Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
La intensidad con que pronunció estas palabras asustó a Billy; trató de hundirse más profundamente en el árbol, de sentir la basta corteza en su eddre. En su boca se formaban burbujas.
Ella lo sacudió.
—¿Tenía relaciones con ella? Dime. Muere, si quieres, pero dímelo.
Él trató de asentir.
La distorsionada expresión de Billy confirmó sus suposiciones. En el rostro de Immya apareció una vindicativa satisfacción.
—Así se aprovechan los hombres de las mujeres. Mi pobre madre ha sufrido durante años a causa de sus excesos. Me enteré hace mucho tiempo. Fue un golpe terrible. Los dimariamianos somos personas respetables, no como los habitantes del Continente Salvaje, a quienes espero no conocer jamás…
Billy intentó una protesta inarticulada. Sólo sirvió para volver a encender la animosidad de Immya.
—¿Y esa pobre muchacha inocente? ¿Y su inocente madre? Hace tiempo obligué a mi hermano, esa plaga, a que me dijera la verdad sobre mi padre… Los hombres son cerdos gobernados por la lujuria e incapaces de una conducta digna…
—La muchacha. —Pero el nombre de Abathy se enredó con los nudos de la laringe de Billy.
La oscuridad envolvía Lordryardry. Freyr se hundía en el oeste. El canto de los pájaros raleaba. Batalix estaba en un punto muy bajo sobre el horizonte, desde donde podía mirar, a través del agua, los escamosos seres que se apilaban en la costa. La niebla se tornó más densa, cubriendo las estrellas y el Gusano de la Noche.
Eivi Muntras llevó a Billy un poco de sopa antes de irse a la cama. Mientras comía, él sintió un hambre terrible que surgía de su eddre y superaba su inmovilidad. Saltó sobre Eivi y le mordió el hombro hasta desgarrárselo. Luego corrió gritando por la habitación. Era el síntoma asociado con la etapa final de la muerte gorda. Otros miembros de la familia llegaron corriendo, y los esclavos trajeron luces. Billy, entre maldiciones, fue atado a la cama.
Quedó solo durante una hora; desde el otro extremo de la casa llegaba el ruido de los cuidados que se brindaban a la mujer. Tuvo la visión de que devoraba a Eivi y sorbía su cerebro. Lloró. Imaginó que estaba de vuelta en el Avernus. Imaginó que mordía a Rose Yi Pin. Volvió a llorar. Sus lágrimas caían como hojas.
En el pasillo crujieron las tablas. Apareció una lámpara mortecina, y más atrás, el rostro de un hombre flotando en una ola de sombra. Era el Capitán del Hielo. Un vaho de Exaggerator entró con él en la habitación.
—¿Estás bien? Tendría que echarte si no estuvieras agonizando, Billish. Siento todo esto… Yo sé que eres una especie de ángel de un mundo mejor, Billish, aunque muerdas como un demonio. Un hombre necesita creer que en alguna parte hay un mundo mejor. Mejor que éste, donde nadie se preocupa por ti. El Avernus… Te llevaría allí, si pudiera. Me gustaría conocerlo.
Billy estaba de nuevo en su árbol; sus miembros eran parte de sus agónicas ramas.
—Mejor.
—Así es, mejor. Voy a sentarme en el patio, Billish, junto a tu ventana. Voy a beber. A pensar en muchas cosas. Pronto será la hora de pagar a los hombres. Si me necesitas, llama.
Estaba triste por Billy, y el Exaggerator hacía que sintiera también tristeza por sí mismo. Era extraño, pero siempre estaba más a gusto con extraños, como con la reina de reinas, que con su propia familia. Con ésta era como si se encontrase en desventaja.
Se acomodó junto a la ventana, colocando una jarra y un vaso a su lado, sobre el banco. El albic que trepaba por la pared abría sus flores; las flores abrían sus picos de loro y una serena fragancia flotaba en el aire.
