Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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En 1916 nada aconsejaba la intervención de Estados Unidos en la guerra, a pesar de los serios percances diplomáticos provocados por las acciones de los submarinos alemanes. Los ataques perpetrados en 1915 a los buques Lusitania y Arabic, saldados con la muerte de varios ciudadanos norteamericanos, empeoraron las relaciones con Alemania, pero Wilson consiguió evitar el enfrentamiento arrancando al Reich la promesa del cese de estas operaciones. En realidad, las promesas no se cumplieron y cada vez se incrementaron las dificultades para la marina mercante norteamericana. La tensión alcanzó nueva intensidad el 24 de marzo de 1916, al resultar heridos algunos ciudadanos americanos del vapor de pasajeros francés Sussex, hundido por un submarino alemán (luego se demostró que a causa de un error). Por razones de prestigio y bajo presión de la opinión pública interior, Wilson envió a Alemania una especie de ultimátum, anunciando la ruptura de relaciones diplomáticas si no cesaba la guerra submarina. Una vez más, Alemania hizo promesas tranquilizadoras, pero todo quedó sin efecto a partir del 31 de enero del año siguiente, tras el anuncio oficial del recrudecimiento de la guerra submarina. Todavía intentó Wilson mantener la neutralidad e instó a Alemania a reconsiderar su postura, pero resultó inútil: el 26 de febrero el Laconia fue torpedeado y murieron dos mujeres norteamericanas. Tres días después, el gobierno de Estados Unidos publicó un telegrama del ministro alemán de Asuntos Exteriores, Zimmermann, a su representante en México, en el que se prometía a este país determinadas compensaciones territoriales (Texas, Arizona y Nuevo México) si se situaba al lado de los Imperios centrales en caso de que Estados Unidos entrara en la guerra. La noticia afectó profundamente a la opinión pública norteamericana, pues coincidió con un momento de descontento general provocado por la acumulación de mercancías en los puertos norteamericanos debido al temor de los armadores a sacar sus barcos. Crecieron, por tanto, los partidarios de la guerra contra Alemania y como en días sucesivos fueron hundidos varios buques norteamericanos, Wilson se decidió a presentar al Congreso la declaración de guerra (2 de abril), la cual fue aprobada por mayoría cuatro días después.
La historiografía actual considera que la tensión provocada por la guerra submarina fue el factor determinante y la causa inmediata de la intervención norteamericana, y reduce la incidencia de otros factores aducidos por los enemigos políticos de Wilson (la guerra submarina, según éstos, fue una simple excusa, pero no la razón para declarar la guerra a Alemania) y difundidos en los años sesenta por los historiadores de la «nueva izquierda». Basados éstos en la necesidad expansiva de Estados Unidos tras la finalización de la conquista del Oeste (la «teoría de la frontera») explicaron el intervencionismo exterior, antes y durante la Guerra Mundial, por el deseo de conseguir nuevos mercados y de asegurar el control financiero sobre las potencias europeas. De acuerdo con este argumento, en 1917 lo que realmente movió a los norteamericanos a abandonar la neutralidad fue el deseo de garantizar la devolución de los préstamos efectuados a los países de la Entente, a los que se creía al borde de la derrota (Williams, 1962). No existen, sin embargo, pruebas de que la opinión norteamericana pensara de tal forma, debido a que sus canales de información eran favorables a la Entente. Tampoco se ha podido demostrar que los banqueros de Wall Street o los empresarios presionaran a Wilson a declarar la guerra, y, por otra parte, la devolución de los préstamos estaba asegurada incluso aunque los aliados hubieran perdido la guerra, pues se concertaron con garantías suficientes (Jones, 1996, 389).
