas, contribuyeron a agravarlos. El descontento social, en consecuencia, no hizo sitio incrementarse, pero los partidos políticos tradicionales lograron sustentar el sistema. Esto no evitó que el prestigio del capitalismo cayera por los suelos y desde posiciones encontradas arreciaron las críticas, con la consiguiente radicalización del clima político. Unos sectores se decantaron a favor de los partidos comunistas, los cuales hicieron notables progresos en Alemania, Francia y, en general, en Europa occidental, mientras que otros, y no sólo las clases medias, dirigieron su descontento conjuntamente contra el capitalismo y el comunismo y alentaron los movimientos fascistas, incluso en países, como el Reino Unido y Holanda, donde tales movimientos no alcanzaron nunca apoyo popular. Más acusada fue la inestabilidad política en los países del Este y del Sur de Europa donde se habían establecido regímenes autoritarios en los años veinte. Por regla general, en esos lugares la crisis acentuó la derechización de los gobiernos y el surgimiento de partidos fascistas a imitación del nazi, salvo en España, donde en 1931 se instauró un régimen democrático muy avanzado (la II República), aunque no se libró del correspondiente partido fascista.
Sería aventurado señalar la depresión económica como la única (y a veces ni siquiera la principal) causa de esta extraordinaria agitación política, pues en los casos señalados y en otros intervienen factores de muy distinta naturaleza. Sin embargo, es indudable que en Alemania el descontento económico jugó un papel determinante. Las medidas gubernamentales para controlar la crisis incrementaron las quejas de amplias capas sociales que apoyaron, como medida de protesta, al partido nazi. En 1930-1932 el canciller Brüning no fue capaz de ofrecer soluciones a los problemas económicos, antes al contrario, los numerosos decretos-leyes emanados del gobierno socavaron el escaso apoyo popular de que gozaba la república de Weimar porque no satisficieron a nadie. Al mismo tiempo que se decretó el descenso de salarios y de precios en torno al 1 0% (el sueldo de los funcionarios bajó un 23% en 193l), disminuyó la cobertura social de los parados: en 1931 se incrementó la edad para recibir ayuda por el paro de 16 a 21 años, se excluyó a las mujeres del derecho a percibir indemnización por despido y se aumentaron los impuestos de un 4 a un 5%. Estas medidas hicieron reaccionar a la masa de asalariados e igualmente a los pequeños comerciantes y a los agricultores, estos últimos muy afectados por la bajada de precios. Es significativo que la base del electorado de Hitler (un tercio del total) la constituyeran precisamente los agricultores, y que el resto de sus votantes estuviera integrado mayoritariamente por rentistas, pensionistas, estudiantes y por obreros de pequeñas empresas, que anteriormente solían dar su voto a los partidos burgueses. En las elecciones de 1930, el 31% de los votos nazis provenía de antiguos electores de partidos burgueses de centro, el 21% de los partidos nacionalistas y el 10% del SPD (A. Wahl, 1999, 82).
