Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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De la magnitud de algunos de los cambios producidos al final de la Edad dorada no se tomaría plena conciencia hasta unos años después. Las mutaciones operadas en el orden social y cultural dejarían también una profunda huella, más allá de la apariencia fallida y efímera que tuvieron las convulsiones socioculturales de los años sesenta. La parte más perdurable de aquella revolución fue la que tuvo que ver con la familia, la sexualidad y el papel de la mujer. El desarrollo de un nuevo feminismo, superador del viejo sufragismo de principios de siglo, fue teorizado en los años sesenta por autoras como Betty Friedan (The Femine Mystique, 1963) y Kate Millet (Sexual Politics, 1970). Como tantas otras veces, la existencia de un pensamiento radical de vanguardia iba acompañada de cambios sociales más lentos y modestos, pero de gran calado y en muchos sentidos irreversibles. Es arriesgado atribuir a uno u otro factor —desarrollo del movimiento feminista, necesidades del mercado laboral, modelos de vida creados por los mass media, cambios legislativos— la crisis de la familia tradicional y el acceso de la mujer a cotas de igualdad nunca antes conocidas. Algunos datos estadísticos hablan elocuentemente del cambio producido. En Inglaterra y Gales había a finales de los años setenta cinco veces más divorcios que en 1961. Entre 1970 y 1985, en países de tradición católica, como Francia y Bélgica, el número de divorcios por cada mil habitantes se multiplicó por tres. En Estados Unidos, la familia clásica pasó de representar el 44% de los hogares en 1960 a tan sólo el 29% veinte años después. Aunque es difícil generalizar, da la impresión de que la legislación en esta materia —legalización de los anticonceptivos, del divorcio, del aborto, de la homosexualidad— iba siempre muy por detrás de la demanda social, como lo demuestra el hecho de que hasta 1975 no se aboliera en Italia el código de familia vigente desde la época fascista.
Popularizado sobre todo a partir de los años ochenta, el ecologismo es un movimiento claramente tributario, asimismo, del espíritu de los sesenta, en lo que tuvo de reacción contra los valores dominantes en la sociedad industrial. El ideal romántico de la vuelta a la naturaleza, una de las señas de identidad del movimiento hippy a mediados de la década, se conjugó muy pronto con las necesidades de supervivencia de una sociedad amenazada por los abusos de la explotación industrial del planeta y por los riesgos derivados del armamento nuclear y del uso civil de la energía atómica. Tal es el contexto en el que surgió en 1971 el movimiento Greenpeace, creado en la Columbia británica en protesta contra las pruebas nucleares realizadas por Estados Unidos en Alaska. La crisis del petróleo, la proliferación de las centrales nucleares —en parte, como respuesta al encarecimiento del petróleo y sus derivados— y la intensificación de la carrera de armamentos en la fase final de la Guerra Fría dieron una enorme popularidad y un marcado sesgo político al movimiento ecologista y ecopacifista, pues la conjunción de las dos causas —la defensa de la naturaleza y la lucha contra la guerra— parecía casi inevitable, lo mismo que el entendimiento con ciertas corrientes del feminismo. La creación de Les Verts en Francia (1974), el Ecology Party en Gran Bretaña (1975) y Die Grünen en Alemania Federal (1980) —el último, pero también el más poderoso e influyente de estos grupos— atestigua la dimensión que alcanzó un movimiento capaz de adaptar el discurso contracultural de los años sesenta al cambio de ciclo histórico registrado a partir de 1973.
Por último, el tránsito entre las dos décadas hace ineludible una referencia al terrorismo. No se trata, ni mucho menos, de un fenómeno nuevo. La práctica del terrorismo, y en particular del magnicidio, tiene remotos orígenes históricos, y en la época contemporánea había sido frecuente en movimientos radicales tanto revolucionarios, vinculados sobre todo a la tradición anarquista, como contrarrevolucionarios. La proliferación de grupos y atentados terroristas a partir de los años sesenta tiene causas muy complejas, que, en gran medida, responden a las condiciones específicas de la zona o del país en que se produce el fenómeno. Entre sus desencadenantes está, sin duda, la frustración que el fracaso de los movimientos de protesta de los años sesenta generó en ciertos sectores de la extrema izquierda occidental. Algunos intelectuales contribuyeron a legitimar el recurso a la violencia ante un sistema que había demostrado con creces su capacidad para asimilar cualquier forma pacífica de oposición: «La violencia», había dicho Sartre en pleno mayo del 68, «es lo único que les queda a los estudiantes que todavía no han entrado en el sistema y que se niegan a entrar en él» (cit. Winock, 1997, 565). «Para que esto cambie hay que coger el fusil», había afirmado en un mitin el líder estudiantil Serge July, años antes de convertirse en director del influyente periódico francés Libération (cit. Cohn-Bendit, 1998, 11l). La mística revolucionaria y guerrillera ejemplificada por la Cuba castrista, especialmente por Che Guevara, dio una cobertura doctrinal y sentimental a muchos grupos de la izquierda radical, que no veían otra forma de acabar con el sistema que sacar a relucir ante la población su vertiente más autoritaria y represiva. La cuota de pantalla que sus acciones obtenían en los medios de comunicación era un aliciente más para optar por esta forma de actuación.