El plan de traer a Billish en secreto había tenido éxito, pero ahora no podía seguir callando. Deseaba decir a todo el mundo que había una vida que no conocían, y que Billish era una prueba de esa verdad. Por otra parte, y no sólo por la agonía de Billish, Muntras sospechaba; en un frío rincón de su ser, que la vida tal vez valiera menos de lo que él creía. Hubiese querido ser siempre un vagabundo, pero ahora había vuelto a casa…
Un rato más tarde, suspirando, el Capitán del Hielo se puso de pie y miró por la ventana abierta.
—¿Estás despierto, Billish? ¿Has visto a Div?
Un gorgoteo fue la respuesta.
—Ese pobre muchacho no sirve para la tarea, ésa es la verdad… —Volvió a sentarse en su banco, gimiendo. Tomó su copa y bebió. Era una pena que a Billish no le gustara el Exaggerator.
La luz lechosa aumentó. Las avispas del alba ronroneaban alrededor de las flores del albic. En la casa se oyó el crujido de una tabla.
—En alguna parte debe haber un mundo mejor… —dijo Muntras, y se durmió con un veronikano apagado entre los labios.
Ruido de voces. Muntras despertó. Vio que sus hombres se reunían en el patio para recibir su paga. Era de día. Todo estaba en silencio.
Muntras se irguió y se desperezó. Miró por la ventana la forma contraída e inmóvil de Billish sobre el lecho.
—Hoy es el día de los assatassi, muchacho. Lo había olvidado por tu culpa. La marea alta de los monzones. Deberías verlo. Es todo un acontecimiento aquí. Habrá una fiesta esta noche, una gran fiesta.
De la cama brotó una sola palabra, pronunciada a través de unos dientes apretados.
—Fiesta.
Los trabajadores tenían aspecto rudo. Miraban las gastadas piedras del suelo para que su jefe no se ofendiera por haber sido sorprendido mientras dormía. Pero a Muntras eso no le importaba.
—Acercaos. Dentro de poco no seré yo quien os pague. Será el turno del joven Div. Terminaremos pronto, y luego nos prepararemos para la fiesta. ¿Dónde está mi asistente?
Un hombre pequeño, de cuello alto y con el pelo peinado en una dirección opuesta a la de todos los demás, se adelantó deprisa. Traía un gran libro debajo del brazo y le seguía un stallun con una caja fuerte. Pasó entre los trabajadores empujándolos deliberadamente, mientras mantenía la vista fija en su amo, y sus labios se movían como si estuviera calculando ya cuánto se debía pagar a cada hombre. Su llegada hizo que los hombres formaran una hilera para recibir su modesta paga. Bajo esa extraña luz, sus caras parecían carentes de expresión.
—Ahora cobraréis vuestro salario, y luego se lo daréis a vuestras mujeres, o bien os emborracharéis como de costumbre —dijo Muntras. Se dirigía a los hombres que tenía más cerca, entre los cuales sólo veía a trabajadores comunes, y no a sus artesanos principales. Pero bruscamente una mezcla de indignación y piedad se apoderó de él y habló en voz más alta, para que todos pudieran oír—. Vuestras vidas pasan. No os movéis de aquí. No habéis estado en ninguna parte. Conocéis las leyendas de Pegovin; pero ¿habéis estado allí alguna vez? ¿Quién ha estado allí? ¿Quién ha ido a Pegovin?
Se apoyaron contra las piedras redondeadas, murmurando.
—Yo he estado en todo el mundo. Lo he visto todo. He ido hasta Uskutoshk, he visitado la Gran Rueda de Kharnabhar, he visto viejas ciudades en ruinas y vendido baratijas en los bazares de Pannoval y de Oldorando. He hablado con reyes, y con reinas tan hermosas como flores. Todo está al alcance de la mano, esperando al hombre que se atreva. Amigos en todas partes. Hombres y mujeres. Es maravilloso. He gozado de cada momento.
