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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (67 page)

BOOK: Herejes de Dune
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Burzmali abrió camino subiendo un oscuro tramo de escaleras con tan sólo una débil hilera de pequeños globos a lo largo del zócalo. En la parte superior encontró un interruptor oculto junto a uno de los remiendos de la remendada y vuelta a remendar pared. No se produjo ningún sonido cuando accionó el interruptor, pero hubo un cambio en los movimientos a todo su alrededor. Silencio. Había un nuevo tipo de silencio en su experiencia, una crispada preparación para la lucha o la violencia.

Hacía frío allí arriba de las escaleras y se estremeció, pero no por la temperatura. Sonaron pasos más allá de la puerta al lado del disimulado interruptor.

Una bruja canosa con una corta bata amarilla abrió la puerta, y alzó la vista hacia ellos bajo sus desordenadas cejas.

—Sois vos —dijo, con voz temblorosa. Se apartó a un lado para dejarles entrar.

Lucilla examinó rápidamente la habitación mientras oía la puerta cerrarse tras ellos. Era una habitación que cualquiera poco observador pensaría que era decrépita, pero eso era superficial. Bajo su primera apariencia había calidad. La decrepitud era otra máscara, parcialmente debida a que aquel lugar había sido adaptado a las exigencias de una persona determinada: ¡Esto ha de estar así y de ninguna otra manera! ¡Esto ha de estar así y quedar así! Los muebles y todos los demás complementos tenían un aspecto ligeramente ajado, pero nadie podía objetar nada al respecto. La habitación lucía mejor así. Era ese tipo de habitación.

¿Quién era su propietario? ¿La vieja mujer? Ahora estaba dirigiéndose con aire dolorido hacia una puerta a su izquierda.

—Que no seamos molestados hasta el amanecer —dijo Burzmali.

La vieja mujer se detuvo y se volvió.

Lucilla la estudió. ¿Era acaso otra que fingía una edad avanzada? No. La edad era real. Cada movimiento se veía diluido por un tambaleo general… un estremecimiento en el cuello, un fallo del cuerpo que la traicionaba en una serie de formas que ella no podía prevenir.

—¿Ni siquiera si es algo importante? —preguntó la mujer con su voz temblorosa.

Sus ojos se fruncieron cuando habló. Su boca se movió tan sólo lo mínimo para emitir los sonidos necesarios, espaciando sus palabras como si las extrajera de algún lugar muy profundo dentro de ella. Sus hombros, curvados por años de inclinarse sobre algún trabajo fijo, no se enderezaron lo suficiente como para que pudiera mirar a Burzmali a los ojos. En vez de ello pareció mirar de soslayo bajo sus cejas, una postura extrañamente furtiva.

—¿Qué persona importante estáis esperando? —preguntó Burzmali.

La vieja mujer se estremeció y pareció necesitar mucho tiempo para comprender.

—Aquí viene gente impor–r–rtante —dijo.

Lucilla reconoció las señales corporales y las dijo en voz alta, porque Burzmali debía saberlo:

—¡Ella es de Rakis!

La curiosa mirada de soslayo de la vieja mujer se trasladó a Lucilla. La anciana voz dijo:

—Fui una sacerdotisa, Dama Hormu.

—Por supuesto que es de Rakis —dijo Burzmali. Su tono le estaba advirtiendo que no hiciera preguntas.

—Nunca os haría ningún daño —ululó la bruja.

—¿Seguís sirviendo al Dios Dividido?

De nuevo hubo una larga pausa antes de que la mujer respondiera.

—Muchos sirven al Gran Guldur —dijo.

Lucilla frunció los labios y examinó una vez más la habitación. La vieja mujer había quedado grandemente reducida en importancia.

—Me alegra no tener que mataros —dijo Lucilla.

La mandíbula de la vieja mujer cayó en una parodia de sorpresa, mientras la saliva colgaba de sus labios.

¿Era una descendiente de Fremen? Lucilla sintió su revulsión surgir en un largo estremecimiento. Aquel pecio mendicante había sido modelado a partir de un pueblo que había caminado erguido y orgulloso, un pueblo que había muerto valerosamente. Ella moriría gimiendo.

—Por favor, confiad en mí —gimió la bruja, y abandonó la habitación.

—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó Burzmali—. ¡Esos son los que van a llevarnos a Rakis!

Ella simplemente se lo quedó mirando, reconociendo el miedo en su pregunta. Era miedo por ella.

Pero no llegué a realizar la imprimación,
pensó.

Con una sensación de shock, se dio cuenta de que Burzmali había reconocido el odio en ella.
¡Los odio!
pensó.
¡Odio a la gente de este planeta!

Aquella era una emoción peligrosa para una Reverenda Madre. Sin embargo, seguía ardiendo en su interior. Aquel planeta la había cambiado en una forma que ella no deseaba.

No deseaba la realización de que tales cosas podían existir. El conocimiento intelectual era una cosa; la experiencia era otra.

¡Malditos sean!

Pero ya estaban malditos.

Le dolía el pecho. ¡Frustración! No había escapatoria a aquella nueva consciencia. ¿Qué le había ocurrido a aquel pueblo?