Fue así como surgieron las Brigadas Rojas italianas, Acción Directa en Francia, la Fracción del Ejército Rojo alemana —también conocida como Banda Baader-Meinhof—, el Ejército Rojo japonés, la ETA vasca, el IRA irlandés o el movimiento uruguayo Tupamaro, pues aunque estos tres últimos grupos se habían fundado mucho antes (el IRA en 1919, ETA en 1959 y los Tupamaros en 1963), su apuesta por la estrategia terrorista se produjo o se intensificó a finales de los sesenta. La influencia del modelo maoísta, muy presente en casi todos ellos, resultó decisiva en el peruano Sendero Luminoso, fundado en 1970 con un carácter campesino e insurreccionar y estrechamente vinculado a la personalidad visionaria de su creador, Abimael Guzmán. Hay que recordar, asimismo, que la derrota árabe en la guerra de 1967 llevó a un sector mayoritario de la resistencia palestina a practicar un sistemático hostigamiento terrorista contra Israel, dentro y sobre todo fuera de sus fronteras —generalmente en Europa—, como forma de extender el conflicto en un radio de acción lo más amplio posible e implicar en él a la opinión pública internacional.
La importancia que adquirió el terrorismo en sus diversos escenarios y manifestaciones puede calibrarse con la fría, y a veces engañosa, precisión de la estadística: de 125 atentados a 831 entre 1968 y 1987, y de 241 víctimas a 2905 (Hobsbawm, 1995, 454). La relación de secuestros aéreos —una práctica muy extendida en los años sesenta— sería casi interminable. Si el propósito del terrorismo, así reconocido muchas veces por sus partidarios, era provocar en el poder una respuesta represiva desencadenante a su vez de una reacción compulsivo de la población que actuara como detonante de un estallido revolucionario, la perspectiva histórica permite afirmar que, en la mayoría de los casos, el plan terrorista no pasó de su primera fase, y que la espiral de terrorismo y represión nunca desembocó en procesos revolucionarios, sino más bien, como demuestran los casos de Argentina y Uruguay, en todo lo contrario.
La expresión los años de plomo, utilizada en Italia para caracterizar la gran escalada terrorista de los años setenta, puede aplicarse con carácter general a este turbulento período marcado por la violencia de uno u otro signo, pero también por la proliferación de dictaduras militares en América Latina, por la crisis económica y por el derrumbe de algunos de los ideales que habían movilizado a la izquierda en general, y a la juventud en particular, en la década anterior. Las atrocidades del régimen comunista de Pol Pot y sus jemeres rojos en Camboya, última secuela de la revolución cultural maoísta, contribuyeron también a ensombrecer cierta visión colorista de la revolución y de la historia muy ligada a las revueltas juveniles de los sesenta.
La posibilidad de que los países árabes utilizaran el petróleo como arma de guerra en su conflicto con Israel la había planteado ya Kuwait en enero de 1973. Ese mismo año, Arabia Saudí había advertido a Estados Unidos sobre tal eventualidad. Todo ello se producía en una fase de claro recalentamiento de las economías occidentales, que estaban viviendo el fin de una larga etapa expansivo y el comienzo de un cambio de ciclo que había empezado a manifestarse en la caída de los beneficios empresariales y en las turbulencias monetarias desatadas en 1971 con el fin de la convertibilidad del dólar en oro y la devaluación de la divisa norteamericana. La política adoptada a finales de 1973 por los países exportadores de petróleo (OPEP) fue el detonante final de la crisis de todo un modelo de desarrollo aplicado en las últimas décadas por las economías industrializadas.
El aumento de los precios del petróleo, consecuencia del acuerdo de los países exportadores para recortar su producción, se produjo de forma escalonada en los últimos meses de 1973. Aunque la iniciativa la llevaban los países árabes, por los motivos políticos ya señalados, pero también por razones económicas, otros miembros de la OPEP se sumaron con entusiasmo a una estrategia que revalorizaba de forma espectacular el status internacional de muchos países del Tercer Mundo, que se vieron en disposición de sacar el máximo partido a sus recursos naturales. Venezuela, por ejemplo, decidió aumentar en un 56% sus precios y reducir su producción sólo en un 5%. Algunos historiadores han llegado a calificar este fenómeno como una «segunda descolonización», es decir, como el momento en que las antiguas colonias, tras su emancipación política, se convertían finalmente en dueñas de sus propios recursos.
