Falsas ilusiones (5 page)

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Authors: Teresa Cameselle

BOOK: Falsas ilusiones
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—Se empieza incumpliendo una promesa y se acaba por desbaratar todos los buenos propósitos que uno se hace.
Diana sabía que estaba pensando en su advertencia de que no volvería a besarla hasta que estuvieran casados. Esperó en vano que lo hiciera. Notó que se le erizaba el vello de la nuca y que la sangre le latía fuerte en el cuello y las sienes. Le faltaba el aire y comenzó a respirar por la boca, ansiosa, estremecida. Pero Fernando no la tocaba. Sólo permanecía allí, quieto, mirando la calle por encima de su hombro.
—Hay algo importante que debes saber sobre mí —se decidió a decir ella. Cualquier cosa con tal de detener aquella tortura—. Ocurrió algo... un... incidente... En Cádiz —Fernando asintió, para hacerle saber que la escuchaba atentamente, pero no se separó de ella ni se volvió para mirarla—. Había un marino... un teniente... Él... eh... me cortejaba.
—Parece que tu pasado está lleno de marinos persiguiéndote —trató de bromear Fernando, consciente de que Diana estaba muy nerviosa y de que el hecho de que escogiera tanto las palabras significaba que lo que estaba a punto de confesar era verdaderamente grave para ella.
—Ocurrió en una recepción. Estuvimos hablando y bailando. Hacía mucho calor y él me convenció de que paseáramos por los jardines. Nos alejamos bastante de la casa, yo suponía que pretendía besarme y no pensaba ponerle impedimentos. —Según iba narrando el suceso, enderezaba la espalda, con expresión adusta bajo el velo, del que sólo asomaba el mentón firme, la voz ahora clara y concisa, casi mecánica—. Estaba decidida a aceptar una proposición de matrimonio, convencida de que sería lo que recibiría tras el beso. Fui una ilusa.
—¿Le amabas? —La voz de Fernando le llegaba como desde muy lejos, repitiendo una pregunta que ella se había hecho mil veces.
—No lo sé y ahora ya no tiene importancia. Nunca creí que un hombre pudiera ser tan ruin. A lo mejor, hasta tendría que agradecerle haberme abierto los ojos.
—¿Sucedió algo... irreparable?
Diana volvió el rostro hacia él, tan cercano, que su velo le tocaba los labios.
—Por supuesto que no. Nos interrumpieron en el primer beso, que por cierto estaba resultando bastante decepcionante. —Incapaz de seguir quieta teniéndolo tan cerca, Diana se alejó dos pasos y se deshizo del sombrero y el velo, dejándolos sobre una antigua consola de caoba—. El chisme corrió como la pólvora por la recepción y, en pocas horas, por todo Cádiz. Mi padre exigió una reparación, claro, y entonces ese... ese... teniente —masticó la palabra como si fuera un insulto, tan indignada que de nuevo volvía a costarle mantener el hilo de la narración— dijo que no había ocurrido nada, y que por lo tanto nada se le podía exigir. Que en todo caso, si mi padre no había sabido educar a su única hija y la dejaba coquetear y pasearse por rincones oscuros con el primero que se le acercaba, era responsabilidad suya y mía, y que con esas artimañas no lograría casarme ni hacer de mí una mujer decente.
La habitación se había ido quedando casi a oscuras y Fernando ya no podía ver el rostro de Diana, sólo escuchar su respiración agitada. Sí tenía motivos, como él ya había sospechado, para tener tan mal genio y la lengua tan afilada. Y lo peor era que por culpa de aquel desgraciado, ahora ella desconfiaba de todo el género masculino. Suerte que él nunca había tenido intenciones de enamorarla. La mala noticia era que sí había pensado en seducirla, y ahora se sentía muy mezquino por ello.
—¿Qué hizo tu padre? Espero que como poco le partiera la cara a ese mentecato.
—No quería dar más motivos a los chismosos, pero sé que le puso las cosas tan difíciles en su destino, que al poco pidió el traslado, y no fue precisamente a un sitio de su agrado.
Ahora su voz ya sonaba más relajada, casi risueña. En el exterior se encendieron las farolas de gas y su luz difusa poco a poco se introdujo en la estancia, iluminando apenas sus rostros.
—Esto no era necesario, ¿sabes?
—En algún momento, el rumor nos seguirá hasta aquí. Ese hombre de antes, Torres, lo sabe, y con lo furioso que se ha ido, probablemente ya lo esté propagando. Tarde o temprano, esto terminará salpicándoos a ti y a tu familia.
—No me importa. Tú me has contado tu versión, yo creo en ti, y estoy dispuesto a acallar a todos los murmuradores de aquí al cabo de Gata.
—No será tarea fácil, y no es justo para ti. Ya sabes el dicho, la mujer del césar no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo.
—Yo no soy ningún césar y, siento decírtelo, no te vas a librar de mí tan fácilmente.
—Tus padres...
—Mis padres no pondrán objeciones. Me consideran un caso perdido y me casarían con cualquiera que parezca capaz de enderezarme. Y tú, sin duda, lo eres.
—Pero las habladurías...