“El mundo es más grande de lo que podréis imaginar nunca, sepultados aquí en Lordryardry. En este último viaje he conocido a un hombre que ha venido desde otro mundo. Hay otros mundos además de Heliconia. Hay uno que gira alrededor de Heliconia, llamado Avernus: Y hay otros más allá, mundos que se pueden visitar. Como la Tierra, por ejemplo.”
Mientras hablaba, el pequeño empleado había colocado sus efectos sobre una mesa, debajo de uno de los albaricoques estériles, y había sacado la llave de la caja fuerte de un bolsillo interior. Y ahora el phagor colocaba la caja fuerte en su lugar, torciendo una oreja mientras lo hacía. Y los hombres se movían hacia la mesa, componiendo una hilera más ordenada al aproximar sus cuerpos. Y otros hombres entraban al patio y se unían al final de la cola, mirando con suspicacia a su jefe. Y así se mantenía el carácter reconfortantemente estructurado del mundo bajo las nubes purpúreas.
—Os digo que hay otros mundos. Usad vuestra imaginación. —Muntras golpeó la mesa.—¿No sentís de vez en cuando el deseo de viajar? Yo lo siento desde muy joven. Y ahora, en mi casa, hay un hombre venido de uno de esos otros mundos. Está enfermo; por eso no puede salir a hablar con vosotros. Podría contaron cosas milagrosas que ocurren muy lejos de aquí.
—¿Bebe Exaggerator ese hombre?
La voz había surgido de la fila de los hombres que aguardaban. Interrumpido en medio de su expansión, Muntras recorrió la hilera con el rostro enrojecido. Nadie sostuvo su mirada.
—Probaré lo que estoy diciendo —gritó Muntras—. Y tendréis que creerme.
Se volvió y entró bruscamente en la casa. Sólo el empleado demostraba alguna impaciencia, repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Luego miró a su alrededor, tironeó de su afilada nariz y alzó la vista al pesado cielo.
El Capitán del Hielo corrió hacia Billy, quien permanecía en su lecho, contorsionado e inmóvil. Aferró su muñeca petrificada, y descubrió que el reloj había desaparecido.
—Billish. —Se inclinó sobre él, lo miró, repitió suavemente su nombre. Tocó la piel helada, palpó la carne contraída.— Billish —repitió, pero ahora era una afirmación. Sabía que Billish estaba muerto, y también quién había robado el reloj, aquel cronómetro de tres caras que JandolAnganol tuvo alguna vez en sus manos. Sólo había una persona capaz de hacerlo.
“Ya nunca lo echarás de menos, Billy” —dijo en voz alta.
Se cubrió el rostro con su gran mano y pronunció algo que era una mezcla de plegaria y maldición.
Durante un momento, el Capitán del Hielo miró el cielo raso con la boca abierta. Luego recordó sus obligaciones, fue hasta la ventana e indicó con un gesto a su empleado que comenzara a pagar a los hombres.
Immya y su esposa entraron en la habitación.
—Nuestro Billish ha muerto —dijo Muntras con sencillez.
—Oh, querido, y precisamente el día de los assatassi… —dijo Eivi—. No esperes que lo lamente demasiado.
—Haré que lo lleven al sótano y lo pongan en hielo; mañana, después de la fiesta, lo enterraremos —dijo Immya, observando el cuerpo contraído—. Antes de morir me dijo una cosa que podría contribuir a la ciencia médica.
—Eres una muchacha capaz; ocúpate de él —dijo Muntras—. Podemos enterrarlo mañana, como dices. Un buen entierro. Mientras tanto, iré a ver las redes. La verdad es que me siento muy triste, por si a alguien le importa.
