Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (33 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El gobierno no realizó esfuerzo alguno por modernizar las estructuras económicas ni optó por devaluar el franco (las dos causas fundamentales de la crisis francesa), sino que se limitó a adoptar medidas puntuales: incremento de las tasas aduaneras para los productos de los países que habían devaluado su moneda y limitaciones a la importación de productos que compitieran con los franceses, control de la superproducción agraria para rebajar sus stocks, prohibición de crear nuevas empresas industriales y, sobre todo, disminución de los gastos públicos. El resultado fue negativo, sobre todo para el mercado interior, cada vez más comprimido, y aunque el coste de la vida descendió en un 20% entre 1930 y 1935, fue más acusada la disminución de la renta, que resultó muy desigual según grupos sociales, pues mientras que la de los agricultores bajó un 59% y la de pequeños y medianos comerciantes e industriales en un 46%, los asalariados sufrieron una merma del 25% y otros sectores sociales, como los pensionistas, jubilados y la burguesía acomodada (desde los profesionales liberales a los propietarios de inmuebles y algunos accionistas de bolsa), mantuvieron sus ingresos o incluso los mejoraron.

Así pues, la primera consecuencia apreciable de la crisis en la sociedad francesa fue su desigual incidencia. Quedaron especialmente perjudicadas las clases medias y entre los asalariados se produjeron importantes diferencias, a pesar de que todos perdieron capacidad adquisitiva. Los obreros industriales, más conmovidos por el paro que por la bajada de sus salarios, hicieron notar que los funcionarios mantenían, a pesar de todo, sus puestos de trabajo y los campesinos protestaron contra los comerciantes, que importaban productos que hacían bajar los precios, y se rebelaron contra los habitantes de las ciudades, que exigían un descenso en el precio del pan. En suma, se exacerbaron los antagonismos de clase, al mismo tiempo que se fue alimentando un clima de descontento generalizado hacia el gobierno, acusado de incapacidad para ofrecer soluciones.

En 1932 se celebraron elecciones. Las ganó el Partido Radical-Socialista, seguido de cerca por el Partido Socialista (SFIO), pero como este último rehusó formar parte del ejecutivo, los radicales tuvieron que asumir la responsabilidad de gobernar en minoría parlamentaria. Hasta 1934 los sucesivos gobiernos presididos por radicales fueron totalmente ineficaces debido a las divergencias con los socialistas sobre la política económica a seguir (mientras el gobierno optó por medidas deflacionistas, de acuerdo con los deseos de los medios financieros influyentes, los socialistas propugnaron el aumento del poder adquisitivo de la población), la conflictividad social y el estallido de varios casos de corrupción que afectaron a políticos destacados del Partido Radical, incluso a algunos ministros. La embestida contra el gobierno fue general. La derecha moderada lanzó acusaciones de corrupción, los sectores de extrema derecha (entre ellos Action Francaise y otros grupúsculos émulos del fascismo italiano) abogaron por el fila de la república parlamentaria y el establecimiento de un poder fuerte, y desde la izquierda se criticó la política económica y la ineficacia del ejecutivo. En este ambiente de completo desprestigio no sólo del gobierno, sino también de la vida parlamentaria (al obstáculo parlamentario de los proyectos gubernamentales se debió en muchas ocasiones la ineficacia del ejecutivo), el presidente de la República encargó al radical Daladier, con fama de enérgico e íntegro, la formación de un nuevo gabinete. El 6 de febrero de 1934, cuando Daladier pretendía obtener el respaldo del parlamento, los grupos de extrema derecha, apoyados más o menos directamente por la derecha parlamentaria, organizaron un acto de protesta en París que originó graves disturbios y se saldó con una quincena de muertos y varios centenares de heridos. Los partidos de izquierda interpretaron el hecho como un intento de golpe de Estado del fascismo francés para acabar con la república parlamentaria, y aunque no parece que existiera de forma expresa tal intención, el acontecimiento sirvió para unir a la izquierda, con el objetivo de salvar los valores republicanos y las libertades, es decir, como ha puesto de relieve Zeev Sternhell, mantener la herencia racionalista y universalista de las Luces (la Revolución Francesa) frente a la nueva cultura fascista.

La táctica del Komintern, en este tiempo, de impulsar la unión de los comunistas con el socialismo y los grupos burgueses democráticos para frenar el ascenso del fascismo coadyuvó a producir un giro político. En julio de 1934 el Partido Comunista francés firmó, a iniciativa suya, un acuerdo de unidad de acción con los socialistas, al que el año siguiente se unió el Partido Radical. El 14 de julio de 1935 (la fecha está, evidentemente, escogida), medio millón de manifestantes, encabezados por el comunista Thorez, el socialista Blum y el radical Daladier, ratifican la unidad en París. Acto seguido se adhieren los sindicatos y se elabora un programa común, en realidad muy moderado, para concurrir a las elecciones de 1936, con el lema «Pan, paz, libertad». El Frente Popular (Front Populaire) así constituido gana las elecciones de 1936, y como los socialistas han conseguido el mayor número de diputados, se constituye nuevo gobierno presidido por su dirigente Léon Blum, en el que participan también los radicales, mientras que los comunistas lo apoyan, sin formar parte de él.