La intervención norteamericana resultó decisiva para la Entente, pues tuvo lugar en un momento especialmente desfavorable para sus integrantes. La defección de Rusia y la parálisis en que se hallaban las tropas rumanas, cercadas por los alemanes, habían dejado inoperante el frente oriental y desbaratado el plan de lanzar grandes ofensivas simultáneas forjado por el mando aliado, dirigido ahora por el general francés Nivelle, sustituto de Joffre. Alemania, sin embargo, pudo desplazar un importante contingente de tropas al frente occidental, al tiempo que la guerra submarina comenzó a reportarle resultados satisfactorios. La situación, por tanto, se inclinaba a favor de los imperios centrales, pero la presencia de Estados Unidos ocasionó un cambio sustancial. La intervención norteamericana reportó a los países de la Entente cuatro importantes ventajas, de acuerdo con la sistematización ofrecida por Pierre Renouvin (1972, 75-76): ventaja naval, pues incremento considerablemente los medios de lucha contra la guerra submarina; ventaja económica, porque reforzó el bloqueo a los imperios centrales, facilitó el abastecimiento de los países de la Entente por buques de los neutrales y puso a disposición de la Entente el potencial marítimo de los países centro y sudamericanos que se unieron a la alianza; ventaja financiera, ya que el gobierno americano proporcionó a Francia y al Reino Unido los préstamos que anteriormente debían buscar en la banca privada; y ventaja moral, pues la opinión pública de los países aliados se sintió en una situación de superioridad tina vez que declaró el presidente Wilson que la intervención de Estados Unidos se realizaba sin intenciones de obtener compensaciones, sino con el deseo de defender los derechos de los neutrales y de combatir la voluntad alemana de dominio del mundo.
En el primer semestre de 1917, sin embargo, el concurso norteamericano sólo reportó beneficios morales. Su ejército no se incorporó al frente europeo hasta el comienzo del verano y todo siguió siendo desfavorable para los aliados, incluso se agravó la situación a causa de las pérdidas sufridas por la marina británica en la guerra submarina y del fracaso de la ofensiva terrestre lanzada en primavera por el mando unificado. Los ataques del ejército francés en Artois y en la zona del Aisne, los del británico en Flandes y los del italiano en el Carso no lograron romper las posiciones alemanas, a pesar de utilizar una nueva arma: los tanques, pero una vez más resultaron espectaculares las pérdidas humanas (sólo en la ofensiva del Chemin des Dames, en el Aisne, murieron 135 000 soldados aliados). Las consecuencias fueron inmediatas: Nivelle fue sustituido por Pétain como jefe del mando aliado, pero lo más sobresaliente fue el ambiente derrotista en el ejército francés, donde a las deserciones se unieron intentos de motines y un agravamiento espectacular de la indisciplina. La agitación de los soldados contra sus mandos contaba con el antecedente de lo sucedido en Rusia, pero en el transcurso de 1917 se generalizó a casi todos los ejércitos (en el verano, los marineros de los submarinos alemanes, hartos del trato vejatorio de que eran objeto y de la pésima alimentación, protagonizaron diversos actos de rebeldía contra sus oficiales, y en el otoño se produjeron deserciones masivas en el ejército italiano tras el desastre militar de Caporetto).
La agitación de los soldados tuvo su correlato en la retaguardia. En todas partes se suceden huelgas y manifestaciones. En Francia y el Reino Unido arrecian las protestas de los sindicatos por la contratación de mujeres y de personal no cualificado en sustitución de los obreros industriales asignados en años anteriores a las fábricas para incrementar la producción de material bélico destinado ahora masivamente al frente. En los imperios centrales son frecuentes las demandas de una paz inmediata y, en julio, tras varias revueltas provocadas por los «espartaquistas» en las ciudades y en la flota amarrada en Kiel, se aprueba en el Reichstag una moción reclamando la paz sin anexiones ni indemnizaciones. En el Reino Unido un grupo de significados conservadores se pronuncia a favor de la negociación con Alemania, y en Francia el radical Joseph Cailleux organiza un grupo de presión a favor de la paz. También la Iglesia Católica se une a la corriente pacifista y en agosto el papa Benedicto XV propone las bases para una paz sin vencedores ni vencidos. El propósito del papa es sincero y está motivado por el deseo de romper el aislamiento internacional del Vaticano durante el pontificado de Pío X (1903-1914), pero pesa también el propósito de tomar la delantera a los socialistas en la iniciativa de pacificación, pues han sido los miembros de la II Internacional quienes más han clamado por la paz desde el comienzo del conflicto (A. Yetano, 1993, 116).
