Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
Algo les preocupaba. Relajó sus miembros, dejó que su comprensión fluyera en el agua como su orina. Se sumergió profundamente con ellos en las aguas más frías. Ellos giraban a su alrededor en espirales, rozando por momentos su piel.
La reina esperaba poder ver a los monstruos del océano profundo. No había estado exiliada en Gravabagalinien el tiempo suficiente para ver siquiera una vislumbre. Sin embargo, los delfines parecían expresar que esta vez los peligros venían del oeste.
Ellos le habían advertido el vuelo mortal de los assatassi. Y ahora, aunque su percepción del tiempo no era la misma, le decían que algo se acercaba, lenta pero inexorablemente, y que pronto llegaría. Sintió una extraña excitación. Las criaturas respondían a ella. Cada temblor de su cuerpo se integraba a su música.
Comprendieron su curiosidad y la escoltaron mar adentro.
Ella miró a través del cristal de zafiro del mar. La condujeron hacia el borde de una plataforma sumergida, cubierta de algas que se inclinaban bajo la corriente. Pasaron entre ellas. Más allá había un gran espacio arenoso donde la multitud del séquito, en hileras sucesivas, miraba hacia el oeste.
Y más lejos, moviéndose con la cautela de las patrullas, estaba el regimiento íntegro, cuerpo contra cuerpo, ennegreciendo el mar hasta donde llegaba la vista y más allá. Nunca antes se había permitido a la reina una visión tan completa de toda la escuela, ni había comprendido ella cuán vasta era y cuántos individuos incluía. Del intrincado conjunto surgía una tremenda armonía de sonido que sobrepasaba el nivel del oído humano.
MyrdemInggala emergió a la superficie, seguida por la corte. Podría sumergirse tres o cuatro minutos, y también los delfines tenían necesidad de respirar.
Miró en dirección a la costa. Estaba lejos. “Un día —pensó—, estas hermosas criaturas que amo y en quienes puedo confiar, me llevarán muy lejos de la vista de los hombres. Cambiaré.” La reina no sabía si aquello que anhelaba era la vida o la muerte.
En la costa distante bailaban unas figuras. Una de ellas agitaba una tela. Al principio la reina se indignó, ya que se trataba de su vestido. Luego comprendió que era una señal. Sólo podía significar que se hallaban en problemas. Sus pensamientos, llenos de culpabilidad, se dirigieron a la pequeña princesa.
Se apretó los pechos en un gesto de súbito temor. Dijo una palabra de explicación a la corte de delfines antes de lanzarse hacia la costa. Sus familiares la siguieron; algunos se situaron ante ella en formación de cuña, generando de esta forma una estela que favorecía sus brazadas.
Su vestido estaba intacto sobre el trono custodiado por los phagors. Una de las criadas había desgarrado su propio vestido para agitarlo. Se lo puso de nuevo cuando MyrdemInggala salió del agua, sin el menor deseo de que alguien pudiera comparar su cuerpo con el de la reina.
—¡Un barco! —exclamó Tatro, ansiosa por darle la noticia—. ¡Viene un barco!
Desde una elevación, con el catalejo que ScufBar le llevara, la reina vio la embarcación. Hizo llamar a CaraBansity. Para cuando éste llegó, ya había otras dos velas a la vista, meros manchones en el oscuro horizonte occidental.
CaraBansity se frotó los ojos con su gran mano mientras devolvía el catalejo a ScufBar.
—A mi juicio, señora, la nave más próxima no es borlienesa.
—¿De dónde, entonces?
—Dentro de media hora podremos verlo con claridad.
Ella dijo:
—Eres obstinado. ¿De dónde es la nave? ¿No puedes identificar la insignia de su vela?
—Si pudiera, señora, pensaría que es la Gran Rueda de Kharnabhar. Y eso sería un disparate, porque entonces se trataría de una nave sibornalesa muy lejos de su hogar. Ella le quitó el catalejo.
