Herejes de Dune (62 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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—Ocurra lo que ocurra, debemos castigarles —dijo Taraza—. Veo eso muy claramente. Haz que lo traigan aquí.

Después de que Odrade diera la orden, y mientras aguardaban, Taraza dijo:

—El proceso de la educación del ghola se convirtió en algo tremendamente confuso antes incluso de que escaparan del Alcázar de Gammu. Saltó muy por delante de sus maestros para aferrar cosas que sólo estaban sugeridas, y lo hizo a un ritmo alarmantemente acelerado. ¿Quién sabe en qué se habrá convertido ahora?

Capítulo XXXVII

Los historiadores ejercen un gran poder, y algunos de ellos lo saben. Recrean el pasado, cambiándolo para que encaje con sus propias interpretaciones. De este modo, cambian también el futuro.

Leto II, Su voz, de Dar–es–Balat

Duncan siguió a su guía a través de la luz del amanecer a un terrible ritmo de marcha. El hombre podía parecer viejo, pero era tan ágil como una gacela y parecía incapaz de cansancio.

Hacía tan sólo unos pocos minutos se habían sacado sus gafas nocturnas. Duncan se alegró de librarse de ellas. Cualquier cosa fuera del alcance de los cristales era pura negrura a la débil luz de las estrellas que se filtraba a través de las pesadas ramas. No había habido mundo delante de él más allá del alcance de las gafas. La visión a ambos lados se estremecía y danzaba… ahora una masa de amarillentos matorrales, ahora dos árboles de tronco plateado, ahora una pared de piedra con una puerta de plastiacero abierta en ella y protegida por el vibrante azul de un campo de energía, luego un arqueado puente de roca nativa, todo verde y negro bajo sus pies. Después de esto, el arco de una entrada de pulida piedra blanca. Todas las estructuras parecían muy antiguas y caras, conservadas gracias a un costoso trabajo manual.

Duncan no tenía la menor idea de dónde estaba. Nada de aquel terreno encajaba con sus recuerdos de los lejanos días de Giedi Prime.

El alba reveló que estaban siguiendo un sendero de animales flanqueado de árboles que ascendía por una colina. La ascensión se hizo empinada. Vislumbres ocasionales a través de los árboles a su izquierda revelaban un valle. Una niebla baja cubría el cielo, ocultando las distancias, envolviéndoles a medida que ascendían. Su mundo fue haciéndose progresivamente un lugar más pequeño mientras iban perdiendo su conexión con un universo más grande.

En una breve pausa, no para descansar sino para escuchar los ruidos del bosque que les rodeaba, Duncan estudió sus alrededores cubiertos de niebla. Se sentía desplazado, extraído de un universo que poseía el cielo y los rasgos abiertos que lo unían a otros planetas.

Su disfraz era sencillo: cálidas ropas tleilaxu contra el frío, y algodones en las mejillas para hacer que su rostro pareciera más redondeado. Su rizado pelo negro se había vuelto lacio y estirado mediante la aplicación de algún producto químico al calor. Su pelo había sido decolorado hasta adquirir un tono rubio arenoso y ocultado bajo una gorra con visera. Todo su vello púbico había sido afeitado. Apenas se reconoció a sí mismo cuando se miró en el espejo que le tendieron.

¡Un sucio tleilaxu!

El artesano que creó aquella transformación era una vieja mujer con resplandecientes ojos grises verdosos.

—Ahora sois un Maestro tleilaxu —dijo—. Vuestro nombre es Wose. Un guía os llevará hasta el siguiente lugar. Lo trataréis como a un Danzarín Rostro si os encontráis con extraños. En todo lo demás, haced lo que él ordene.

Lo condujeron fuera del complejo de la caverna a través de un sinuoso pasadizo, cuyas paredes y techo estaban densamente cubiertos de las musgosas algas grises. En la estrellada oscuridad, lo sacaron del pasadizo a una fría noche y lo depositaron en manos de un invisible hombre, una voluminosa figura con ropas acolchadas.