El 4 de noviembre de 1973, la OPEP acordaba una nueva subida del barril de petróleo de 4,8-a 8,9 dólares —el precio anterior a la crisis estaba en torno a los tres dólares— y una reducción de la producción en un 25%. Mientras tanto, los países europeos y Japón, que, a diferencia de Estados Unidos, carecían en su mayoría de recursos petrolíferos, empezaron a trasladar a sus economías las consecuencias del alza del petróleo. El aumento imparable del precio de la gasolina abriría los ojos de los consumidores ante el fin de una era de abundancia y bienestar, cuyo máximo exponente había sido precisamente el automóvil. Esta última circunstancia había generado en las sociedades desarrolladas una gran dependencia del petróleo, y, por tanto, hacía del precio final de sus derivados, fijado por los gobiernos y sujeto a una fuerte fiscalidad, una cuestión políticamente muy delicada. La resistencia de las autoridades occidentales, temerosas de la impopularidad de tal medida, a repercutir las alzas sobre los consumidores tuvo mucho que ver con los efectos multiplicadores de la crisis en el conjunto del sistema económico.
La adopción de las primeras medidas de austeridad, tras una nueva alza de los precios en vísperas de las Navidades de 1973, alimentó el síndrome de la escasez que empezaba a extenderse entre la opinión pública occidental, pero preparó también el cambio de mentalidad necesario para afrontar una crisis económica que no había hecho más que empezar. Durante años, el problema del petróleo siguió gravitando muy negativamente sobre las economías occidentales, habituadas hasta entonces a disponer de energía barata: entre el principio y el final de la crisis energética (19731980), el precio del barril pasó aproximadamente de 3 a 41 dólares —o de 3,73 a 33,5 si se tiene en cuenta la depreciación del dólar (Skidelsky, 1998, 59)—. La segunda crisis del petróleo, iniciada en 1979, tuvo un carácter muy aparatoso, pero fue mucho menos duradera que la primera y dio lugar muy pronto al cambio de tendencia, con precios a la baja, que presidirá la década de los ochenta. En su origen no había estado, como en 1973, una decisión política concertada por los países de la OPEP, sino el pánico de los países importadores ante un eventual desabastecimiento del mercado. Como contrapartida al aumento del precio del crudo, las políticas de austeridad y la explotación de energías alternativas provocaron entre 1973 y 1985 un descenso del 40% del consumo de petróleo en Europa occidental, consciente de los riesgos de todo tipo que acarreaba su dependencia del oro negro. No es extraño que la opinión pública viera con creciente simpatía el desarrollo de la energía nuclear, que muchos contemplaban como una solución definitiva, al mismo tiempo limpia y segura, al problema de la energía. Si en 1977, el 37% de los franceses se declaraba partidario de la energía nuclear, sólo dos años después la cifra alcanzaba el 54% (Droz y Rowley, 1992, 71). El desarrollo del ecologismo y el desastre de la central rusa de Chernobil no tardarían en invertir esta tendencia.
El cambio de ciclo iniciado en 1973 se tradujo muy pronto en inflación, déficit público, crisis industrial y desempleo. La traslación de este escenario a la vida cotidiana de las sociedades occidentales tuvo como consecuencia el redescubrimiento de la escasez, después de varias décadas de una abundancia que parecía no tener fin. Escasez y carestía del petróleo y escasez y degradación del trabajo. Además, la inflación trajo consigo un descenso de la capacidad adquisitiva de aquellos trabajadores que conservaban su empleo. En 1974, la inflación media en los países desarrollados se situó en torno al 13,5%, frente al 6% o el 7% de los años anteriores. En Japón, sin embargo, donde, al contrario que en la mayoría de los países desarrollados, se repercutió sobre los consumidores la totalidad de la factura energética, la inflación llegó al 24%, la misma tasa que Gran Bretaña un año después. En 1974, el PNB japonés tuvo una caída del 3,5%, frente al 10,2% de crecimiento en 1973. Se perfilaba así un escenario poco común que combinaba estancamiento económico con alta inflación, considerada por lo general un efecto secundario de la hiperactividad económica, lo que, evidentemente, no era el caso. El término estanflación, tomado del inglés (stagflation), sirvió para definir esa insólita concurrencia de precios altos y contracción de la demanda, fruto de la baja actividad económica.
La crisis golpeó a las economías domésticas a través de la inflación y el paro, pero sobre todo supuso el hundimiento de unas estructuras industriales definitivamente agotadas. En realidad, más que una recesión a la antigua usanza, como la vivida tras el crash de 1929, lo que se produjo fue un cambio de modelo en el marco de la economía capitalista, que salió de esta fase de ajuste profundamente transformada: del anterior paradigma de desarrollo, en el que resultaban determinantes la abundancia y bajo coste de la energía, se pasó al nuevo paradigma tecnológico del llamado capitalismo informacional, basado en la abundancia y bajo coste de la información (Castells, 1997). La incorporación al aparato productivo de las nuevas tecnologías de la información, en plena expansión desde la década anterior, dio un poderoso impulso a las actividades económicas más ligadas al sector, como la electrónica y las telecomunicaciones, y provocó una radical reestructuración del mercado laboral y de la división internacional del trabajo.