El primer problema al que debe hacer frente el nuevo gobierno es la oleada de huelgas. Esta movilización, alentada por la victoria del Frente Popular, tenía como objetivo presionar para nacionalizar la industria militar y mejorar las condiciones salariales y laborales. El resultado fue positivo para los obreros: el gobierno consigue que patronal y sindicatos reconozcan los derechos sindicales, la negociación colectiva y un ligero aumento de los salarios (acuerdos de Matignon) y posteriormente aprueba la limitación de la semana laboral a 40 horas y vacaciones pagadas durante quince días. En los meses sucesivos se adoptan varias medidas para hacer frente a la crisis económica: elevación del precio del trigo, control de la banca, nacionalización de la industria de guerra. Los resultados no son espectaculares y, aunque la patronal y la derecha acusan al Frente Popular de iniciar una revolución social, las reformas son en realidad muy moderadas y no cambian la estructura capitalista del país, ni tal era la intención de Léon Blum. Sin embargo, entre las masas de trabajadores se suscita un gran entusiasmo, pues por primera vez se sienten atendidos por los poderes públicos.

Los efectos de la política reformista del Frente Popular no se dejaron esperar. Los capitalistas trasvasaron su dinero a Suiza y comenzó a desestabilizarse el franco hasta obligar a su devaluación; los precios subieron como consecuencia del aumento de salarios y el incremento de la inversión en la industria armamentística (una medida de precaución ante la conflictividad internacional marcada por la guerra en España y la presión de los países fascistas), y debido a la reducción de jornada, disminuyó la producción. Ante el evidente fracaso económico, Léon Blum anuncia en 1937 la paralización de la política de reformas, decisión que no sirve para apaciguar el creciente descontento de sindicatos y partidos de izquierda ni tampoco, por la otra parte, para ganarse la confianza de los empresarios y poner fin a la huida de capitales. Al contrario, la extrema derecha comienza una campaña de opinión sumamente violenta contra el Frente Popular, el antisemitismo se recrudece (Blum y varios miembros de su gobierno son de origen judío), se crean partidos auténticamente fascistas, como el Partido Popular Francés, y prosiguen las huelgas y las críticas al gobierno desde la izquierda. Desde finales de 1936 Francia queda dominada por un clima de guerra civil que anuncia el fin del Frente Popular, aunque no es ésta la razón fundamental de su disolución, sino la defección de las clases medias (Berstein y Milza, 1996, 292). El Partido Radical, principal exponente de los intereses de este grupo social, niega su apoyo al gobierno y Léon Blum se ve obligado a dimitir. A partir de ahora el gobierno queda en manos de los radicales, quienes se apresuran a abandonar la política reformista y se alían con la derecha moderada. La autorización a sobrepasar las 40 horas semanales, que se habían convertido en una especie de símbolo del Frente Popular, y la concesión de prioridad absoluta al rearme marcaron el fin del Frente Popular. Tras un breve paso de Léon Blum de nuevo por el gobierno, saldado en fracaso (duró menos de dos meses), los radicales, con Daladier al frente, se unieron a la derecha e incluyeron a representantes suyos en el gobierno (el más notable fue Paul Reynaud, ministro de Hacienda). El Frente Popular quedaba extinguido, al tiempo que la patronal se acercaba al ejecutivo. Pero la gran preocupación política de 1938 era distinta a la de los años anteriores; ahora eran las ambiciones expansionistas de Hitler lo que ocupaba la atención. Se trataba de preparar a Francia para una guerra que resultaba a todas luces inminente. La crisis política interna, por tanto, quedó superada en gran medida por los acontecimientos internacionales, aunque había quedado demostrado que en la sociedad francesa existía un amplio soporte a los planteamientos nacionalistas, xenófobos y antiparlamentarios propios del fascismo, como se vio poco después en el apoyo recibido por el régimen de Vichy y la extensión del colaboracionismo con los alemanes.

En el orden económico, Francia salió de la década de los años treinta sin haber recuperado el nivel de actividad de 1929 y con una patente carencia de capital para invertir, aunque gracias sobre todo a la política armamentística de los últimos años se había incrementado la producción industrial y el paro había descendido. En el político, era evidente que el régimen, la III República, difícilmente podría subsistir.

