Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (77 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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La conmoción provocada por el atentado contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 obedece a varias causas. En primer lugar, a la inmediatez y a la espectacularidad de la información emitida por las televisiones, gracias a las especiales facilidades que ofrecía el hecho de que el ataque tuviera lugar en el corazón mismo del mundo occidental. Tras producirse a las 8:48 (hora de Nueva York) el primer impacto de un avión de pasajeros secuestrado por un comando suicida contra las Torres Gemelas, los principales canales de televisión de todo el mundo transmitieron en directo el desarrollo posterior de una crisis de final incierto, cuyo dramatismo se fue acrecentando con los siguientes atentados: a las 9:03 se produjo el impacto en la Torre Sur —la escena pudieron presenciarla ya en directo quienes se encontraban ante el televisor contemplando perplejos el incendio de la Torre Norte—; a las 9:43, un tercer avión se lanzaba en Washington contra el edificio del Pentágono, centro neurálgico del sistema de defensa norteamericano, y a las 10:10 un cuarto aparato se estrellaba en un bosque cerca de Pittsburgh (Pensilvania), frustrándose así, seguramente por la rebelión del pasaje, el plan de sus secuestradores de atentar contra la Casa Blanca o el Capitolio. Poco antes, se había desplomado la Torre Sur del World Trade Center, y unos minutos después, a las 10:28, ocurría otro tanto con la Torre Norte, víctima del primer atentado. El sur de Manhattan quedaba envuelto en una inmensa nube blanca producida por la desintegración de miles de toneladas de hormigón, vidrio y acero de los 110 pisos de cada una de las Torres Gemelas. El múltiple atentado provocó un número aproximado de 6000 muertos, la mayoría, trabajadores de las numerosas empresas con sede en las Torres Gemelas.

Desde el primer momento, las autoridades norteamericanas señalaron a Osama Bin Laden, líder de una organización terrorista islámica fundada en 1988 («Al Qaeda», La Base), como responsable de los atentados. Asimismo, algunos medios de comunicación atribuyeron en seguida un carácter bélico a los sucesos del día 11. El canal de televisión CNN, por ejemplo, tardó escasas horas en presentar su información sobre los ataques con un titular inequívoco: «América en guerra». La posibilidad de que se tratara de una verdadera guerra —de la III Guerra Mundial, como pudo leerse en algunos titulares de prensa—, pero también de una nueva forma de guerra, llenó las portadas de los principales periódicos mundiales el día siguiente al ataque. El recuerdo de Pearl Harbor ha sido argumento de un sinfín de análisis y reflexiones sobre lo sucedido, demostrando una vez más que la historia brinda siempre algún ejemplo que, por analogía, permite entender mejor lo imprevisible y combatir así el horror al vacío que producen los acontecimientos inesperados. A lo largo de este libro se ha hablado ya de lo que en la historia reciente de Estados Unidos ha representado el síndrome Pearl Harbor, es decir, el miedo de la sociedad norteamericana a un ataque sorpresa de un enemigo no declarado, como el que protagonizó la aviación japonesa en diciembre de 1941, capaz de poner en grave riesgo la seguridad nacional. Junto a la evocación de este acontecimiento bélico, el otro gran argumento histórico que ha polarizado las interpretaciones del 11 de septiembre ha sido el choque de civilizaciones, tesis expuesta por el profesor de la Universidad de Harvard Samuel Huntington en un artículo publicado en 1993 en la revista Foreing Affaires y desarrollada y matizada por el autor en 1996 en un libro homónimo: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial.

Huntington mantiene que la fuente de los conflictos en el mundo posterior a la Guerra Fría no será de carácter ideológico o económico, sino cultural. El fin de la Guerra Fría no ha supuesto el triunfo de Occidente (en este punto la tesis de Huntington se opone a la del «fin de la historia» de F. Fukuyama, otra de las teorías dominantes en Occidente durante el último decenio), sino la división del mundo entre diferentes civilizaciones, que él delimita en función esencialmente de la religión. Huntington distingue siete u ocho grandes civilizaciones (occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa y latinoamericana, y, en cierta medida, la africana) y afirma que el choque entre ellas dominará la política mundial, de forma que, si bien las naciones-estado seguirán siendo los actores principales de la política mundial, los enfrentamientos se producirán entre naciones o grupos de civilizaciones distintas. El choque entre la civilización occidental y la islámica-confuciana (extraña alianza, muy utilizada por los críticos de esta tesis) constituirá el núcleo central de la conflictividad inmediata.