La ofensiva pacifista de 1917 estuvo acompañada en todas partes por la negativa a apoyar al gobierno por parte de los socialistas y de las fuerzas políticas progresistas, a las que se unieron a veces corrientes de carácter conservador. En todos los países se produjeron crisis gubernamentales, resueltas mediante la formación de nuevos gabinetes dotados de amplios poderes para dirigir todo el esfuerzo nacional hacia el único objetivo de ganar la guerra, sin preocuparse en exceso de la garantía de los derechos democráticos. El cambio resultó especialmente apreciable en Alemania. El SPD, el Partido Progresista y el Zentrum, que constituían la mayoría en el Reichstag, formaron en julio un comité permanente que reclamó una paz de compromiso y negó su apoyo al canciller Bethmann-Holweg, al cual, a su vez, los conservadores prusianos y los militares acusaron de derrotista. De esta forma se rompió la unión de todas las fuerzas políticas en torno al emperador y al gobierno surgida en 1914. La crisis fue aprovechada por los militares, los propietarios agrícolas, los industriales proveedores de armamento y los burócratas, es decir, los más beneficiados por la guerra, para imponer plenamente su poder. Aunque el emperador nombró canciller primero al dócil funcionario Michaelis y tres meses después al anciano Hertling, quienes realmente dirigieron Alemania con plenos poderes fueron los jefes del Gran Cuartel General del ejército: Hindenburg y Ludendorff, dando lugar a una situación política que ha sido calificada como «la dictadura del estado mayor».
También en Francia el gobierno fue objetado por parte de las fuerzas de izquierdas y por los nacionalistas de extrema derecha de Action Francaise. A la dimisión del gabinete presidido desde 1915 por el socialista independiente Aristide Briand siguió una confusa situación política, con varias crisis gubernamentales, que puso fin a la union sacrée. En noviembre accedió al poder Georges Clemenceau, dispuesto a llevar a Francia a la victoria. Clemenceau gobernó por decreto con una autoridad excepcional y aunque, como ha puntualizado J. M. Mayeur (1984, 248), nunca pensó en solicitar «plenos poderes», controló perfectamente, a veces mediante la fuerza, la oposición de los partidos más críticos y la vida parlamentaria decayó notablemente. Sin embargo, contó con el apoyo de la opinión pública, convencida de que la única salida a la guerra era la victoria. La crisis institucional fue más acusada en Italia, debido a la humillante derrota de Caporetto (octubre de 1917), donde a las cuantiosas pérdidas humanas y materiales se añadió un retroceso de las posiciones italianas de más de doscientos kilómetros. Esto acentuó el enfrentamiento entre el gobierno y los militares, quienes lo acusaron de debilidad frente a los «derrotistas» (el Partido Socialista) y al Vaticano (los generales acogieron con especial disgusto la proclama de Benedicto XV a favor de la paz y algunos hablaron de «colgar al papa»). Aunque Orlando, el nuevo presidente del ejecutivo, intentó imponer su autoridad, no consiguió restablecer la reputación de la clase dirigente y de las instituciones liberales. En el Reino Unido, la principal oposición al «premier» Lloyd George provino de los sindicatos, a causa de la movilización de obreros, pero tras varias negociaciones y cesiones por parte del gobierno (entre otras, el reconocimiento en enero de 1918 del voto a las mujeres), se solventó la situación sin grandes problemas políticos.
