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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (63 page)

BOOK: Herejes de Dune
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—¡No hables! —había restallado Tormsa.

Más tarde, Duncan había preguntado por qué no podían conseguir un vehículo o algo parecido y escapar en él. Incluso un vehículo de superficie sería preferible a aquella penosa marcha a través del campo, donde un camino parecía completamente igual a otro.

Tormsa hizo que se detuvieran en una mancha de luz lunar y miró a Duncan, como si sospechara que su encargo había dejado de tener de pronto sentido.

—¡Los vehículos pueden ser seguidos!

—¿Nadie puede seguirnos yendo a pie?

—Quienes nos sigan tendrán que ir también a pie. Pueden ser matados. Ellos lo saben.

¡Qué lugar tan extraño! Qué lugar tan primitivo.

Al abrigo del Alcázar Bene Gesserit, Duncan no se había dado cuenta de la naturaleza del planeta que lo rodeaba. Más tarde, en el no–globo, había sido extirpado de todo contacto con el exterior. Tenía sus memorias de ghola y de pre–ghola, ¡pero qué inadecuadas resultaban! Cuando pensaba ahora en ello, se daba cuenta de que había indicios. Era obvio que Gammu poseía un rudimentario control del clima. Y Teg había dicho que los monitores orbitales que protegían al planeta de ataques eran de los mejores.

¡Todo para protección, condenadamente tan poco para comodidad! En ese aspecto era igual a Arrakis.

Rakis,
se corrigió.

Teg. ¿Habría sobrevivido el viejo? ¿Habría sido hecho prisionero? ¿Qué significaba ser capturado allí en estos tiempos? En los viejos días Harkonnen eso significaba un esclavismo brutal. Burzmali y Lucilla. Miró a Tormsa.

—¿Encontraremos a Burzmali y Lucilla en la ciudad?

—Si consiguen llegar.

Duncan bajó la vista a sus propias ropas. ¿Era suficiente disfraz? ¿Un Maestro tleilaxu y su acompañante? La gente pensaría que el acompañante era un Danzarín Rostro, por supuesto. Los Danzarines Rostro eran peligrosos.

Los holgados pantalones eran de algún material que Duncan no había visto antes. Parecía como lana al tacto, pero daba la sensación de ser artificial. Cuando escupías sobre él la saliva no se adhería, y el olor que desprendía no era de lana. Sus dedos detectaron una uniformidad de textura que ningún material natural podía presentar. Las blandas y largas botas y la gorra con visera eran del mismo tejido. Las ropas eran sueltas y holgadas excepto en los tobillos. No estaban acolchadas, sin embargo. Aislantes gracias a algún truco de su manufactura, que atrapaba cámaras de aire entre sus capas. El color era un moteado gris verdoso… un excelente camuflaje allí.

Tormsa iba vestido con ropas similares.

—¿Cuánto tiempo vamos a aguardar aquí? —preguntó Duncan.

Tormsa agitó la cabeza reclamando silencio. El guía estaba sentado ahora, las rodillas alzadas, los brazos rodeando sus piernas, la cabeza inclinada contra sus rodillas, los ojos mirando fijamente al valle.

Durante el viaje nocturno, Duncan había encontrado las ropas notablemente confortables. Excepto aquella ocasión en el agua, sus pies permanecían calientes pero no demasiado. Había espacio suficiente en sus pantalones, camisa y chaqueta como para que su cuerpo se moviera con facilidad. Nada rozaba contra su piel.

—¿Quiénes hacen esas ropas? —había preguntado Duncan.

—Nosotros las hacemos —había gruñido Tormsa—. Guarda silencio.

Aquello no era muy distinto de los días pre–despertar en el Alcázar de la Hermandad, pensó Duncan. Tormsa le estaba diciendo: «No necesitas saber.»

Ahora, Tormsa estiró sus piernas y se desperezó. Pareció relajarse. Miró a Duncan.

—Los amigos en la ciudad señalan que hay buscadores sobre nosotros.

—¿Tópteros?

—Sí.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Harás lo que yo haga y nada más.

—Tú simplemente permaneces sentado aquí.

—Por ahora. Pronto bajaremos al valle.

—¿Pero cómo…?

—Cuando atraviesas un lugar como éste te conviertes en uno de los animales que viven aquí. Mira las huellas, y aprende cómo caminan y cómo se tienden para descansar.

—¿Pero no pueden ver los buscadores la diferencia entre…?

—Si el animal pasta, tú haces los movimientos de pastar. Si llegan los buscadores, tú sigues haciendo lo que estabas haciendo, como haría cualquier animal. Los buscadores estarán muy altos en el aire. Esto es una suerte para nosotros. No pueden distinguir a un animal de un humano a menos que desciendan.

—¿Pero no van a…?

—Ellos confían en sus máquinas y en los movimientos que detectan. Son perezosos. Vuelan alto. De esta forma, la búsqueda es más rápida. Confían en su propia inteligencia para leer sus instrumentos y decir qué es animal y qué es humano.

—De modo que simplemente pasarán sobre nosotros si creen que somos animales salvajes.