La oportunidad de la tesis del «choque de civilizaciones» para interpretar el acontecimiento del 11 de septiembre no podía ser más patente. Aún más, si se recurre a las declaraciones de Bin Laden y otros dirigentes islámicos extremistas en las que se lanzan duras condenas al mundo occidental utilizando argumentos de carácter religioso. Los medios de comunicación han sido pródigos en informaciones de este cariz, de modo que ha cobrado carta de naturaleza la idea de una guerra entre el fanatismo islámico y el mundo occidental. El desconocimiento mutuo por parte de las masas de uno y otro lado, la tendencia en los medios de comunicación a prescindir de los matices y la persistencia de hechos conflictivos (acciones terroristas en Oriente Próximo protagonizadas por las dos partes en litigio, inicio de una guerra bacteriológico, etc.) abonan tal apreciación. Así pues, aunque los intelectuales y los medios de información serios se esfuerzan por delimitar el grado de implantación del fanatismo islámico en las sociedades árabes, distinguiendo entre la parte y el todo, la tendencia dominante en las masas occidentales es identificar a los musulmanes con los fundamentalistas islámicos, mientras que en el otro lado se incrementó la cólera y el sentimiento de humillación contra Occidente.

Desde el 11 de septiembre, ensayistas y politólogos de distinta orientación, pero de forma especial los más entroncados en el mundo árabe, vienen realizando un gran esfuerzo en ponderar la auténtica implantación del fundamentalismo religioso en los países islámicos y en subrayar que las ideas de los extremistas como Bin Laden no responden a la doctrina del islam ni se ajustan a la espiritualidad de esta religión, sino que son producto de una interpretación particular de los textos del Corán, una apropiación unilateral de ciertos principios islámicos para mantener sus organizaciones extremistas. Incluso Francis Fukuyama, que ha salido a la palestra de la opinión pública para defender la validez de su tesis del fin de la historia (véase su artículo «Seguimos en el fin de la historia», El País, 21-10-2001), se siente obligado a matizar que si el extremismo islámico es cosa únicamente de algunos lunáticos, no cabe hablar de choque de civilizaciones.

A la hora de interpretar el acontecimiento del 11 de septiembre resulta decisivo, por tanto, resolver uno de sus grandes interrogantes: cuál es la base social de las organizaciones terroristas islámicas en los países árabes y, en general, entre los musulmanes de todo el mundo. Este problema enlaza con otro, de no menor relevancia, ligado estrechamente con el acontecimiento que nos ocupa, y es la verdadera finalidad perseguida por los terroristas. Los atentados del 11 de septiembre han sido generalmente interpretados como un ataque al progreso, al carácter laico de la cultura y a la modernidad, utilizando sus mismas armas. Pero ¿se trata simplemente de un rechazo de todo eso, como defiende la tesis del choque de civilizaciones, o, sin excluirlo, se persiguen asimismo otros fines? ¿La guerra declarada a Estados Unidos es un desafío a la modernidad desde una opción radicalmente opuesta o un movimiento estratégico con intenciones políticas concretas? Sería sumamente aventurado avanzar cualquier respuesta a estos interrogantes, pero quizá no sea fútil tener en cuenta el dominio del tiempo que han demostrado los terroristas. Dos días antes del atentado contra Estados Unidos fue asesinado Ahmed Sha Massud, líder de la «Alianza del Norte», la coalición que mantiene en Afganistán una guerra civil contra el régimen talibán, con lo cual desapareció la alternativa más clara en caso de derrocamiento del poder dominante en Kabul. Tras el 11 de septiembre, Bin Laden ha difundido declaraciones perfectamente programadas y varios dirigentes del mundo islámico han hecho llamamientos concretos de apoyo a Afganistán y de condena a la intervención militar contra este país. Todo ello puede tener la finalidad de prolongar al máximo la fase bélica del conflicto y con ello propiciar una mayor inestabilidad en el mundo árabe. De esta forma, se hace más conflictiva la respuesta al atentado terrorista del 11 de septiembre y se pueden producir reacciones inesperadas. Si Estados Unidos y sus aliados cometen errores o no atienden determinadas exigencias de los países primeramente afectados por el conflicto, pueden suscitarse hechos sorprendentes, como un golpe de Estado en Pakistán, país que dispone de armas nucleares. Tampoco es fácil evaluar cuál sería la reacción de Rusia, China, India o Irak por ejemplo, si se producen cambios políticos radicales en la zona o el conflicto bélico se extiende en el espacio y en el tiempo.