En diciembre de 1917 cesaron los problemas para los imperios centrales en el frente oriental tras la firma de los armisticios de Foczani con Rumania (día 9) y de Brest-Litovsk con Rusia (día 15). Alemania creyó llegado el momento de hacer realidad su viejo proyecto de crear un amplio espacio económico en el centro de Europa que comprendiera a todos los países germánicos (Mitteleuropa). Esto confirmaría el dominio del Reich sobre Europa oriental, incluyendo al decadente Imperio austro-húngaro, profundamente debilitado a la sazón a causa de la disgregación de los pueblos que lo integraban, y resultaba de gran utilidad en aquella coyuntura, pues solventaría los problemas económicos causados por el bloqueo británico y permitiría concentrar el grueso del ejército en el frente occidental. El apoyo entusiasta de los industriales germanos y de los propietarios agrarios prusianos a estos planteamientos reforzó políticamente al alto mando militar, aunque ello no evitó que en el mes de febrero se produjera por toda Alemania una importante oleada de huelgas provocadas por las dificultades en la vida cotidiana, signo manifiesto de que la fortaleza del Reich era relativa. Consciente de ello, el estado mayor concentró el grueso de sus tropas en el frente occidental, pero no planeó una gran ofensiva inmediata, sino varias operaciones destinadas a romper la resistencia aliada. Entre marzo y junio de 1918, Ludendorff lanzó con éxito varios ataques a los aliados en Picardía, Flandes y Lorena, situando a sus tropas a menos de cien kilómetros de París. Aunque el ejército austríaco no fue capaz de romper la resistencia ofrecida por el general Armando Díaz en el Piave, al Norte de Venecia, a principios de julio los alemanes creen posible la victoria militar y preparan un ataque en Champaña que se piensa será el preludio de la gran operación final.
Los cálculos optimistas de los alemanes quedaron desbaratados por el cambio táctico que tiene lugar, por estas fechas, en el ejército aliado. Desde el comienzo de la guerra había reinado la descoordinación entre las fuerzas británicas y francesas, a causa de los diferentes intereses políticos, las distintas ideas sobre sus respectivos cometidos militares y el choque entre sus mandos. Mientras los comandantes supremos de la fuerza aliada, siempre generales franceses (Joseph Joffre, Robert Nivelle y Philippe Pétain, sucesivamente) consideraron la defensa de París como el objetivo militar fundamental, los mandos del ejército británico (John French y Douglas Haig) dirigieron sus esfuerzos a la defensa de los puertos del Canal de la Mancha. Tales divergencias habían restado operatividad y causado un considerable desorden militar (W Philpott, 1995). Esta situación cambió radicalmente a partir del nombramiento, en marzo de 1918, del mariscal Ferdinand Foch como comandante supremo de las fuerzas aliadas. Foch logró la plena coordinación de ambos ejércitos y, tras contener el ataque alemán, el 15 de julio lanzó una contraofensiva al Sur del Marne, de la que salió victorioso. Esta «Segunda Batalla del Marne» alteró el signo de las operaciones militares de 1918. Desde ese momento, el ejército aliado cambió la actitud defensiva mantenida hasta ahora por otra de signo contrario y a partir de septiembre, contando con la participación activa del norteamericano, que por primera vez asume por su cuenta determinadas operaciones, va rompiendo paulatinamente el frente alemán y avanza victorioso hacia el Mosela. A finales de octubre el ejército alemán está virtualmente batido en el frente occidental y los italianos se imponen a los austríacos en Vittorio Veneto. La victoria de los aliados es un hecho, como también lo es que en este último momento de la guerra ha sido patente la diferencia de fuerzas: los alemanes enfrentaron 181 divisiones de soldados mal alimentados a las 212 de los aliados, de las cuales 102 eran francesas, 60 británicas, 31 norteamericanas y varias otras de distintas nacionalidades (belgas, polacas, portuguesas, italianas y checas).