—Es un barco de Sibornal. Y de buen tamaño. ¿Qué puede estar haciendo en estas aguas?
El deuteroscopista cruzó los brazos con expresión preocupada.
—Aquí no tienes defensas. Esperemos que se dirija a Ottassol y que sus intenciones sean buenas.
—Mis familiares me lo habían advertido —dijo la reina, gravemente.
El día llegaba a su fin. Lentamente, el barco avanzaba. En el palacio había una gran excitación. Se llevaron rodando barriles de alquitrán hasta un promontorio sobre la bahía donde la nave debería anclar si su destino era Gravabagalinien. Si la tripulación se mostraba hostil, al menos sería posible enfrentarse a ella arrojándole alquitrán ardiente.
Hacia el anochecer, la atmósfera se tornó más pesada. Ya no había dudas acerca del jerograma de la vela. Batalix se ponía entre aureolas concéntricas de luz. La gente entraba y salía del palacio. Freyr desapareció en la misma bruma que su compañero. El crepúsculo se prolongaba; la vela brillaba en el mar; ahora daba bordadas, avanzando contra el viento.
Con la oscuridad aparecieron las estrellas. El Gusano de la Noche despedía un resplandor vivaz, con el brillo opaco de la Cicatriz de la Reina junto a él. Nadie dormía. Temerosa, la pequeña comunidad aguardaba. Se sabía vulnerable.
La reina estaba sentada en su salón. En la mesa ardían altas velas de grasa de ballena. Intacto estaba el vino que una esclava sirviera en una copa de cristal coronada con hielo de Lordryardry. MyrdemInggala permanecía mirando la desnuda pared que tenía al frente, como queriendo leer el destino que le esperaba.
Su edecán entró e hizo una reverencia.
—Señora, hemos oído el tintineo de sus cadenas. Están bajando el ancla.
La reina llamó a CaraBansity y ambos descendieron hasta la playa. Se habían reunido allí varios hombres y phagors, para encender los toneles de alquitrán si era preciso. Sólo ardía una antorcha. La tomó y entró con ella en las aguas oscuras, sin preocuparse de que su vestido se mojara. Alzó la antorcha sobre su cabeza, y se dirigió hacia las otras luces que se aproximaban. De inmediato sintió en las piernas la suave caricia de sus familiares.
Con el ruido de las olas llegó el crujido de los remos.
La nave, con las velas arriadas, era apenas visible. Habían bajado un bote. La reina vio hombres que se esforzaban, las espaldas desnudas, sobre los remos. En el centro del bote había dos hombres de pie; uno sostenía una linterna y la luz iluminaba sus rostros.
—¿Quién se atreve a desembarcar aquí? —gritó la reina.
La ansiosa voz de un hombre le respondió:
—Reina MyrdemInggala, reina de reinas, ¿eres tú?
—¿Quién es? —preguntó ella. Pero había reconocido la voz antes de que su respuesta atravesara la distancia cada vez menor.
—Soy tu general, señora, Hanra TolramKetinet.
Saltó del bote y echó a andar por el agua hacia la costa. La reina hizo con la mano una señal para que los del promontorio no encendieran los barriles de alquitrán. El general apoyó su rodilla en la arena, y tomó la mano en que brillaba el anillo de la piedra azul. Llevó su otra mano a la frente, para sosegarse. La guardia phagor de la reina formaba un semicírculo; sus caras apenas se distinguían en la noche.
CaraBansity se adelantó, con cierta sorpresa, para saludar al acompañante del general. Abrazó a SartoriIrvrash y dijo:
—Tenía motivos para creer que estabas escondido en Dimariam. Por una vez, me he equivocado.
—Es raro que te equivoques, pero en esta oportunidad has errado por un continente respondió SartoriIrvrash—. Como ves, me he convertido en un gran viajero. Y tú, ¿qué haces en este lugar?