La delimitación precisa de la responsabilidad del ataque a Estados Unidos resulta, a la vista de lo dicho, un elemento de primer orden no resuelto de forma plenamente satisfactoria hasta el momento, a pesar de que el historial de Osama Bin Laden y su organización «Al Qaeda» parece avalar las sospechas que inmediatamente recayeron sobre él. Nacido en Arabia Saudí en 1957, miembro de una numerosa y multimillonario familia, el futuro líder de «La Base», con el apoyo de los servicios secretos de Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí, había participado activamente en la guerra iniciada en 1979 en Afganistán en contra de la Unión Soviética y los comunistas afganos. Concluida la guerra con la victoria de la guerrilla islámica y la instauración del gobierno fundamentalista de los talibanes («estudiantes»), Bin Laden y su pujante organización emprendieron una lucha sin cuartel contra Occidente, especialmente contra Estados Unidos, que se hizo extensiva a aquellas monarquías árabes, como la saudí, consideradas prooccidentales. La ruptura con el gobierno de su país le llevó a exiliarse en Sudán y, posteriormente, en Afganistán. Todo un rastro de atentados altamente mortíferos, de atribución incierta y extraño significado, como el ocurrido en 1993 en los sótanos de las Torres Gemelas neoyorkinas, los que afectaron en 1998 a las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania o el ataque con una lancha bomba en octubre de 2000 al destructor norteamericano US Cole en Aden (Yemen), empezó a alimentar la leyenda de un personaje poco conocido, sin embargo, por la opinión pública occidental hasta septiembre de 2001. La creciente sofisticación de sus métodos, combinada con el primitivismo y mesianismo de sus mensajes y con el fanatismo a toda prueba de sus numerosos seguidores, ha acabado por hacer de Osama Bin Laden un paradigma del lado más irracional e imprevisible de la globalización y de la sociedad red. Pero, sobre todo, el ataque terrorista a Estados Unidos le ha consagrado como cabecilla de un movimiento visceral, tan amplio como difuso, de rechazo al Primer Mundo. Es la nueva bipolaridad de la post-Guerra Fría, tal vez del siglo XXI, en la que una determinada concepción del islam actúa como catalizador de los sentimientos de amplias masas de desheredados, a las que ofrece la esperanza de un mundo mejor y de una suerte de juicio final a los infieles.

La más que probable connivencia con Osama Bin Laden del régimen talibán de Afganistán —instaurado en su día con apoyo de Estados Unidos, que prefirió el fundamentalismo islámico a un gobierno prosoviético— ha permitido dar forma bélica a la respuesta norteamericana a la masacre del 11 de septiembre. Así pues, lo que empezó siendo un atentado terrorista, aunque de una audacia y una violencia inusitadas, ha derivado en algo semejante a una guerra clásica entre dos Estados, con la importante particularidad de que uno es la primera potencia mundial y el otro uno de los países más pobres y atrasados de la Tierra. La nueva guerra, iniciada el 7 de octubre de 2001 con los primeros bombardeos sobre Afganistán, se inscribiría de lleno en lo que en ciertos medios norteamericanos se califica como «guerra de cuarta generación» o «guerra asimétrica» (véase Le Monde Diplomatique, octubre 2001). Este último concepto sería aplicable a otros episodios posteriores a la Guerra Fría, como la intervención occidental en el conflicto yugoslavo y, sobre todo, la Guerra del Golfo. En sus primeras etapas, la guerra contra Afganistán ofrece, efectivamente, algunas similitudes con el ataque multinacional a Irak en 1991, aunque hay también diferencias significativas, como la influencia mucho menor que la situación de Afganistán tiene por el momento en la evolución del mercado del petróleo —tras una fuerte subida inicial del crudo, su precio se estabilizó en los niveles previos al ataque a Estados Unidos— y la naturaleza radicalmente integrista del gobierno afgano, frente al carácter caudillista del régimen iraquí de Saddam Hussein.