—Si dudan, pasarán sobre nosotros una segunda vez. No debemos cambiar el esquema de movimientos una vez hayamos sido rastreados.

Era un largo discurso para el habitualmente taciturno Tormsa. Ahora estudió cuidadosamente a Duncan.

—¿Comprendes?

—¿Cómo sabré cuándo estamos siendo rastreados?

—Te picotearán las entrañas. Sentirás en tu estómago el burbujeo de una bebida que ningún hombre podría tragar.

Duncan asintió.

Rastreadores ixianos.

—No dejes que te alarmen —dijo Tormsa—. Los animales aquí están acostumbrados a ellos. A veces hacen una pausa, pero solamente por un instante, y luego siguen haciendo lo que hacían como si nada hubiera ocurrido. Lo cual, para ellos, es cierto. Es únicamente a nosotros que puede ocurrirnos algo malo.

Finalmente, Tormsa se puso en pie.

—Bajaremos ahora al valle. Sígueme de cerca. Haz exactamente lo que yo haga, y nada más.

Duncan echó a andar detrás de su guía. Pronto estuvieron bajo los protectores árboles. En algún momento durante el trayecto nocturno, se dio cuenta Duncan, había empezado a aceptar aquel lugar en el esquema de otras personas. Una nueva paciencia estaba ocupando su lugar en su consciencia. Y había una cierta excitación, mezclada con curiosidad.

¿Qué tipo de universo había surgido de los tiempos de los Atreides?
Gammu.
En qué extraño lugar se había convertido Giedi Prime.

Lenta pero distintamente, las cosas estaban revelándose, y cada nuevo elemento abría un camino hacia algo más que poder ser aprendido. Podía captar los esquemas tomando forma. Un día, pensó, habría tan sólo un esquema, y entonces sabría por qué lo habían llamado una vez más de entre los muertos.

Sí, era un asunto de ir abriendo puertas, pensó. Abrías una puerta, y eso te conducía a un lugar donde había otras puertas. Elegías una puerta en este nuevo lugar, y examinabas lo que te revelaba. Podía haber ocasiones en las que te vieras obligado a probar todas las puertas, pero cuantas más puertas abrías, más seguro estabas de qué puerta abrir a continuación. Finalmente una de esas puertas se abriría a un lugar que reconocerías. Entonces dirías:

«Ahhh, esto lo explica todo.»

—Vienen buscadores —dijo Tormsa—. Ahora somos animales pastando. —Se tendió hacia un árbol y arrancó una pequeña rama.

Duncan hizo lo mismo.

Capítulo XXXVIII

«Debo gobernar con ojos y garras… como el halcón entre los pájaros inferiores.»

Declaración Atreides (Ref: Archivos BG…)

Al despuntar el día, Teg emergió de la línea de árboles que protegían del viento junto a una carretera principal. La carretera era una ancha y plana calzada… bien apisonada y mantenida limpia de plantas. Diez carriles, estimó Teg, destinados tanto a vehículos como a tráfico peatonal. A aquella hora, la mayor parte del tráfico era peatonal.

Había eliminado la mayor parte del polvo de sus ropas y se había asegurado de que no hubiera signos de su identidad y rango en ellas. Su pelo gris no estaba tan bien peinado como hubiera deseado, pero sólo tenía sus dedos como peine.

El tráfico de la carretera se dirigía hacia la ciudad de Ysai, a varios kilómetros al otro lado del valle. La mañana estaba desprovista de nubes, con una ligera brisa en su rostro en dirección al mar, situado en algún lugar muy lejos a sus espaldas.

Durante la noche había alcanzado un delicado equilibrio con su nueva consciencia. Las cosas fluctuaban en su segunda visión: el conocimiento de cosas a su alrededor antes de que esas cosas ocurrieran, la consciencia de dónde debía colocar el pie en su siguiente paso. Detrás de esto estaba el gatillo reactivo que sabía podía lanzarle a rápidas respuestas que ninguna carne sería capaz de soportar. La razón no podía explicar aquello. Tenía la sensación de caminar precariamente por el borde afilado de un cuchillo.

Por mucho que lo intentara, no podía llegar a ninguna conclusión acerca de lo que le había ocurrido bajo la sonda–T. ¿Era algo parecido a lo que experimentaba una Reverenda Madre en la agonía de la especia? Pero no captaba ninguna acumulación de Otras Memorias surgidas de su pasado. No creía que las Hermanas pudieran hacer lo que él había hecho. La doble visión que le decía qué anticipar a partir de cada movimiento dentro del alcance de sus sentidos parecía un nuevo tipo de verdad.

Los maestros Mentat de Teg siempre le habían asegurado que existía una forma de verdad vital no susceptible de ser probada por el ordenamiento de los hechos habituales. Aparecía algunas veces en fábulas y poesías y a menudo actuaba de forma contraria a los deseos, o así lo decían.

La experiencia más difícil de ser aceptada por un Mentat —decían.