Una voz detrás de Duncan susurró:

—Este es, Ambitorm. Llévalo.

El guía habló con un acento lleno de guturales:

—Sígueme.

Ató una cuerda de guía en el cinturón de Duncan, ajustó sus gafas nocturnas, y se dio la vuelta. Duncan notó que la cuerda daba un tirón, y emprendieron la marcha.

Duncan reconoció el uso de la cuerda. No era algo para mantenerlo detrás a poca distancia. Podía ver a aquel Ambitorm lo suficientemente claro con las gafas nocturnas. No, la cuerda era para avisarle rápidamente si se encontraban con algún peligro. No era necesaria ninguna orden.

Durante mucho rato a lo largo de la noche atravesaron pequeños cursos de agua bordeados de hielo cruzando un terreno llano. La luz de las lunas tempranas de Gammu penetraba tan sólo ocasionalmente por entre la cobertura de árboles. Finalmente emergieron a una colina baja que dominaba una boscosa extensión toda plateada, con un manto de nieve a la luz lunar. Se metieron en la espesura. Los árboles, aproximadamente de dos veces la altura de su guía, se arqueaban sobre lodosos senderos de animales apenas un poco más amplios que los túneles donde habían iniciado aquel viaje. Era un poco más cálido allí, el calor del estiércol. Casi no penetraba ninguna luz hasta el suelo esponjoso por la putrescente vegetación. Duncan inhaló los fungales olores de la vida vegetal en descomposición. Las gafas nocturnas le mostraban una aparentemente interminable repetición de densas malezas a ambos lados. La cuerda que lo unía a Ambitorm era una tenue seguridad en un mundo alienígena.

Ambitorm no mostró muchos deseos de hablar. Respondió «Sí» cuando Duncan le pidió confirmación de su nombre, luego: «No hables.»

Aquella noche representó una inquietante travesía para Duncan. No le gustaba verse arrastrado hacia sus propios pensamientos. Los recuerdos de Giedi Prime persistían. Aquel lugar no se parecía en nada a lo que recordaba de su juventud pre–ghola. Se preguntó cómo habría aprendido Ambitorm el camino a través de aquellos lugares y cómo lo recordaba. Un túnel abierto por los animales se parecía mucho a cualquier otro.

El rítmico y firme paso daba tiempo a que los pensamientos de Duncan vagaran.

¿Debo permitir que la Hermandad me utilice? ¿Qué es lo que les debo?

Y pensó en Teg, su última y valiente acción para permitir que ellos dos escaparan.

Yo hice lo mismo por Paul y Jessica.

Había un lazo que lo unía a Teg, y aferró a Duncan con una punzada de dolor. Teg era leal a la Hermandad.
¿Compró mi lealtad con ese último acto valeroso?

¡Malditos sean los Atreides!

Los esfuerzos de la noche habían incrementado la familiaridad de Duncan con su nueva carne. ¡Cuán joven era aquel cuerpo! Un breve salto hacia atrás, y podía ver aquel último recuerdo pre–ghola; podía sentir la hoja Sardaukar hendiendo su cabeza… una cegadora explosión de dolor y luz. La seguridad de aquella muerte inevitable y luego nada hasta aquel momento con Teg en el no–globo Harkonnen.

El don de otra vida. ¿Era más que un don, o algo distinto? Los Atreides estaban exigiendo otro pago de él.

Durante un tiempo, justo antes del amanecer, Ambitorm lo condujo en una chapoteante carrera a lo largo de un estrecho arroyo cuya helada agua penetró en las impermeables botas de las ropas tleilaxu de Duncan. El curso de agua reflejaba entre los árboles la plateada luz de la luna pre–alba del planeta que colgaba directamente sobre sus cabezas.

