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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (70 page)

BOOK: Herejes de Dune
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—¿No éramos esperados? —preguntó Burzmali.

—Ahhh, la cosa habla —dijo la mujer joven, riendo. Su risa era tan fría como sus ojos.

—Preferiría que no te refirieras a mí como «la cosa» —dijo Burzmali.

—Llamo a la escoria Gammu como me place —dijo la mujer joven—. ¡No me hables de tus preferencias!

—¿Cómo me has llamado? —Burzmali estaba agotado, y su irritación surgió hirviendo ante aquel inesperado ataque.

—¡Te llamo lo que quiera llamarte, escoria!

Burzmali ya había aguantado bastante. Antes de que Lucilla pudiera detenerle, lanzó un gruñido bajo y dirigió un sonoro bofetón hacia la mujer joven.

El golpe no alcanzó su destino.

Lucilla observó fascinada como la mujer se inclinaba ante el ataque, agarraba la manga de Burzmali como quien agarra un trozo de tela flotando en el viento y, con una pirueta más rápida que la vista, cuya rapidez casi ocultó su precisión, enviaba a Burzmali resbalando por el suelo. La mujer se dejó caer medio agazapada sobre un pie, el otro preparado para patear.

—Debería matarle ahora —dijo.

Lucilla, sin saber lo que podía ocurrir a continuación, dobló su cuerpo hacia un lado, eludiendo a duras penas el pie bruscamente lanzado de la mujer, y contraatacó con un sabard estándar Bene Gesserit que arrojó de espaldas a la mujer, doblada por donde el golpe la había alcanzado en el estómago.

—No acepto ninguna sugerencia acerca de matar a mi guía, sea cual sea tu nombre —dijo Lucilla.

La mujer jadeó intentando recuperar el aliento, luego, resoplando entre las palabras, murmuró:

—Me llamo Murbella, Gran Honorada Matre. Me avergonzasteis derrotándome con un ataque tan lento. ¿Por qué lo hicisteis?

—Necesitabas una lección —dijo Lucilla.

—Soy recién ordenada, Gran Honorada Matre. Os ruego que me perdonéis. Os doy las gracias por la espléndida lección, y os lo agradeceré cada vez que emplee vuestra respuesta, que he registrado a partir de ahora en mi memoria. —Hizo una inclinación de cabeza, luego saltó elásticamente en pie, con una traviesa sonrisa en su rostro.

Con su voz más fría, Lucilla preguntó:

—¿Sabes quién soy? —Por el rabillo del ojo vio a Burzmali poniéndose de nuevo en pie, con una dolorida lentitud. Permaneció a un lado, observando a las dos mujeres, pero con la ira ardiendo en su rostro.

—Por vuestra habilidad enseñándome esta lección, veo que sois quien sois, Gran Honorada Matre. ¿Soy perdonada? —La traviesa sonrisa se había desvanecido del rostro de Murbella. Permaneció de pie, con la cabeza inclinada.

—Eres perdonada. ¿Está viniendo una no–nave?

—Eso es lo que dicen aquí. Estamos preparados para ello.

—Murbella miró a Burzmali.

—Aún me es útil, y es necesario que me acompañe —dijo Lucilla.

—Muy bien, Gran Honorada Matre. ¿Incluye vuestro perdón vuestro nombre?

—¡No!

Murbella suspiró.

—Hemos capturado al ghola —dijo—. Vino como un tleilaxu desde el sur. Iba a encamarlo cuando llegasteis.

Burzmali avanzó cojeando hacia ellas. Lucilla vio que había reconocido el peligro. ¡Aquel lugar «completamente seguro» estaba infestado de enemigos! Pero los enemigos seguían sabiendo muy poco.

—¿No está herido el ghola?

—Todavía habla —dijo Murbella—. Qué extraño.

—No encamarás al ghola —dijo Lucilla—. ¡Es mío!

—Fue una lucha leal, Gran Honorada Matre. Y yo lo marqué primero. Ya está parcialmente dominado.

Rió una vez más, con un insensible abandono que impresionó a Lucilla.

—Por aquí. Hay un lugar desde donde podéis mirar.

Capítulo XLII

¡Ojalá muráis en Caladan!

Antiguo brindis

Duncan intentó recordar dónde estaba. Sabía que Tormsa estaba muerto. La sangre había brotado de los ojos de Tormsa. Sí, recordaba claramente aquello. Habían penetrado en un oscuro edificio, y la luz había llameado de pronto a su alrededor. Duncan sintió un dolor en la nuca. ¿Un golpe? Intentó moverse, y sus músculos se negaron a obedecer.

Recordó haber permanecido sentado en el borde de un amplio terreno de juegos. Se estaba jugando algún tipo de juego de pelota… pelotas excéntricas que rebotaban y volaban sin ningún orden aparente. Los jugadores eran jóvenes, con un atuendo común de… ¡Giedi Prime!

—Están practicando a ser viejos —dijo. Recordaba haber dicho aquello.

Su compañera, una mujer joven, lo miró inexpresiva.

—Sólo los viejos deberían jugar a esos juegos al aire libre —dijo él.