Teg siempre se había reservado su juicio en esta declaración, pero ahora se veía obligado a aceptarla. La sonda–T lo había lanzado por encima del umbral a una nueva realidad.

No sabía por qué había elegido aquel momento en particular para emerger de su escondite, excepto que encajaba en un fluir aceptable de movimiento humano.

La mayor parte de ese movimiento en la carretera estaba compuesto por comerciantes agrícolas llevando grandes cestos con verduras y frutas. Los cestos eran arrastrados tras ellos por medio de suspensores baratos. La vista de toda aquella comida hizo que todo su cuerpo se quejara de hambre, pero se obligó a ignorarla. Con la experiencia de planetas más primitivos en su largo servicio a la Bene Gesserit, vio aquella actividad humana como algo muy poco distinto a la actividad de los granjeros acarreando animales cargados. El tráfico peatonal lo impresionó como una extraña mezcla de antiguo y moderno… granjeros a pie, sus productos flotando detrás de ellos sobre perfectamente ordinarios instrumentos tecnológicos. Excepto por los suspensores, aquella escena era muy parecida a cualquier día similar en el más antiguo pasado de la humanidad. Un animal de carga era un animal de carga, aunque hubiera salido de una línea de montaje en una fábrica ixiana.

Usando su segunda visión, Teg eligió a uno de los campesinos, un hombre rechoncho y de piel oscura con fuertes rasgos y manos callosas. El hombre caminaba con una desafiante sensación de independencia. Llevaba seis anchos cestos llenos con melones de rugosa piel. Su olor era una agonía que le hacía la boca agua a Teg mientras adaptaba su paso al de aquel campesino. Teg caminó en silencio durante unos cuantos minutos, luego aventuró:

—¿Este es el mejor camino para Ysai?

—Es un largo camino —dijo el hombre. Tenía una voz gutural, ligeramente cautelosa.

Teg miró a los cargados cestos.

El campesino miró de reojo a Teg.

—Vamos a un centro comercial. Allí otros toman nuestros productos hasta Ysai.

Mientras hablaban, Teg se dio cuenta de que el granjero lo había guiado (casi conducido) hasta cerca del borde de la calzada. El hombre miró hacia atrás mientras agitaba ligeramente la cabeza, señalando delante de él. Otros tres campesinos se les acercaron y se colocaron junto a Teg y su compañero, de tal modo que sus altos cestos los ocultaron del resto del tráfico.

Teg se tensó. ¿Qué estaban planeando? No captaba ninguna amenaza, sin embargo. Su doble visión no detectaba nada violento en su vecindad inmediata.

Un pesado vehículo pasó junto a ellos a toda velocidad y se perdió hacia adelante. Teg supo de su paso únicamente por el olor del combustible quemado, el viento que agitó los cestos, el roncar de un poderoso motor y la súbita tensión de sus compañeros. Los altos cestos ocultaron completamente el paso del vehículo.

—Hemos estado buscándoos para protegeros, Bashar —dijo el campesino a su lado—. Hay muchos que os están dando caza, pero ninguno de ellos está con nosotros por aquí.

Teg lanzó al hombre una sorprendida mirada.

—Servimos con vos en Renditai —dijo el campesino.

Teg tragó saliva.
¿Renditai?
Necesitó un momento para recordarlo… tan sólo una disputa menor en su larga historia de conflictos y negociaciones.

—Lo siento, pero no conozco tu nombre —dijo Teg.

—Alegraos de no conocer nuestros nombres. Es mejor así.

—Pero os estoy agradecido.

—Este es un pequeño pago que nos sentimos orgullosos de hacer, Bashar.

—Debo ir a Ysai —dijo Teg.

—Es peligroso allí.

—Es peligroso en cualquier parte.

—Supusimos que iríais a Ysai. Alguien acudirá pronto para llevaros bien oculto. Ahhh, ahí llega. Nosotros no os hemos visto, Bashar. No habéis estado nunca aquí.

Uno de los otros campesinos se hizo cargo del remolque con la carga de su compañero, tirando de dos hileras de cestos mientras el campesino que Teg había elegido empujaba a Teg bajo una cuerda de remolque y dentro de un oscuro vehículo. Teg apenas entrevió brillante plastiacero y plaz en el momento en que el vehículo frenaba su marcha tan sólo el tiempo necesario para recogerle. La puerta se cerró secamente tras él, y se encontró en un blando asiento acolchado, solo en la parte de atrás de un vehículo de superficie. El vehículo aceleró tan pronto como hubo dejado atrás el grupo de campesinos. Las ventanillas en torno a Teg habían sido oscurecidas, proporcionándole una visión imprecisa de las escenas que pasaban por su lado. El conductor era una confusa silueta.

Aquella primera oportunidad de relajarse en un cálido confort desde su captura estuvo a punto de sumir a Teg en el sueño. No captaba ninguna amenaza. Su cuerpo aún le dolía de todo lo que le había exigido y de las agonías de la sonda–T.

Se dijo a sí mismo, sin embargo, que debía permanecer despierto y alerta.

El conductor se inclinó hacia un lado y habló por encima de su hombro, sin volverse.

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