La luz del día los vio surgir a un sendero de animales más ancho flanqueado por árboles y trepando la empinada colina. Aquel paso desembocó en un estrecho reborde rocoso bajo una cresta de aserrados peñascos. Ambitorm lo condujo tras una pantalla protectora de matorrales marrón oscuro, cubiertos de nieve semibarrida por el viento. Soltó la cuerda del cinturón de Duncan. Directamente frente a ellos había una ligera depresión en las rocas, no exactamente una cueva, pero Duncan vio que podía ofrecer alguna protección a menos que soplara un viento fuerte sobre la maleza detrás de ellos. No había nieve en el suelo del lugar.

Ambitorm se dirigió hacia el fondo de la depresión y retiró cuidadosamente una capa de helada tierra y varias piedras planas, que ocultaban un pequeño pozo. Alzó un objeto redondo y negro del pozo, y trasteó en él.

Duncan se sentó con las piernas cruzadas bajo el saliente rocoso y estudió a su guía. Ambitorm tenía un rostro hundido con una piel como cuero curtido. Si, aquellos podían pasar por los rasgos de un Danzarín Rostro. Había profundas arrugas en las comisuras de los ojos marrones del hombre. Otras arrugas irradiaban de las comisuras de su delgada boca y trazaban líneas en su amplia frente. Se abrían a ambos lados de la chata nariz y hacían más profundo el hueco de su estrecha barbilla. Las señales del tiempo estaban por todo su rostro.

Unos apetitosos olores empezaron a brotar del objeto negro frente a Ambitorm.

—Comeremos aquí y aguardaremos un poco antes de continuar —dijo Ambitorm.

Hablaba el viejo galach pero con aquel acento gutural que Duncan no había oído nunca antes, con una extraña acentuación en las vocales adyacentes. ¿Era Ambitorm un nativo de Gammu, o procedía de la Dispersión? Obviamente se habían producido muchas variaciones lingüísticas desde los días del Dune de Muad'dib. Duncan reconocía en cuanto a eso que toda la gente en el Alcázar de Gammu, incluidos Teg y Lucilla, hablaban un galach que había derivado del que él había aprendido como niño pre–ghola.

—Ambitorm —dijo Duncan—. ¿Es un nombre de Gammu?

—Puedes llamarme Tormsa —dijo el guía.

—¿Es un apodo?

—Es lo que tú quieras llamarme.

—¿Por qué esa gente de ahí atrás te llama Ambitorm?

—Ese es el nombre que les di.

—¿Pero por qué tú…?

—¿Viviste bajo los Harkonnen, y no aprendiste a cambiar tu identidad?

Duncan guardó silencio. ¿Era eso? Otro disfraz. Ambi… Tormsa no había cambiado su apariencia. Tormsa. ¿Era un nombre tleilaxu?

El guía tendió un tazón humeante a Duncan.

—Bebe un poco para recuperar fuerzas, Wose. Bébelo rápido. Te mantendrá caliente.

Duncan cerró ambas manos en torno al tazón.
Wose. Wose y Tormsa. El Maestro tleilaxu y su acompañante Danzarín Rostro.

Duncan alzó el tazón hacia Tormsa en el antiguo gesto de los camaradas de batalla Atreides, luego se lo llevó a los labios. ¡Ardía! Pero lo calentó mientras descendía por su esófago. El líquido tenía un ligero sabor dulzón sobre un inidentificable regusto vegetal. Lo apuró hasta el fondo del mismo modo que vio estaba haciendo Tormsa.

Extraño que no sospeche algún veneno o droga,
pensó Duncan. Pero aquel Tormsa y los demás de la pasada noche tenían algo del Bashar en ellos. El gesto a un camarada en la batalla había surgido de forma natural.

—¿Por qué estás arriesgando tu vida de esta forma? —preguntó Duncan.

—¿Conoces al Bashar, y sin embargo preguntas?

Duncan calló, avergonzado.