4.2. El estalinismo

En 1927, una vez logró Stalin imponerse en el seno del comité central del Partido Comunista, anunció su intención de reorganizar y reforzar el orden soviético, dando a entender que se trataba de desarrollar el marxismo-leninismo. Sin alterar los elementos básicos del régimen leninista, esto es, el Estado de partido único e ideología única, la manipulación de la legalidad y el control estatal de la economía (R. Service, 2000, 169), acentuó la centralización de las instituciones de gobierno, radicalizó la vida política y procedió a desmantelar la NEP. Stalin y sus partidarios achacaron a la NEP el relativo resurgimiento nacional y religioso experimentado en los años veinte, la pobreza del país, las enfermedades, el analfabetismo, el desempleo urbano y las dificultades en el crecimiento industrial, el aumento de la apatía política y el aislamiento del Partido respecto a la mayor parte de la sociedad. Según ellos, era preciso dar un giro radical para volver a la pureza revolucionaria y a la vez convertir a la Unión Soviética en Lina gran potencia industrial. Es decir, se abandonaba el viejo proyecto de la Tercera Internacional leninista de extender el socialismo por el mundo y se procedía a una «nueva revolución» que consistía en la consolidación del socialismo en la URSS, para convertir a en una poderosa potencia económica y política capaz de imponerse en un futuro próximo a los países capitalistas (es la teoría del «socialismo en un solo país», objeto de encarnizado debate entre los partidarios de Stalin y los seguidores de Trotski).

Las ideas de Stalin implicaban acabar de manera perentoria con la NEP e iniciar un nuevo camino sobre la triple base de la asignación al Partido de un poder decisivo en todos los órdenes, la planificación no sólo de la economía, sino también de las actividades sociales y culturales, y la colectivización del campo. Esta política se puso en marcha en 1928 con el llamado Primer Plan Quinquenal, al que siguió la purificación del Partido y la aprobación de una nueva constitución en 1936. El resultado, como es bien conocido, fue la construcción de un sistema de poder fuertemente centralizado, en el que la figura de Stalin adquirió una desmesurada influencia («culto a la personalidad»). Una dictadura, en suma, con apariencias democráticas, fundada sobre la erradicación de clases sociales y la persecución despiadada de la disidencia política, la imposición de un atosigante dogmatismo ideológico y político (la «ortodoxia estalinista a la que oficialmente nunca se la denominó así, porque se presentó como desarrollo de las teorías de Lenin) y la proclamación de la soviética como la única vía de acceso al socialismo, considerando cualquier otra posibilidad como “desviacionismo» y, en consecuencia, susceptible de ser reprimida, como tuvieron ocasión de constatar más adelante los líderes comunistas de distintos países.

Aunque la planificación no era una novedad en la Rusia soviética (se había ensayado en los primeros años de la revolución, como se ha visto en el capítulo anterior) adquirió su auténtica dimensión en la época estalinista. El primer plan quinquenal (1928-1932) tuvo el doble objetivo de destruir el sector privado alimentado por la NEP y desarrollar las producciones económicas de base. La máxima prioridad se cifró en la industrialización, en especial en el desarrollo de la industria pesada. La mayor dificultad para cumplir el plan fue la carencia de técnicos y de obreros cualificados, pues la mano de obra disponible la constituía la masa de campesinos trasladados a las ciudades, carentes de formación y con grandes dificultades para adaptarse a la industria. Estos problemas se atajaron mediante la importación de técnicos, de tecnología y de patentes (entre otros lugares, de Estados Unidos y del Reino Unido) y el establecimiento de un sistema laboral que asoció la disciplina en el centro de trabajo, los castigos y un férreo control de los movimientos de los obreros con incentivos de distinto tipo (exaltación del heroísmo en el trabajo mediante la creación de «brigadas de choque», primas y ventajas en la jornada laboral para los mejores, compensaciones salariales para los más cualificados) y el establecimiento en las fábricas de la «emulación socialista», consistente en incitar a producir más de lo previsto con menor gasto.

En el campo se potenció la mecanización y la sustitución de la pequeña y mediana propiedad por grandes unidades de producción. Tal era el objetivo del proceso de colectivización, impulsado a un ritmo rápido a partir de 1929 mediante la creación de sovjoses y koljoses. Las primeras eran grandes explotaciones estatales, donde trabajaban los campesinos a cambio de un salario, y los koljoses —con el tiempo más extendidos que las otras— consistían en el cultivo colectivo de las tierras de uno o varios núcleos rurales. En este segundo caso, el Estado proporcionaba semillas y maquinaria y se quedaba con una parte de la cosecha, siendo el resto repartido entre los agricultores. El éxito de la política colectivizadora exigía el desmantelamiento de la pequeña y mediana propiedad (es decir, acabar con los kulaks), lo cual se efectuó en medio de serias tensiones con el campesinado, que originaron algunas revueltas de importancia, como las ocurridas en Ucrania. Para evitar la resistencia campesina, el Estado eliminó a los kulaks sin reparar en medios coactivos, entre otros el asesinato o la deportación a Siberia. Por otra parte, en los inicios de la colectivización fueron frecuentes los abusos en la confiscación de tierras y maquinaria, llegando a veces a privar a los campesinos reticentes incluso de pequeños bienes personales (ganado doméstico, viviendas…), lo que originó un considerable descontento en el medio rural. Esto obligó a Stalin a paralizar el proceso colectivizador, que reinició en 1931 sobre la base del reconocimiento al campesino de la propiedad de su casa y jardín y del conjunto de sus bienes personales. Aunque no desapareció la represión de los campesinos recalcitrantes, la colectivización experimentó desde entonces un ritmo creciente.

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