Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
TolramKetinet se encogió de hombros.
—Cuestión de suerte —comentó.
—Pero la escala inmensa del crecimiento y de la destrucción… Quizá nuestro error esté en que nos consideramos separados de la naturaleza. Pero bien, sé desde hace mucho que no te fascinan este tipo de razonamientos. Sólo te diré algo. Creo haber resuelto un problema de naturaleza tan revolucionaria…
Vaciló, tironeando de sus mojadas patillas. Con una sonrisa TolramKetinet le indicó que continuara.
—Creo que he pensado algo que ningún ser humano ha pensado jamás. Esta señora me ha servido de inspiración. Debería ir a Oldorando o Pannoval a decir lo que pienso ante los poderes del Santo Imperio Pannovalano. Es una conjetura por la que seré recompensado, y Odi y yo podremos vivir cómodamente.
Estudiando el rostro del anciano, TolramKetinet respondió:
—¡Recompensado por una conjetura! Ha de ser muy valiosa.
“Este hombre es un tonto y siempre lo he sabido”, pensó el ex canciller; pero no pudo resistirse a continuar.
—¿Sabes? —dijo SartoriIrvrash, bajando la voz hasta que ésta se tornó casi inaudible entre los chasquidos de las velas—, yo nunca he podido soportar a los seres de dos filos. Mi rey sí, y era una diferencia importante. Lo que he pensado es muy grave para los phagors. Por eso creo que merecerá una recompensa, según los términos del Pronunciamiento de Pannoval.
Odi Jeseratabahr se levantó de su silla, tomó el brazo de SartoriIrvrash y dijo a TolramKetinet y a Lanstatet, que se había unido a ellos:
—Quizá no sepáis que el rey JandolAnganol ha destruido la obra de toda la vida del canciller, su Alfabeto de la Historia y la Naturaleza. Es un crimen que no se puede olvidar. La conjetura del canciller, como modestamente él la llama, lo vengará de JandolAnganol y tal vez nos permita a ambos trabajar juntos para reorganizar el Alfabeto.
Lanstatet replicó con dureza.
—Señora, eres nuestra enemiga. Has jurado destruir nuestra tierra natal. Deberías estar engrillada debajo de la cubierta.
—Eso era en el pasado… —dijo SartoriIrvrash con dignidad—. Ahora sólo somos sabios errantes… Y sin hogar.
—Sabios errantes… —Era demasiado para el general, de modo que formuló una pregunta concreta.—¿Y cómo piensas llegar a Pannoval?
—Oldorado me convendría. Está más cerca y espero llegar antes que el rey, si él no lo ha hecho ya, para causarle el máximo de problemas antes de que se case con la princesa Madi. Tampoco tú lo quieres, Hanra. Eres la persona ideal para llevarme hasta allí.
—Voy a Gravabagalinien —respondió inflexible TolramKetinet—, si esta bañera no se hunde o si antes no nos da alcance el enemigo.
Todos miraron hacia atrás. La Plegaria de Vajabahr navegaba ahora en mar abierto, avanzando con cierta dificultad hacia el este. El Unión había salido de la bahía de Keevasien, aunque estaba aún lejos. No había peligro inmediato.
—En Gravabagalinien verás a tu hermana —dijo SartoriIrvrash. El general sonrió sin responder.
Ese mismo día, más tarde, vieron también al Buena Esperanza, con su mástil roto arbolado a medias. Las dos naves perseguidoras se perdieron en la bruma cuando grandes nubes de bordes cobrizos aparecieron por el oeste. En el vientre de los nubarrones estallaban silenciosos relámpagos.
Como un ala que se despliega, una segunda ola de assatassi surgió del mar. La carabela blanca estaba demasiado alejada de la costa para sufrir daños y sólo unos pocos peces-lagarto pasaron volando por encima de ella. Los hombres miraron con interés lo que esa misma mañana los había dejado sin habla. Mientras bogaban hacia Gravabagalinien, cayó la oscuridad; se veían diminutas luces en la costa, donde los nativos devoraban los cadáveres de los peces invasores.
Algo sin identidad había bogado también hacia el palacio de madera de la reina de las reinas: un cuerpo humano.
RobaydayAnganol había conseguido que lo llevaran río abajo de Matrassyl a Ottassol, adelantándose a su padre. Dondequiera que fuese, tenía ahora un paso especialmente apresurado y se volvía con frecuencia. Aunque no lo supiera, ese aire de hombre perseguido lo tornaba parecido a su padre. Se veía a sí mismo como un perseguidor. El deseo de venganza ocupaba su mente.
En Ottassol, en lugar de Visitar el palacio subterráneo adonde debía dirigirse el rey, buscó a un viejo amigo de SartoriIrvrash, el anatomista y deuteroscopista Bardol CaraBansity. CaraBansity no sentía ningún afecto especial por JandolAnganol ni por el extraño hijo de éste.
Él y su mujer tenían alojados a un grupo de deuteroscopistas de Vallgos. Ofreció a Robayday una cama en una casa que poseía cerca del puerto donde, dijo, una muchacha se ocuparía de atenderlo.