Tormsa se inclinó hacia adelante y recuperó el tazón de Duncan. Pronto, toda evidencia de su desayuno había desaparecido oculta bajo las rocas y la tierra.

Aquel alimento hablaba de una cuidadosa planificación, pensó Duncan. Se volvió y se sentó con las piernas cruzadas en el frío suelo. La niebla colgaba aún ahí afuera, más allá de la maleza protectora. Desnudas ramas de árboles se introducían en la visión formando extrañas configuraciones. Mientras observaba, la niebla empezó a alzarse, revelando los imprecisos contornos de una ciudad en el extremo más alejado del valle.

Tormsa se sentó a su lado.

—Una ciudad muy antigua —dijo—. Un lugar Harkonnen. Mira. —Le tendió a Duncan un pequeño monoscopio—. Ahí es donde iremos esta noche.

Duncan llevó el monoscopio a su ojo izquierdo e intentó enfocar las lentes de aceite. Los controles resultaban poco familiares, completamente distintos a aquellos que había aprendido a usar en su juventud pre–ghola o le habían enseñado en el Alcázar. Lo apartó de su ojo y lo examinó.

—¿Ixiano? —preguntó.

—No. Nosotros lo construimos. —Tormsa se inclinó hacia él y le indicó dos pequeños botones situados encima del tubo negro—. Despacio, aprisa. Empuja hacia la izquierda para ampliación, hacia la derecha para reducción.

Duncan volvió a llevarse el monoscopio al ojo.

¿Quiénes eran los
nosotros
que habían construido aquello?

Un toque al botón de rápido, y la escena saltó hacia su ojo. Había pequeños puntos moviéndose en la ciudad. ¡Gente! Incrementó la amplificación. La gente se convirtió en pequeños muñecos. Con ellos para proporcionarle una referencia para la escala, Duncan se dio cuenta de que la ciudad al otro lado del valle era inmensa… y estaba mucho más lejos de lo que había pensado. Una estructura rectangular aislada de todo lo demás ocupaba el centro de la ciudad, su parte superior perdida entre las nubes. Gigantesca.

Duncan reconocía ahora el lugar. Sus alrededores habían cambiado, pero aquella estructura central estaba clavada en su memoria.

¿Cuántos de nosotros desaparecieron en ese horrible lugar y nunca regresaron?

—Novecientas cincuenta plantas —dijo Tormsa, viendo donde tenía enfocada Duncan la mirada—. Cuarenta y cinco kilómetros de largo, treinta kilómetros de ancho. Toda ella construida de plastiacero y plaz blindado.

—Lo sé. —Duncan bajó el monoscopio y se lo devolvió a Tormsa—. Se llamaba Baronía.

—Ysai —dijo Tormsa.

—Así es como la llaman ahora —dijo Duncan—. Yo tengo algunos nombres distintos para ella.

Duncan inspiró profundamente para alejar los antiguos odios. Aquella gente estaba toda muerta. Sólo el edificio permanecía. Y los recuerdos. Examinó la ciudad en torno a aquella enorme estructura. El lugar era una enorme masa de madrigueras. Había espacios verdes por todas partes, cada uno de ellos oculto detrás de altas paredes. Residencias individuales con parques privados, había dicho Teg. El monoscopio había revelado guardias recorriendo la parte alta de las paredes.

Tormsa escupió en el suelo frente a él.

—Un lugar Harkonnen.

—Lo edificaron para hacer que la gente se sintiera pequeña —dijo Duncan.

Tormsa asintió.

—Pequeña, sin el menor poder.

El guía se había vuelto casi locuaz, pensó Duncan.

Ocasionalmente, durante la noche, Duncan había desafiado la orden de silencio y había intentado entablar conversación.

—¿Qué animales hicieron estos senderos?

Había parecido una pregunta lógica para alguien caminando a lo largo de un sendero hecho obviamente por animales, con su olor prendido aún por todas partes.

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