No menos estrecha fue la relación entre crisis económica y cambios políticos en América central y del Sur. A comienzos de los años treinta, la estabilidad constitucional únicamente se mantuvo en México, Colombia y Costa Rica; el resto de los países de este continente se vio afectado por profundas mutaciones. La causa determinante fue el hundimiento de los precios de los productos de exportación y la generalización de la miseria, que alimentaron las protestas del campesinado y de las capas urbanas menos favorecidas. Estos sectores exigieron el reparto de la riqueza, medidas sociales y, en muchas ocasiones, el fin de los privilegios de las grandes empresas norteamericanas o las nacionales apoyadas por capital norteamericano. La oligarquía reaccionó alterando el orden constitucional mediante fórmulas distintas, entre ellas el golpe de Estado militar. Así se establecieron gobiernos profundamente conservadores y represivos, orientados a favorecer los intereses de los terratenientes y a conceder todo tipo de facilidades a las empresas norteamericanas, algunas como la United Fruits de una enorme influencia en Centroamérica. De este tipo fue la larga dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, iniciada en 1930, el gobierno de Jorge Ubico en Guatemala o el de Tiburcio Arias Andino en Honduras. En otros países, como El Salvador y Nicaragua, la persistencia de la rebelión social, encabezada en el primero por Farabundo Martí y en el segundo por Augusto César Sandino, dieron lugar a auténticas guerras civiles, pero no pudieron evitar dictaduras sanguinarias. En América del Sur, la agitación política fue igualmente intensa. En Argentina, tras el golpe de Estado del general José Félix Uriburu (1930), se inició un proceso en el que se intentó acabar desde el poder con los partidos políticos de base civil. En Uruguay, Gabriel Terra gobernó de forma dictatorial en medio de una profunda crisis de los partidos políticos. En Chile, el hundimiento económico coincidió con un período de agitación política y golpes militares iniciado años antes, del que se saldrá en 1932 con la victoria de Arturo Alessandri y el restablecimiento del sistema democrático. También en Cuba se dio un giro hacia la democracia: el gobierno dictatorial del general Gerardo Machado, presidente desde 1925, fue derrocado tras la insurrección popular de 1933, y durante un breve tiempo, con Gran San Martín como presidente, se restableció la democracia, hasta que en 1934 y con el apoyo de Estados Unidos accedió al poder Fulgencio Batista, quien en su primera etapa en el poder usó métodos populistas. De este último cariz fueron los regímenes implantados en Brasil y en Ecuador. Getulio Vargas gobernó Brasil desde 1930 desarrollando una política represiva y muy autoritaria, pero ampliamente reformista, y de igual forma gobernó Ecuador José María Velasco Ibarra a partir de 1934.
En el mundo sometido al colonialismo la depresión económica alentó movimientos de protesta, pronto convertidos en lucha por la independencia. La oposición al dominio de las metrópolis fue tomando cuerpo en los años veinte debido a la influencia de la Revolución Soviética y a la acción de la III Internacional, y se incrementó durante la época de la depresión a causa del impacto del hundimiento de los productos agrarios, especialmente sentido en territorios que basaban su economía en la exportación de un solo producto, cuyos mercados interiores estaban desprotegidos a causa de los acuerdos internacionales y, en algunos casos, como la india, iniciaban la industrialización y por tanto se hallaron completamente inermes ante la crisis mundial. Desde opciones muy diversas se lucha por la independencia y la recuperación de la identidad nacional, y son las clases ilustradas acomodadas las que inician el proceso. En la primavera de 1930, Gandhi encabeza acciones de protesta contra la tasa sobre la sal y otras medidas del gobierno colonial; protestas saldadas con la muerte de manifestantes por los disparos del ejército y el arresto del propio Gandhi. En Indonesia se refuerza el movimiento independentista a pesar de la deportación de Sukarno, el líder del partido nacionalista indonesio. En los países del Magreb se alzan contra las metrópolis partidos y movimientos independentistas, especialmente activos en Marruecos (rebelión de Ald-el-Krim). En Egipto, la asociación de los «Hermanos Musulmanes» se transforma en una auténtica organización independentista partidaria de un Estado teocrático. En Asia progresa el comunismo en China (en 1934 se inició la «larga marcha») y en Indochina (Ho-Chi-Min), mientras que en Palestina se agrava la disputa por la tierra entre colonos judíos y palestinos.
Es indudable que la crisis económica actuó como elemento decisivo del cambio político operado en todo el mundo durante los años treinta, pero más que una transformación política en términos estrictos, propició una profunda mutación en el capitalismo, pues incremento la intervención del Estado en la economía, produjo un cambio sustancial en la forma de entender el sistema económico (teorías de J. M. Keynes), acentuó la competencia entre los Estados y alentó los movimientos anticolonialistas. De lo que no hubo duda es de que el capitalismo liberal decimonónico había quedado profundamente afectado y en particular, como demostró Keynes, la fe en la capacidad reguladora del mercado.