—El rey partió, pero yo me quedé. Durante un breve tiempo, JandolAnganol me dio tu antiguo puesto, y casi he muerto por ello. Me he quedado por la ex reina. Está terriblemente abatida.
Ambos hombres miraron a MyrdemInggala y a TolramKetinet, en cuyos semblantes no había sombra de abatimiento.
—¿Y su hijo, Roba? —preguntó SartoriIrvrash—. ¿Tienes noticias de él?
—Tengo y no tengo. —CaraBansity arrugó el entrecejo.—Hace algunas semanas llegó a mi casa de Ottassol, justamente después del vuelo mortal de los assatassi. Ese chico terminará por crear problemas. Le ofrecí un lugar para pasar la noche. —Iba a continuar, pero se interrumpió.— No le hables de Roba a la reina.
Mientras las dos parejas conversaban en la arena, el bote regresó a la carabela para traer a la costa a Odi Jeseratabahr y a Lanstatet. Cuando los remeros arrastraron el bote hasta más arriba de la marca de la marea alta, todo el grupo se dirigió de la playa al palacio, siguiendo a la reina y a TolramKetinet. Se habían encendido luces en algunas ventanas.
Odi Jeseratabahr fue presentada por SartoriIrvrash a CaraBansity, en términos muy cálidos. CaraBansity se mostró frío, manifestando de un modo claro que una almirante sibornalesa no podía ser bienvenida en suelo borlienés.
—Comprendo tus sentimientos —dijo con voz suave Odi. Estaba pálida y fatigada, con los labios exangües y él pelo enmarañado.
Se preparó una cena para los inesperados huéspedes. El general se reunió con su hermana Mai, y la abrazó. Ella se echó a llorar.
—Oh, Hanra, ¿qué será de todos nosotros? —dijo—. Llévame de regreso a Matrassyl.
—Ahora todo marchará bien —dijo su hermano con seguridad.
Mai se limitó a mostrarse incrédula. Deseaba librarse de la reina; no ser su cuñada.
Comieron pescado, y luego carne de ciervo con salsa de gwing-gwing, y bebieron vino que las fuerzas del rey habían respetado, enfriado con hielo de Lordryardry. Durante la cena, TolramKetinet contó algo acerca de los sufrimientos del Segundo Ejército en la jungla; de vez en cuando se volvía hacia Lanstatet, sentado junto a su hermana, solicitando su opinión acerca de algún incidente. La reina apenas parecía escuchar, aunque era la destinataria de la narración. Comía poco y su mirada, protegida por sus largas pestañas, casi no se levantaba de la mesa.
Más tarde tomó un candelabro de peltre y dijo a sus invitados:
—La noche se acorta. Os conduciré a vuestras habitaciones. Agradezco vuestra presencia más que la de mis anteriores visitantes.
Los soldados y Lanstatet fueron alojados en la parte posterior del palacio. SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr, en una cámara próxima a la de la reina, que cedió a Odi una criada para que la atendiera y vendara sus heridas.
Una vez cumplidas estas disposiciones, MyrdemInggala y TolramKetinet quedaron solos en el salón.
—Temo que estés fatigada —dijo él en voz baja, mientras subían las escaleras. Ella no respondió. Su figura no denotaba cansancio sino una energía contenida.
En el pasillo, las persianas de madera golpeteaban contra las ventanas abiertas. Se oyó el grito de un ave madrugadora. Mirando hacia atrás por encima del hombro, ella dijo:
—No tengo marido, ni tú esposa. Tampoco soy reina, aunque aún me tratan como si lo fuera. Y ni siquiera he sido una mujer desde mi llegada a este lugar. Lo que soy, lo sabrás antes de que acabe la noche.
Abrió de par en par las puertas de su alcoba y le indicó que entrara.
Él se detuvo, vacilante.