—No les importarán. Aprecian a tus padres y están deseando emparentar con un coronel.
Diana se volvió a acercar a la galería, dejando que su mirada se perdiera más allá de los cristales, en algún punto inalcanzable.
—¿No podemos huir de nuestras familias y sus inagotables exigencias?
—¿Juntos tú y yo?
Sólo cuando él repitió sus palabras comprendió el sentido que les había dado.
Fernando estaba cerca de nuevo, muy cerca, y Diana no pudo evitar morderse el labio inferior con un ademán tan coqueto como tentador.
—Debería irme —dijo, sin hacer ademán de intentarlo.
—Sí, deberías. —Fernando dejó que una sonrisa lenta se extendiera por su rostro moreno—. No sigas esperando un beso que no te voy a dar.
—¿Cómo se te ocurre?
—Tendrás que ser tú quien levantes tu propia prohibición. Yo no he roto ninguno de nuestros pactos. Ni flores ni dulces. Has sido tú la que has empezado con las cartas perfumadas, y ahora te quedas ahí quieta, mirándome, pidiéndome en silencio que te bese. —Fernando abrió los ojos y las manos, gesticulando para darle a entender que se había vuelto loca.
Diana no supo si reír o abofetearlo.
—No entiendo nada de lo que dices.
—Me prohibiste que te besara hasta estar casados, el cielo y tú sabréis por qué.
—Tú y yo no nos conocemos. No sé si me gustas. En realidad, me disgustabas bastante al principio...
—Sólo por una metedura de pata. —Hizo un gesto hacia sus botines de charol, que Diana había vuelto a ponerse a propósito, a pesar de que ya había aparecido el resto de su calzado.
—Aún puedes bromear con eso. Me caí y me hice daño, y ni siquiera me ofreciste una mano para levantarme. Sólo pensabas en tus sardinas.
—Para el pescador que las sacó del mar, tenían bastante más valor que tu trasero dolorido.
—Grosero.
—Debo reconocer que a mí sí me gustas, y cada vez que me insultas, me gustas más.
—Estás loco. Me voy antes de que me contagies.
Diana tiró de sus faldas y extendió la mano para coger su sombrero, pero Fernando la detuvo, enlazándola por la cintura.
—Si me besaras tú, yo no sabría resistirme.
—No voy a hacerlo.
La ciñó contra su cuerpo, obligándola a doblar la espalda hacia atrás para mirarlo a los ojos.
—¿No quieres probar cómo será? En menos de un mes estaremos casados, y entonces no podrás negarte a nada de lo que te pida, y te aseguro que será mucho más que un beso.
—Calla.
—¿No quieres un pequeño adelanto? ¿Probar el dulce sabor de la luna de miel antes de que llegue? Si no te gusta, prometo buscar una forma efectiva de romper este compromiso.
Todos los sentidos de Diana se pusieron alerta ante sus palabras. No estaba segura de que él lo dijera en serio, aún más, estaba convencida de que trataba de engañarla, pero no tenía nada que perder. Podía besarlo y fingir desagrado, incluso repulsión; no era mala actriz cuando se trataba de lograr algún beneficio. Lo acababa de pensar y ya le había echado los brazos al cuello y unido sus labios a los suyos.
Por unos segundos, Fernando dejó que ella lo besara, permaneciendo casi impasible. Fue un beso corto, como el que se le da en un moflete a un niño pequeño, con la boca cerrada formando una
o
apretada. El beso menos sensual del mundo. Pero ahora la tenía exactamente donde quería, y no se iba a librar tan fácilmente.
Su mano grande, abierta, abarcaba toda la cintura de Diana en su espalda, subió la otra para sujetarla por la nuca, masajeándosela con dedos suaves. Le besó las mejillas, el mentón y el cuello, para luego volver a sus labios, que besó con suavidad, chupándole primero el superior y luego el inferior. Después, introdujo la punta de la lengua entre sus dientes. La sorpresa hizo que Diana tratase de protestar y él aprovechó para apoderarse de toda su boca, saboreándola, buscando su lengua para tentarla, para enseñarle lo que era un beso de verdad. Sus labios seguían moviéndose sobre los de ella, ardientes y húmedos, mientras su lengua entraba una y otra vez en su cálida cavidad, hasta que Diana suplicó que se detuviera casi con un gemido.
—No... —murmuró, con la frente sudorosa apoyada contra el pecho de Fernando, humedeciendo su impecable camisa—. No me ha gustado. Nada.
—Lo he notado.
—No vuelvas a hacerlo.
—Por nada del mundo.
Cuando él la soltó, por un momento sintió que la habitación giraba a su alrededor. Por suerte, al momento dejó de hacerlo y aunque con manos temblorosas, pudo ponerse el sombrero y colocarse el corto velo gris.
—¿Me acompañarías a mi casa?
—No pensaba dejarte ir sola.
Los dos recordaron al momento el incidente con el marinero Torres. Mientras bajaban la escalera, Fernando pensó la manera adecuada de hacerle saber al coronel Tejada que su subalterno se había portado de una manera incorrecta con su hija, y al mismo tiempo no descubrir su cita de aquella tarde.
—Diremos que nos hemos encontrado en la librería y me he ofrecido a acompañarte a casa al ver que había oscurecido.
Diana aceptó, asintiendo con la cabeza, y los dos iniciaron el camino de regreso en dirección a su casa, en la calle San Agustín.