¿Pueblo?

Los cascarones estaban allí, pero ya no podía decirse que estuvieran completamente vivos. Sí eran peligrosos, sin embargo. Enormemente peligrosos.

—Debemos descansar mientras podamos —dijo Burzmali.

—¿No tengo que ganarme mi dinero? —preguntó ella.

Burzmali palideció.

—¡Lo que hicimos era necesario! ¡Fuimos afortunados y nadie nos detuvo, pero hubiera podido ocurrir!

—¿Y este lugar es seguro?

—Tan seguro como yo puedo hacerlo. Todo el mundo aquí ha sido analizado por mí o por mi gente.

Lucilla encontró un largo diván que olía a viejos perfumes, y se recostó en él para explorar sus emociones con respecto al peligroso odio. ¡Allí donde entraba el odio, podía seguir el amor! Oyó a Burzmali tenderse para descansar sobre un montón de almohadones junto a la pared más cercana. Pronto estaba respirando profundamente, pero el sueño eludía a Lucilla. Seguía captando manadas de recuerdos, cosas arrojadas por las Otras Memorias compartían sus depósitos interiores de pensamiento. Bruscamente, su visión interna le ofreció un atisbo de una calle y rostros, gente moviéndose a la brillante luz del sol. Necesitó un momento para darse cuenta de que estaba viendo todo aquello desde un ángulo peculiar… que estaba recostada contra los brazos de alguien. Supo entonces que se trataba de uno de sus propios recuerdos personales. Podía situar a quien la estaba abrazando, sentir el latir de su corazón junto a su cálida mejilla.

Lucilla notó el salado sabor de sus propias lágrimas.

Se dio cuenta entonces de que Gammu la había impresionado más profundamente que cualquier otra experiencia desde sus primeros días en las escuelas Bene Gesserit.

  Capítulo XL

«Oculto tras fuertes barreras, el corazón se convierte en hielo.»

Darwi Odrade, Discusión en el Consejo

Era un grupo lleno con fuertes tensiones: Taraza (llevando correo secreto bajo sus ropas, y preocupada por las otras precauciones que había tomado), Odrade (segura de que se produciría violencia, y consecuentemente cautelosa), Sheeana (cuidadosamente aleccionada de las probabilidades allí, y escudada detrás de tres Madres de Seguridad que avanzaban con ella como una armadura de carne), Waff (preocupado de que su razón hubiera podido haber sido oscurecida por algún misterioso artificio Bene Gesserit), el falso Tuek (ofreciendo toda la apariencia de que iba a estallar en ira de un momento a otro), y nueve de los consejeros rakianos de Tuek (cada uno de ellos furiosamente empeñado en conseguir la ascendencia para él o su familia).

Además, cinco acólitas guardianas, educadas y adiestradas por la Hermandad para la violencia física, permanecían cerca de Taraza. Waff iba acompañado por un número igual de nuevos Danzarines Rostro.

Habían sido convocados en el ático encima del Museo de Dar–es–Balat. Era una larga estancia con una pared de plaz orientada al oeste por encima de un jardín de plantas delicadas en el techo. El interior estaba amueblado con mullidos divanes y decorado con artísticas vistas de la no–habitación del Tirano.

Odrade había argumentado en contra de incluir a Sheeana, pero Taraza permaneció inflexible. El efecto que causaba la muchacha sobre Waff y sobre algunos de los sacerdotes representaba una ventaja abrumadora para la Bene Gesserit.

Había pantallas «dolban» en la larga pared de ventanas para impedir la entrada de los más intensos rayos del sol occidental. El que la estancia estuviera orientada al oeste le decía algo a Odrade. Las ventanas miraban a la tierra arenosa donde reposaba Shai–Hulud. Era una estancia enfocada sobre el pasado, sobre la muerte.

Admiró las dolban frente a ella. Eran negras láminas de diez moléculas de espesor girando en un medio líquido transparente. Con su ajuste automático, las mejores dolban ixianas admitían un predeterminado nivel de luz sin disminuir mucho la visión. Los artistas y los comerciantes en antigüedades las preferían a los sistemas polarizadores, sabía Odrade, porque dejaban paso a todo el espectro de luz disponible. Su instalación hablaba de los usos que había tenido aquella estancia… un escaparate donde exhibir lo mejor de la acumulación de riquezas del Emperador. Sí… allí estaba por ejemplo la ropa que había sido destinada a su esposa en sus proyectados esponsales.

Los consejeros sacerdotales estaban discutiendo intensamente entre sí a un extremo de la habitación, ignorando al falso Tuek. Taraza permanecía de pie cerca, escuchando. Su expresión decía que consideraba a los sacerdotes unos estúpidos.

Waff permanecía de pie junto con su cohorte de Danzarines Rostro cerca de la amplia puerta de entrada. Su atención iba de Sheeana a Odrade y a Taraza, y sólo ocasionalmente a los discutidores sacerdotes. Cada movimiento que efectuaba Waff traicionaba sus inseguridades. ¿Iba a apoyarle realmente la Bene Gesserit? ¿Podrían juntos vencer a la oposición rakiana mediante métodos pacíficos?