—Por la Observadora…
—La Observadora contemplará lo que quiera contemplar. Mi fe ha caído de mí, como lo hará este vestido.
Cuando él entró, ella se desabrochó el cuello de la túnica y la abrió, dejando al descubierto unos pechos perfectos con pezones rodeados por grandes aréolas oscuras. Él cerró la puerta a sus espaldas, y pronunció el nombre de ella.
MyrdemInggala se entregó con un esfuerzo de su voluntad.
Durante lo que quedaba de la noche, no durmieron. Los brazos de TolramKetinet rodeaban su cuerpo, y su carne estaba dentro de su carne.
Y ésa fue, finalmente, la respuesta a la carta que ella enviara por medio del Capitán del Hielo.
La mañana siguiente trajo peligros olvidados la noche anterior. El Unión y el Buena Esperanza se acercaban al puerto indefenso.
A pesar de la crisis, Mai insistió en tener para ella a su hermano durante media hora; mientras le explicaba las miserias de la vida en Gravabagalinien, TolramKetinet se quedó dormido. Para despertarlo, la muchacha le arrojó un vaso de agua. Enfurecido abandonó el palacio y se dirigió a la costa a reunirse con la reina, quien permanecía junto a CaraBansity y a una vieja criada, contemplando el mar.
Los soles estaban en distintos sectores del firmamento, brillando con una intensidad peculiar, debida tal vez a que pronto se ocultarían detrás de las negras nubes de lluvia que ascendían en el cielo. Dos velas centelleaban en esa luz actínica.
El Unión estaba cerca; el Buena Esperanza, a menos de una hora de navegación; eran bien visibles los jerogramas en sus velas desplegadas. El Unión había achicado un poco su velamen para que la otra nave lo alcanzara.
Lanstatet y sus hombres estaban descargando equipo de la Plegaria.
—Ya vienen, ¡que Akhanaba nos ayude! —gritó a TolramKetinet.
—¿Qué hace esa mujer? —preguntó el general.
Una anciana servidora de la reina, la antigua ama de llaves del palacio de madera, ayudaba a los hombres de Lanstatet. Era su forma de expresar su dedicación a la reina. Desde la cubierta un hombre dejaba caer toneles de pólvora por una rampa. La anciana dirigía los toneles cuesta abajo, dejando a un soldado libre de cumplir otras misiones.
—Estoy ayudando, ¿qué te crees? —respondió. Pero se distrajo. El siguiente tonel rodó fuera de la rampa y golpeó a la anciana en el hombro, derribándola de cara contra el suelo.
La levantaron, sin que dejara por un instante de protestar, y la ayudaron a sentarse sobre un cofre. La sangre corría por su rostro. MyrdemInggala acudió a su lado para atenderla.
Mientras la reina se arrodillaba junto ala vieja criada, sintió la mano de TolramKetinet sobre su hombro.
—Mi llegada te ha traído problemas. No era ésa mi intención. Tal vez habría sido mejor que me hubiese dirigido directamente a Ottassol.
La reina, sin responder, puso en su regazo la cabeza de la anciana: tenía los ojos cerrados, pero su respiración era regular.
—Espero que no lo lamentes.
Se volvió hacia él con expresión de angustia.
—Hanra, no lamento la noche que hemos pasado juntos. Era mi deseo que así fuera. Creí estar libre de Jan. Pero no logré lo que esperaba; y soy yo quien tiene la culpa de eso, no tú.
—Estás libre de él. Se ha divorciado, ¿no es verdad? —Hanra parecía enojado.— Sé que no soy un buen general, pero…
—¡No es eso! —replicó ella con impaciencia—. Nada tiene que ver contigo. ¿Qué me importa a mí que hayas perdido tu maldito ejército? Hablo de un vínculo, un estado que compartieron dos personas durante varios años… Algunas cosas no se acaban cuando lo deseamos. Jan y yo… Es como no poder despertar… No sé cómo expresarlo… No soy capaz…