—¿Oh?

Era una pregunta incontestable. La muchacha la olvidó con el más simple de los gestos verbales.
¡Y me traicionó al instante siguiente a los Harkonnen!

Así que éste era un recuerdo pre–ghola.

¡Ghola!

Recordó el Alcázar Bene Gesserit en Gammu. La biblioteca: holofotos y trifotos del Duque Atreides, Leto I. El parecido de Teg no era un accidente: un poco más alto, pero por lo demás idéntico… aquel rostro largo y delgado con su nariz aguileña, el renombrado carisma Atreides…

¡Teg!

Recordó el último gesto valeroso del viejo Bashar, allá en la noche de Gammu.

¿Dónde estoy?

Tormsa lo había traído hasta allí. Habían avanzado a lo largo de un sendero lleno de hierbas en los alrededores de Ysai.
Baronía.
Empezó a nevar antes de que llevaran andados doscientos metros por el sendero. Una húmeda nieve que se aferraba a ellos. Una fría, miserable nieve que al cabo de un minuto hacía castañetear sus dientes. Se detuvieron para alzar sus capuchas y cerrar sus chaquetas aislantes. Aquello estaba mejor. Pero pronto sería de noche. Haría mucho más frío.

—Hay una especie de refugio ahí arriba, un poco más adelante —dijo Tormsa—. Aguardaremos allí a que sea de noche.

Cuando Duncan no respondió, Tormsa dijo:

—No será caliente, pero al menos será seco.

Duncan vio la gris silueta del lugar al cabo de unos trescientos pasos. Se recortaba contra la sucia nieve con sus dos plantas de altura. Lo reconoció inmediatamente: una contaduría Harkonnen. Allí, los observadores habían contado (y a veces matado) a la gente que pasaba. Estaba edificada con barro nativo convertido en gigantescos ladrillos mediante el simple expediente de preformarla con ladrillos de barro y luego sobrecalentarla con un quemador de gran radio, el tipo de arma que los Harkonnen utilizaban para controlar las multitudes.

Mientras subían hasta allí, Duncan vio los restos de una pantalla de campo defensiva completa, con troneras para fuego graneado apuntando en todas direcciones. Alguien había inutilizado el sistema hacía mucho tiempo. Los retorcidos agujeros en la red del campo estaban parcialmente cubiertos por la maleza. Pero las troneras permanecían abiertas. ¡Oh, sí! para permitir a la gente de dentro vigilar los alrededores.

Tormsa hizo una pausa y escuchó, estudiando con cuidado todo lo que les rodeaba.

Duncan contempló la contaduría. Las recordaba muy bien. Lo que tenía enfrente era algo que parecía haber brotado como un deformado crecimiento a partir de una semilla originalmente tubular. La superficie había sido quemada hasta adquirir una textura de glasina. Huecos y protuberancias traicionaban que había sido sobrecalentada. La erosión de los eones había dejado delgadas cicatrices en ella, pero conservaba la forma original. Miró hacia arriba, e identificó parte del antiguo sistema de ascensores a suspensor. Alguien había retirado un bloque y lo había echado a un lado.

Así que la abertura a través de la pantalla de campo completa era reciente.

Tormsa desapareció por la abertura.

Como si alguien hubiera accionado un interruptor, la visión de la memoria de Duncan cambió. Estaba en la biblioteca del no–globo, con Teg. El proyector estaba produciendo una serie de vistas de la moderna Ysai. La idea de
moderna
producía extraños armónicos en él. Baronía había sido una ciudad moderna, si uno pensaba en moderno como algo significando tecnológicamente avanzado con relación a las normas de su tiempo. Habían confiado exclusivamente en rayos–guía a suspensor para el transporte de gente y material… todo ello a gran altura. Ninguna abertura a nivel del suelo. Se lo había explicado a Teg.

El plan original se había convertido físicamente en una ciudad que utilizaba todo metro cuadrado disponible de espacio vertical y horizontal para otras cosas distintas al traslado de objetos o seres. Las aberturas de los rayos–guía requerían solamente espacio suficiente en la entrada y el interior para el paso y el manejo de los universales módulos de transporte.

—La forma ideal sería tubular, con un techo plano para los tópteros —había dicho Teg.

—Los Harkonnen preferían cuadrados y rectángulos.

Aquello era cierto.

Duncan recordaba Baronía con una claridad que lo hacía estremecer. Los carriles a suspensor la recorrían como madrigueras de gusanos… rectos, curvados, retorciéndose en ángulos oblicuos… hacia arriba, hacia abajo, diagonalmente. Excepto el rectángulo absoluto impuesto por el capricho de los Harkonnen, Baronía había sido edificada siguiendo un particular mínimo gasto de materiales.

—¡Los techos planos eran el único espacio orientado al hombre en todo aquel maldito conjunto! —recordaba haberles dicho a Teg y Lucilla.