Sin mirar a las locuaces mujeres que suspendían redes de unos palos, el Capitán del Hielo caminó junto al borde del agua. Usaba botas altas y gruesas y tenía las manos metidas en los bolsillos. De tanto en tanto, una iguana negra saltaba contra él como un perro importuno. Muntras la alejaba con la rodilla, sin interés. En las aguas sonoras, las iguanas chapoteaban entre los gruesos haces de algas de color castaño, pataleando a veces para librarse de ellas. En algunos puntos se amontonaban unas encima de otras.
Compartían el melancólico abandono de sus posturas unos cangrejos velludos de doce patas que pululaban por millones. Esos cangrejos devoraban todo fragmento de comida algas o animales marinos— desechado por los reptiles, y a veces también a las iguanas jóvenes. El ruido característico de la costa de Dimariam era el roce de patas córneas contra escamas; el ritual de la vida humana se desarrollaba sobre el fondo de ese clamor, tan incesante como el ruido de las olas.
El Capitán del Hielo no pensaba en esos saturnianos habitantes de la costa; miraba hacia el mar, más allá de la isla ballenera de Lordry. En el puerto le habían dicho que alguien había robado, durante la noche, una pequeña balandra.
De modo que su hijo se había marchado, llevándose el reloj mágico como talismán, o tal vez para venderlo. Y se había hecho a la vela sin decir adiós.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Muntras, en voz baja, contemplando el mar púrpura, mortalmente sereno—. Supongo que por la razón habitual que induce al hombre a dejar su hogar. O no podías continuar soportando a tu familia, o bien querías aventuras, lugares extraños, sorpresas, mujeres desconocidas. Pues bien, muchacho: que tengas suerte. Nunca hubieras sido un destacado comerciante en hielo, eso es seguro. Esperemos que no te veas obligado a vender anillos robados para ganarte la vida…
Algunas mujeres, esposas de humildes trabajadores, le advirtieron que se situara detrás de las redes antes de que llegara la marea alta. Las saludó y se alejó del amasijo de cuerpos de iguana.
Immya y Abogado se harían cargo de la compañía. No eran las personas que más le gustaban, pero probablemente dirigirían la empresa mejor que él mismo. Más valía aceptar la situación. De nada servía amargarse. Aunque nunca se había sentido cómodo ante la presencia de su hija, reconocía que era una buena mujer.
Pero acompañaría hasta el fin a un buen amigo; se ocuparía de que BillishOwpin tuviera un decoroso entierro. No porque él o Billish creyeran en ningún dios. Sólo como un homenaje.
—Tenías toda la razón, Billish —murmuró en voz alta—. No has sido ningún tonto.
La Estación Observadora Terrestre no estaba sola en su órbita alrededor de Heliconia, ya que se movía entre escuadrones de satélites auxiliares. La principal misión de éstos consistía en observar sectores del planeta que no podían ser vistos desde el Avernus.
Pero sucedía que éste, dirigiéndose hacia el norte en su órbita circumpolar, se encontraba ahora sobre Lordryardry en el momento del entierro de Billy.
El funeral fue un acontecimiento popular. Lo cierto es que, a causa de la debilidad del ego humano, la muerte de otras personas no deja de producir cierto placer. La melancolía se cuenta entre las emociones más placenteras. Casi todos los tripulantes del Avernus contemplaron la ceremonia; incluso Rose Yi Pin, desde la cama de su nuevo amigo.
El consejero de Billy, con los ojos secos, pronunció una homilía de cien palabras bien medidas acerca de las virtudes de la aceptación de la propia suerte. Este epitafio fue también el epitafio de los movimientos de protesta. Con algún alivio, muchos olvidaron sus difíciles ideas de reformas y volvieron a sus tareas administrativas. Uno de los tripulantes escribió una canción triste acerca de Billy, enterrado tan lejos de su familia.
Había muchos avernianos enterrados en Heliconia: todos los ganadores de la Lotería de Vacaciones. Una pregunta muy repetida a bordo de la Estación Observadora Terrestre era hasta qué punto eso podía alterar la masa del planeta.