El interés de Robayday por las mujeres era esporádico. Sin embargo, halló inmediatamente atractiva a la muchacha. Tenía el cabello largo y castaño, y un misterioso aire de autoridad, como si conociese un secreto que no compartía con nadie.
Dijo llamarse Metty; y él recordó. Una vez había gozado de ella en Matrassyl. Su madre había ayudado al rey cuando éste regresaba, herido, de la Batalla del Cosgatt. Su verdadero nombre era Abathy.
Ella no lo reconoció. Sin duda, era mujer de numerosos amantes. Robayday no se presentó de inmediato. Guardó silencio, y dejó que hablara. Para impresionarlo, mencionó alguna escandalosa relación con funcionarios sibornaleses en Matrassyl; él miró su expresión y pensó cuán diferente era la imagen que tenía del mundo esa chica, entre sus clandestinos devaneos.
—No me reconoces porque no es fácil hacerlo; sin embargo, hubo un día en que usabas menos kohl en tus ojos y en que estuvimos muy juntos…
Entonces ella pronunció su nombre y lo abrazó, mostrándose feliz.
Más tarde ella dijo que estaba en deuda con su propia madre, a quien enviaba dinero con regularidad, porque le había enseñado cómo conducirse con los hombres. Prefería a los nobles y poderosos; dijo que había sido vergonzosamente seducida por CaraBansity, y ahora esperaba mejor fortuna. Lo besó.
La muchacha dejó caer su charfrul, revelando sus pálidas piernas. Robayday, que veía crueldad en todos lados, no vio más que la trampa de la araña. Gozosamente entró en ella. Más tarde, acostados, se besaban y ella reía, mientras él la odiaba y la amaba.
Todos sus impulsos le gritaban que continuara viaje, pero se quedó con ella un día más. La odiaba y la amaba.
Una segunda noche en su casa. Pensó que la historia cesaría si se quedaba con ella para siempre. Otra vez la muchacha, soltándose el hermoso cabello y recogiéndose la falda, se echó con él sobre la cama.
Se abrazaron. Hicieron el amor. Ella era un manantial de delicias. Cuando empezaba a desnudarlo para más prolongados placeres oyeron golpes en la puerta. Ambos se incorporaron, sorprendidos.
Un golpe más estridente. La puerta se abrió con violencia, y entró un joven robusto vestido a la absurda manera de Dimariam. Era Div Muntras, quien buscaba, desafiante, a su amor.
—¡Abathy! —exclamó. Ella lanzó un grito por toda respuesta.
En Ottassol, después de una diligente búsqueda, Div había encontrado la huella de la muchacha. Se había deshecho de todo lo que poseía, a excepción del talismán robado a Billish. Y ahora, al final de la huella, encontraba a la mujer que ocupaba su mente desde que la viera abrazada a su padre en la cubierta del Dama de Lordryardry, acostada con otro hombre.
Su rostro se convirtió en la imagen de la furia. Alzó los puños y se abalanzó vociferando.
Dando un salto Robayday se puso de pie sobre la cama, con la espalda contra la pared. La presencia de aquel intruso lo llenaba de ira. Que alguien alzara la voz contra el hijo del rey, y en ese momento… No pensaba más que en matarlo. En su cinto había una daga hecha con un cuerno de phagor, un arma de dos agudos filos. La sacó.
Div se enfureció aún más al ver el arma. Pronto acabaría con ese entrometido muchacho delgado.
Abathy gritó, pero él no le hizo caso. La muchacha estaba de pie, tapándose la boca con ambas manos, los ojos desorbitados de terror. Eso agradó a Div. Después se ocuparía de ella.
Se lanzó al ataque y subió de un salto a la cama. Recibió la punta del cuerno justamente debajo de su costilla inferior, rozándola. La violencia de la embestida hizo que se hundiera en su carne hasta el mango, atravesando el diafragma y el estómago; entonces, la hoja se quebró y la empuñadura quedó en la mano de su enemigo.
Un largo gemido ahogado salió de la boca de Div. Los líquidos corrieron por la pared mientras se deslizaba por ella hasta el suelo. Frenético, Robayday dejó llorar a la muchacha. Buscó dos hombres que dispusieron del cadáver arrojándolo al Takissa.
Robayday abandonó la ciudad, como si lo persiguiera un perro rabioso. Jamás regresó junto a la muchacha, ni a esa habitación. Tenía una cita que había estado a punto de olvidar; una cita en Oldorando. Una y otra vez, a lo largo del camino, lloró y maldijo.
Llevado por la corriente, girando, el cuerpo de Div Muntras derivó entre los barcos hasta la boca del Takissa. Nadie lo vio, porque la mayoría, esclavos incluidos, tenía puesta su atención en una gran fritura de assatassi. Los peces, en cambio, se ocuparon del cadáver mientras era arrastrado hacia las profundidades del mar convirtiéndose en una parte del desplazamiento de las aguas hacia el oeste, en dirección a Gravabagalinien.
Esa noche, cuando los soles se pusieron, la gente común descendió a las playas. En todos los países que rodeaban el Mar de las Águilas, en Randonan, Borlien, Thribriat, Iskahandi y Dimariam, las muchedumbres se congregaron junto al mar.