Sheeana y su escolta protectora se situaron detrás de Odrade. La muchacha evidenciaba aún fibrosos músculos, observó Odrade, pero estaba desarrollándose, y los músculos habían adoptado ya una característica definición Bene Gesserit. Sus altos pómulos se habían suavizado bajo aquella piel olivácea, los ojos marrones eran más líquidos, pero seguía habiendo mechas rojas en su pelo castaño. La atención que dedicaba a los sacerdotes que discutían decía que estaba confirmando lo que le había sido revelado en sus instrucciones.

—¿Van a luchar realmente? —susurró.

—Escúchales —dijo Odrade.

—¿Que hará la Madre Superiora?

—Obsérvala atentamente.

Ambas contemplaron a Taraza de pie entre su grupo de musculosas acólitas. Taraza parecía divertida ahora, mientras seguía observando a los sacerdotes.

El grupo rakiano había empezado su discusión fuera en el jardín del techo. La habían traído al interior cuando las sombras empezaron a alargarse. Respiraban airadamente, a veces murmurando y luego alzando sus voces. ¿No se daban cuenta de cómo les miraba el falso Tuek?

Odrade volvió su atención al horizonte visible más allá del jardín en el techo: ningún otro signo de vida allá afuera en el desierto. Cualquier dirección en la que uno mirara desde Dar–es–Balat mostraba vacía arena. La gente nacida y criada allí tenía una visión diferente de la vida y de su planeta que la de la mayoría de aquellos sacerdotes consejeros. Aquél no era el Rakis de anillos verdes y oasis con agua que habían abundado en las latitudes altas como dedos floridos apuntando a las huellas del gran desierto. Delante de Dar–es–Balat se extendía el desierto máximo que se abría como una amplia faja a lo ancho de todo el planeta.

—¡Ya he oído suficiente de estas estupideces! —estalló el falso Tuek. Empujó bruscamente a un lado a uno de los consejeros y se plantó en mitad del grupo que discutía, girando sobre sí mismo para enfrentarse a cada rostro—. ¿Estáis todos locos?

Uno de los sacerdotes (¡Era el viejo Albertus, por los dioses!) miró al otro lado de la estancia a Waff y llamó en voz alta:

—¡Ser Waff! ¿Tendréis la bondad de controlar a vuestro Danzarín Rostro?

Waff vaciló y luego avanzó hacia el grupo, su séquito pegado a sus talones.

El falso Tuek se volvió en redondo y señaló a Waff con un dedo:

—¡Tú! ¡Quédate donde estás! ¡No aceptaré ninguna interferencia tleilaxu! ¡Vuestra conspiración está muy clara para mí!

Odrade había estado observando a Waff mientras el falso Tuek hablaba. ¡Sorpresa! El Maestro de la Bene Tleilax jamás se había visto interpelado así por uno de sus secuaces. ¡Qué shock! La ira convulsionó sus rasgos. Sonidos zumbantes como los ruidos de furiosos insectos surgieron de su boca, una cosa modulada que era claramente algún tipo de lenguaje. Los Danzarines Rostro de su entorno se inmovilizaron, pero el falso Tuek simplemente volvió de nuevo su atención a sus consejeros.

Waff se detuvo zumbando. ¡Consternación! ¡Su Danzarín Rostro Tuek no había acudido a postrarse! Avanzó a toda carga contra los sacerdotes. El falso Tuek lo vio y una vez más alzó una mano hacia él, el dedo temblando.

—¡Te dije que te mantuvieras fuera de esto! ¡Es posible que puedas matarme, pero no me mancharás con tu suciedad tleilaxu!

Aquello causó su efecto. Waff se detuvo. De pronto, comprendió. Lanzó una mirada a Taraza, viendo el divertido reconocimiento de su predicción. De pronto tuvo un nuevo blanco para su ira.

—¡Vos lo sabíais!

—Lo sospechaba.

—Vos… vos…

—Los hicisteis demasiado bien —dijo Taraza—. Son vuestra propia obra.

Los sacerdotes no se dieron cuenta de aquel intercambio. Estaban gritándole al falso Tuek, ordenándole que se callara y se marchara, llamándole «¡maldito Danzarín Rostro!»

Odrade estudió con cuidado el objeto de su ataque. ¿Cuán profundamente había sido imprimido? ¿Estaba realmente convencido de que era Tuek?

Sosegándose repentinamente, el imitador se irguió con dignidad y lanzó una despectiva mirada a sus acusadores.

—Todos vosotros me conocéis —dijo—. Todos vosotros conocéis mis años de servicio al Dios Dividido Que Es Un Sólo Dios. Iré ahora con Él si vuestra conspiración se extiende hasta tal punto, pero recordad: ¡Él sabe lo que hay en vuestros corazones!

Los sacerdotes miraron como un sólo hombre a Waff. Ninguno de ellos había visto al Danzarín Rostro reemplazar a su Sumo Sacerdote. No había habido nadie para verlo. Toda la evidencia era la evidencia de unas voces humanas diciendo cosas que podían ser mentiras. Tardíamente, algunos miraron a Odrade. Su voz era una de las que los habían convencido.

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