 

Pensativa, Diana jugueteaba con la pulsera que le habían regalado aquella tarde sus futuros suegros, escenificando así una petición de mano de lo más correcta, con merienda en casa de la novia e intercambio de presentes.
—¿No te gusta? —Diana levantó el rostro para mirar a Fernando, que se había detenido a su lado, dirigiéndole la palabra por primera vez en la tarde—. La miras como si fuera un perro rabioso dispuesto a morderte.
—No digas tonterías. Por supuesto que me gusta. Ya se sabe que a las mujeres se nos compra fácilmente con chucherías.
Fernando enarcó una ceja, recordando con un estremecimiento la pequeña fortuna en billetes de banco que se había dejado en la joyería. Y ahora ella la llamaba chuchería, nada menos. Y la miraba como si fueran las esposas de un reo camino del cadalso.
—Estás a tiempo de volverte atrás. Buscaremos entre los dos alguna salida convincente.
—Es la segunda vez que me lo ofreces en pocas horas. Se diría que eres tú el desesperado por romper este compromiso.
Diana lanzó una mirada preocupada hacia el otro lado de la habitación, donde las dos parejas de futuros consuegros charlaban animadamente, ignorando por completo a los novios.
—A mí me conviene, ésa es la verdad. —Fernando se sentó a su lado, en una butaca tapizada, de alto respaldo, que los envolvía, haciendo que sus muslos y costados se tocasen inevitablemente—. Como creo que no eres de las que se escandalizan con facilidad, te diré que ya he tenido todas las aventuras que he querido, y que de un tiempo a esta parte las mujeres ya no resultan un aliciente para mí. Debo casarme, por supuesto, y afrontar la tarea de dar un heredero al ilustre apellido Novoa. Si además mis padres me facilitan el trabajo eligiéndome la novia, y ésta resulta de mi gusto, ¿de qué me voy a quejar?
—Eres un grosero.
—Soy tu única oportunidad de casarte bien.
—¿Y si yo no quiero casarme? Ni contigo ni con ningún otro.
—¿Has pensado tomar los hábitos?
—Por supuesto que no.
—Mejor. Serías una monja horrible, mandona y amargada.
Diana quiso ponerse en pie, pero él la sujetó por una mano, que se llevó al pecho, acunándola contra su corazón.
—¿Preferirías que te dijera que ya sólo late por ti? ¿Quieres que te escriba poemas y te inunde de rosas? No, acordamos que nada de flores, creo recordar.
No sabía por qué le divertía tanto hacerla sufrir de aquel modo. Quizá era el único resquicio de rebeldía que le quedaba contra aquel matrimonio impuesto. Sin embargo, razonó en un momento de lucidez, ella no era culpable, sino tan víctima como él.
—Déjame ir —ordenó Diana, debatiéndose entre la furia y las lágrimas—. No te soporto.
—Te contaré el plan que tengo preparado para restituir tu buen nombre.
Ella respiró hondo, tragándose las primeras lágrimas, y lo miró escéptica.
—Nada bueno puede venir de ti.
—Escúchame con atención. Nadie te conoce aún en la ciudad. No sales apenas a la calle. Y eso es lo que hay que cambiar. Todos los días a las cinco de la tarde vendré a recogerte. Pasearemos del brazo por la calle Real y los Cantones. Tú harás tus compras y recados, y después te invitaré a merendar en algún café elegante. Te presentaré a toda mi familia, amigos, vecinos y conocidos. Una vez te conozcan, estarán menos predispuestos a prestar oídos a las habladurías. Además, está el hecho de que eres mi prometida. Los Novoa tenemos fama de muchas cosas, pero no de tontos ni de aceptar gato por liebre.
Diana dio un respingo ante aquellas últimas palabras, volviendo a revestirse de una máscara de orgullo e indignación, a pesar del calor del pecho de Fernando que se filtraba por la fina tela de su camisa, calentándole la palma de la mano.
—¿Quieres decir que sólo por pasear contigo ya me convierto en una mujer decente?
—Más que eso. Te conviertes en alguien muy valioso. Un trofeo. —Fernando rió, brevemente divertido ante la forma en que ella lo fulminaba con miradas—. Te advierto que esto también te traerá los celos de amantes despechadas y la envidia de hombres que quisieran haber tenido mi suerte.

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