El gran festín de assatassi había terminado. Era el momento de dar gracias por sus bendiciones al espíritu que moraba en las aguas.
Mientras las mujeres cantaban y bailaban sobre la arena, los hombres entraron en el mar llevando pequeñas barcas, hechas de hojas donde ardían velas, que despedían una dulce fragancia.
En todas las playas se echaron al mar flotas enteras de aquellas barcas de hojas. Algunas continuaban a flote y ardiendo mucho después de que cayera la oscuridad; la imagen recordaba las historias de gossies y fessups suspendidos en unas tinieblas más imperecederas. Antes de que se extinguieran sus débiles llamas, algunas llegaron mar adentro.
Cualquiera que se acercara a Gravabagalinien podía ver, desde lejos, el palacio de madera que servía de refugio a la reina. Se erguía con desenfado, como un juguete abandonado en una playa.
La leyenda decía que Gravabagalinien estaba embrujado. Que en algún tiempo remoto se había alzado una fortaleza en el emplazamiento del endeble palacio. Que había sido destruida por completo en una gran batalla.
Pero nadie sabía quiénes habían luchado, ni por qué razones. Sólo que muchos habían muerto y habían sido enterrados en el mismo lugar en donde habían caído. Se decía que sus sombras, alejadas de sus tierras natales, seguían merodeando por el lugar.
Ahora otra tragedia estaba a punto de representarse en aquella vieja tierra profanada. El rey JandolAnganol había llegado en dos barcos, con sus hombres y phagors, con Esomberr y CaraBansity, para divorciarse de su reina.
Y la reina MyrdemInggala bajó las escaleras y se sometió resignada al divorcio. Y corrió el vino, y muchos atropellos fueron permitidos. Y Alam Esomberr, el enviado de C'Sarr, se introdujo en la cámara de la ex reina apenas unas horas después de haber oficiado la ceremonia de divorcio. Y luego fue anunciado que Simoda Tal había sido asesinada en la lejana Oldorando. Y esta amarga noticia llegó al rey cuando los primeros rayos de Batalix teñían de amarillo los descoloridos muros exteriores del palacio.
Y ahora, inexorablemente, esos acontecimientos influirían en los asuntos entre humanos y phagors, pues se acercaban a un clímax en el que incluso los principales involucrados serían arrastrados de un modo irremediable como cometas sumergiéndose en la oscuridad.
JandolAnganol, tirándose de las barbas y el cabello, imploraba a Akhanaba con voz grave y dolorida.
—Tu siervo se arrodilla ante Ti, oh, Grande. Me has cubierto de dolor. Has provocado la derrota de mis ejércitos. Has permitido que mi hijo me abandone. Me has separado de mi amada reina, MyrdemInggala. Has dejado asesinar a mi prometida… ¡¿Cuánto más me harás padecer?!
“Pero no permitas que mi gente sufra. Acepta mi dolor, oh Gran Akhanaba, como sacrificio suficiente para mi pueblo.”
Mientras JandolAnganol se incorporaba y vestía su túnica, AbstrogAthenat, el sacerdote de pálidas mejillas, dijo como al descuido:
—Es verdad que el ejército ha perdido Randonan. Pero todos los países civilizados están rodeados por pueblos bárbaros, y son derrotados cuando sus fuerzas los invaden. No deberíamos ir con la espada, sino con la palabra de Dios.
—Las cruzadas se justifican en la provincia de Pannoval, vicario; no en un país pobre como el nuestro.
Acomodándose la túnica sobre sus llagas, palpó en el bolsillo el reloj que quitara a CaraBansity en Ottassol. Ahora, como entonces, sintió que era un objeto ominoso.
AbstrogAthenat se inclinó, manteniendo el látigo a su espalda.
—Pero al menos podríamos agradar al Todopoderoso siendo más humanos, y apartando de nosotros la inhumanidad.
Con súbita ira, JandolAnganol le descargó un revés y sus nudillos chocaron contra la mejilla del Vicario.
—Tú ocúpate de los asuntos de Dios, y deja en mis manos las cuestiones mundanas.
Sabía qué quería decir el sacerdote. Se refería a la expulsión de los phagors de Borlien.
Con la túnica abierta, sintiendo cómo la tela absorbía la sangre de la reciente flagelación, JandolAnganol subió de la capilla subterránea hasta la planta baja del palacio de madera. Yuli saltó a recibirlo.
Las sienes del rey latían como si estuviera a punto de quedarse ciego. Acarició al pequeño phagor y hundió sus dedos en el denso pelaje.
Las sombras aún eran largas. JandolAnganol no sabía cómo afrontar la mañana. Había llegado a Gravabagalinien apenas la víspera y, en presencia del enviado del Santo C'Sarr, Alam Esomberr, se había divorciado de su hermosa reina.
Las ventanas del palacio estaban cerradas, como el día anterior. Diseminados por todas las habitaciones, los hombres dormían sus borracheras. El sol se abría paso en la oscuridad formando una red de líneas semejante a un cesto tejido mientras él se acercaba a la puerta.