El conflicto ha devuelto a Afganistán un protagonismo internacional que había perdido desde el final de la guerra contra la Unión Soviética en 1989 y que sólo había recuperado parcialmente por las tropelías cometidas por los talibanes en su particular aplicación de los preceptos coránicos. Mientras un libro reciente como The Great Disruption de Francis Fukuyama (1999), sesuda exploración en las claves del mundo actual, omitía cualquier referencia a este país, los acontecimientos desencadenados en septiembre de 2001 han despertado la curiosidad internacional sobre Afganistán, uno de los primeros países asiáticos en alcanzar la independencia (Tratado de Kabul, 1921), tras protagonizar varias y encarnizadas sublevaciones contra Inglaterra a lo largo del siglo XIX. De ahí arranca su vieja leyenda de pueblo indómito, guerrero por naturaleza, que hizo frente a aquellos pueblos vecinos que intentaron someterlo, ya fueran los persas, los mongoles, los rusos o los ingleses desde la India. Los testimonios de escritores y periodistas europeos del siglo XIX son inagotables y coinciden más o menos en los mismos rasgos. Para los afganos, escribió Engels en 1857, «la guerra es una actividad excitante, que los libera de monótonas ocupaciones de carácter económico». Algo anterior es la descripción del país que el escritor inglés G. MacDonald Fraser puso en boca de uno de sus personajes: hacia 1840, en plena sublevación contra el Imperio británico, Afganistán se le antojaba «el lugar más sofocante, duro y peligroso del mundo». En él —había escrito poco antes el duque de Wellington— sólo podían encontrarse 11 rocas, arenas, desiertos, hielo y nieve”. Sin embargo, junto a la dureza del terreno y a la pobreza inigualable del lugar, escritores, periodistas y militares del siglo XIX coincidieron también en señalar el alto valor estratégico de Afganistán, situado en un cruce de caminos entre Asia y Europa y en una encrucijada de civilizaciones que lo colocaban en el cogollo mismo de eso que el novelista R. Kipling llamó el gran juego de Asia Central, en referencia a la política de sobornos a los jefes trábales practicada por Gran Bretaña como forma de penetración en la zona. Sólo así, a partir de esa maldición geoestratégica, se entiende por qué, durante siglos, una región tan miserable mereció tantos desvelos y tanta sangre de sus habitantes y de los distintos pueblos que intentaron someterlo a su dominación. Es difícil escapar a cierto determinismo geográfico que explicaría una capacidad de atracción y un protagonismo histórico que no se corresponderían con la pobreza natural de un país agreste y montañoso, sin salida al mar, donde la población se ha instalado en valles fluviales separados por pasos estrechos entre montañas y colinas rocosas. La difícil comunicación ha propiciado la existencia de grupos étnicos dispares y la rivalidad crónica entre clanes, y ha dificultado la implantación de un sistema político-administrativo unitario. Los distintos intentos ensayados durante el siglo XX en este sentido se saldaron en fracaso. Tampoco el régimen talibán ha conseguido crear una estructura administrativa estable ni dominar el conjunto del territorio. Afganistán posee, sin embargo, grandes reservas de gas natural no explotadas y es zona de paso de los oleoductos del Golfo Pérsico —como en el pasado lo fue de la ruta de la seda—. De ahí el interés estratégico de un territorio cuya principal fuente de riqueza, hoy por hoy, es el opio y que, a comienzos del siglo XXI, presenta uno de los niveles más bajos de desarrollo del planeta, con una tasa de analfabetismo de casi el 50% entre los hombres y del 80% en las mujeres, una esperanza de vida de 46 años y un PIB por habitante de 800 dólares.

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