A medida que se fue extendiendo la crisis económica se produjo una convulsión general que, como se ha visto en el capítulo anterior, en el orden político se tradujo en una profunda desconfianza de las poblaciones hacia sus gobernantes y en la radicalización de posturas y, en el social, en el incremento del paro y en el recrudecimiento de la conflictividad. Los principios liberales, no sólo los relativos a la economía, fueron en todas partes puestos en duda y quienes los criticaron con mayor dureza, como era el caso de los comunistas o los primeros fascistas, quedaron como los aparentes vencedores en esta coyuntura. El crecimiento del comunismo fue evidente en todas partes a comienzos de los años treinta, y en cuanto al fascismo, ésta es la época de su triunfo. Por otra parte, aquellos que se mantuvieron firmes en su rechazo de las posturas políticas extremas clamaron por doquier por el orden y la tranquilidad y exigieron firmeza a sus gobernantes para lograrlos. Esto creó en los ambientes de la derecha una actitud proclive al autoritarismo y sustentó no pocas críticas hacia el parlamentarismo liberal, acusado cuanto menos de negligencia e inutilidad, cuando no de corrupción. Los tiempos fueron, en consecuencia, especialmente duros para los sistemas políticos cuya estructura y funcionamiento se basaba precisamente en el liberalismo, por lo que allí donde no se había asentado firmemente el sistema, resultara sencillo acabar con la democracia liberal. Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, los tres países que desde el siglo anterior venían siendo ejemplo de democracia, sortearon con éxito las dificultades, aunque no por eso fueron escasos los cambios e incluso los sobresaltos, sobre todo en el último país citado.
En noviembre de 1932, Herbert Hoover perdió las elecciones presidenciales en Estado Unidos ante el demócrata Franklin D. Roosevelt por un amplísimo margen de votos. Antes de la toma de posesión del nuevo presidente, la crisis económica llegaba a su punto culminante con el cierre generalizado de bancos y la consiguiente paralización de la actividad económica. Era preciso hacer frente a una situación muy crítica con medidas de amplio calado y Roosevelt asumió la tarea mediante una amplia política económica (conocida como New Deal), basada en líneas generales en la devolución de la confianza a los norteamericanos mediante un intervencionismo moderado del Estado federal en la economía, el déficit presupuestario, la devaluación del dólar y la salvación de la empresa privada. El New Deal pretendió, ante todo, infundir optimismo en el pueblo (en gran medida lo consiguió y la popularidad de Roosevelt se incrementó notablemente) y actuar de forma pragmática, sin temor a incurrir en contradicciones, para vencer las dificultades.
Las actuaciones iniciales (lo que se ha llamado el primer New Deal) datan de 1933 y consistieron en un amplio conjunto de medidas relativas al sistema financiero, a la agricultura, a la industria y a la lucha contra el paro. La salvación de la banca y la devolución de la confianza a los ciudadanos fueron los objetivos inmediatos a cumplir. Tras evitar, en un primer momento, el derrumbe de las instituciones bancarias mediante la prohibición de la conversión de los valores bancarios en dinero, en junio de 1933 se aprobó la Banking Act (Ley de la Banca), por la que se establecía una división entre bancos de depósito, que quedaron asegurados para garantizar las cuentas de los pequeños y medianos depositantes, y bancos de negocios, destinados a impulsar la actividad empresarial. En el campo monetario se abandonó el patrón oro, permitiendo el pago en moneda corriente de todas las obligaciones privadas o públicas, y se aumentó el volumen de billetes en circulación, con lo cual se produjo inmediatamente una devaluación del dólar que posibilitó a los muchos norteamericanos endeudados resolver con mayor facilidad su situación. De la devaluación monetaria se esperó una subida de precios (destinada a relanzar la producción) y un incremento de las exportaciones, que, sin embargo, no tuvieron lugar, situación que se intentó subsanar mediante un amplio conjunto de disposiciones relativas a la agricultura y la industria.