Allí arriba estaban los áticos de los ricos, con estaciones de guardia en todas las esquinas, en los campos de aterrizaje para los tópteros, en todas las entradas desde abajo, en torno a todos los parques. La gente que vivía arriba podía olvidar por completo la masa de carne que se apiñaba bajo ellos. No se permitía que ningún olor ni ruido de aquella colmena llegara a la parte superior. Los sirvientes eran obligados a bañarse y cambiarse en vestidores sanitarios antes de entrar en aquella zona.

Teg había hecho una pregunta:

—¿Por qué esa masificada humanidad permitía que la obligaran a vivir tan apretujadamente?

La respuesta era obvia, y se la explicó. El exterior era un lugar peligroso. Los dirigentes de la ciudad lo hacían aparecer más peligroso aún de lo que era realmente. Además, poca gente allí sabía nada acerca de una vida mejor Fuera. La única vida mejor que conocían era la de arriba. Y la única forma de ascender a aquellos niveles era a través de un absolutamente denigrante servilismo.

—¡Ocurrirá algún día, y no habrá nada que podáis hacer al respecto!

Aquella era otra voz resonando en el cráneo de Duncan. La oyó claramente.

¡Paul!

Qué extraño era, pensó Duncan. No había ninguna arrogancia en la presciencia, nada como la arrogancia del Mentat aposentado en su frágil lógica.

Nunca antes pensé en Paul como en alguien arrogante.

Duncan contempló su propio rostro en un espejo. Se dio cuenta con parte de su mente de que aquél era un recuerdo pre–ghola. Bruscamente era otro espejo, y su rostro era el suyo pero diferente. Aquel oscuro rostro redondeado había empezado a moldearse con las duras arrugas que tendría si madurara. Miró a sus propios ojos. Sí, aquellos eran sus ojos. Había oído a alguien describir en una ocasión sus ojos como «anidados en una cueva». Estaban profundamente enterrados bajo las cejas y cabalgando sobre altos pómulos. Le habían dicho que era difícil determinar si sus ojos eran azul oscuro o verde oscuro, a menos que la luz fuera exactamente la adecuada.

Una mujer había dicho eso. Ahora no podía recordarla.

Intentó tocarse el cabello, pero sus manos no le obedecían. Recordó entonces que su pelo había sido decolorado. ¿Quién lo había hecho? Una mujer vieja. Su pelo ya no era un casquete de ensortijada negrura.

Allí estaba el Duque Leto, mirándole desde la puerta del comedor en Caladan.

—Vamos a comer ahora —dijo el Duque. Era una orden regia, salvada de la arrogancia por una débil sonrisa que expresaba: «Alguien tenía que decirlo».

¿Qué le está ocurriendo a mi mente?

Se recordó a sí mismo siguiendo a Tormsa hacia el lugar donde Tormsa había dicho que les recogería la no–nave.

Era un gran edificio destacando en la noche. Había varios otros edificios debajo de la estructura más grande. Parecían estar ocupados. En ellos podían oírse sonidos de voces y máquinas. No se veía ningún rostro en las estrechas ventanas. Ninguna puerta se abrió. Duncan olió a comida cocinándose cuando pasaron junto al más grande de los edificios inferiores. Aquello le recordó que solamente habían comido tiras secas de algo correoso que Tormsa había llamado «comida de viaje» durante todo aquel día.

Entraron en el oscuro edificio.

Llamearon las luces.

Los ojos de Tormsa estallaron en sangre.

Oscuridad.

Duncan miró a un rostro de mujer. Había visto un rostro como aquél antes: una simple «tri» tomada de una secuencia holo más larga. ¿Dónde había sido eso? ¿Dónde la había visto? Era un rostro casi ovalado, con tan sólo unas cejas un poco demasiado gruesas para alcanzar la curvilínea perfección.

La mujer habló:

—Mi nombre es Murbella. No lo recordarás, pero ahora me perteneces porque yo te marqué. Te he seleccionado.

Te recuerdo, Murbella.

Los ojos verdes bajo las arqueadas cejas daban a sus rasgos un centro de atención focal que dejaba su barbilla y su pequeña boca para un examen posterior. La boca tenía unos labios gruesos, y supo que podían enfurruñarse en respuesta.

Los ojos verdes miraron directamente a sus ojos. Qué fría, aquella mirada. Qué poder en ella.

Algo tocó su mejilla.

Abrió los ojos. ¡Aquello no era ningún recuerdo! Aquello le estaba ocurriendo realmente. ¡Le estaba ocurriendo ahora!

¡Murbella!

Había estado allí y se había marchado. Ahora estaba de vuelta. Recordó haber despertado desnudo sobre una superficie blanda… un camastro. Sus manos lo reconocieron. Murbella desvestida justo encima de él, sus ojos verdes mirándole con una terrible intensidad. Lo había tocado simultáneamente en varios lugares. Un suave canturreo brotaba de entre sus labios.

Sintió la rápida erección, dolorosa en su rigidez.

No quedaba en él ningún poder de resistencia. Las manos de ella se movían por su cuerpo. Su lengua. ¡El canturreo! Su boca entrando en contacto con él por todas partes. Los pezones rozando sus mejillas, su pecho. Cuando vio sus ojos, comprendió que tras ellos había un plan consciente.

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