Desoyendo esa última frase, Diana tiró de su mano para recuperarla, y se la frotó con la otra, como si le hubiera entrado frío de repente.
—Saca tu libreta, tengo algo para que anotes.
Para su asombro, Fernando se abrió la americana y sacó del bolsillo interior una pequeña libretita con tapas de piel negra, y un lápiz.
—Presuntuoso —le espetó ella, sin poder evitar reírse mientras él lo escribía.
—Tienes una risa preciosa, deberías mostrarla más a menudo.
Para no contestar a sus palabras, Diana miró por encima del hombro lo que él iba anotando. En la hoja en blanco, había pintado una raya que la dividía en dos columnas. A la izquierda, aparecían varios insultos que ella recordaba haberle dicho en otras ocasiones. Al otro lado no había nada escrito.
—¿Para qué es la columna de la derecha?
—Para cuando me digas algún halago.
—Iluso —rió ella, y al momento, Fernando lo escribió en su libreta.
Aquella noche, de nuevo insomne, Diana no podía dejar de pensar en las palabras de Fernando. Había algo en especial que la molestaba. «Los celos de amantes despechadas», había dicho, el muy engreído. Porque, suponía Diana, aquello sólo eran palabras vanas, fruto de las ínfulas que a él le gustaba darse, de conquistador y seductor de mujeres de pocas luces. Claro que, por otra parte, tampoco sería descartable que algún romance hubiera tenido. Para sus adentros, podía reconocer que era apuesto de una manera bastante clásica, lo que compensaba con su sonrisa canalla y su comportamiento de rufián. Seguro que más de una había caído en la tentación de creer sus falsos cumplidos y se había dejado rondar por un tiempo. Las habría besado, claro, quizá algo más. Qué sabía una joven como Diana, protegida y encerrada en una jaula de oro, de lo que ocurría a solas entre un hombre y una mujer, si ambos estaban dispuestos a dejarse llevar por la lujuria. Ella había recibido un solo beso antes de conocer a Fernando, de aquel infame teniente, y no había nada bueno que recordar de la experiencia. Sin embargo, entre los brazos de su prometido había atisbado que el beso sólo era un principio, un preliminar que anunciaba placeres pecaminosos y prohibidos a los que una joven de poco carácter se podía dejar arrastrar si no tenía una fuerte formación moral y religiosa.
Se llevó una mano a la boca, acariciándose los labios, recordando el efecto de los de Fernando sobre los suyos, y entonces notó un disgusto que le nacía en el estómago y parecía comprimirle hasta los pulmones. Pensar en su bella boca posándose en la de otra, degustándola con placer, sus manos recorriendo otra espalda, otras caderas, susurrando palabras amorosas a otros oídos... ¿Eran eso los celos? Una sensación extraña, se dijo, tratando de analizarla. Ella no estaba enamorada, por supuesto que no, sabía cómo proteger su corazón. Y, sin embargo, sufría al pensar que lo que ahora era suyo, antes había sido de otras. Peor, que quizá ni siquiera ahora fuera suyo, puesto que ella poco le daba, y a regañadientes. ¿No había oído decir que los hombres buscan fuera de sus casas lo que no encuentran allí? No, ella no iba a permitir tal cosa. Su matrimonio no sería por amor, pero, una vez comprometidos, una vez que él le jurase respeto y fidelidad, Diana se encargaría de que toda su vida, Fernando hiciera honor a tal juramento.
Tal como se había comprometido a hacerlo, Fernando pasaba a buscarla para el paseo todos los días a las cinco en punto. La madre de Diana se empeñó en acompañarlos al principio, poco dispuesta a dar motivos para nuevas habladurías, pero el paso ligero de los jóvenes, sus largas caminatas calle arriba y calle abajo, o el repentino capricho de acercarse hasta el castillo de San Antón, o hasta la playa del Orzán agotaban a la buena mujer, que nunca había sido dada a los ejercicios gimnásticos.
En su deambular, Fernando siempre encontraba a algún amigo que presentarle a Diana, algún primo, algún empleado de su padre. La tentaba con pastelillos y bombones, y ella se consolaba pensando que, mientras caminaba, quizá se iba deshaciendo de la grasa añadida que los dulces dejaban en su figura. Nunca se quejaba, ni era quien pedía un descanso o un alto en el camino. A Diana le gustaba la actividad física, siempre había preferido cualquier tipo de quehacer que conllevase algún ejercicio a las monótonas horas en que la ataban al piano desde niña, motivo por el que tanto aborrecía aquel instrumento. Lo único que podía mantenerla quieta eran los ratos que dedicaba a pintar, ésa era su verdadera afición. Pasando los días, se animó a llevar un cuaderno y un carboncillo y, arriesgándose a las burlas de Fernando, en los momentos de descanso hacía pequeños bosquejos del paisaje, ya fueran los nuevos Jardines de Méndez Núñez, o el mar batiendo salvaje en Riazor. Sabía que no pintaba mal, y la forma en que Fernando la miraba mientras su dibujo iba cobrando vida, y cómo asentía cuando ella se lo acercaba para mostrárselo, era suficiente para alentar su orgullo.
Las mañanas las pasaban cada uno dedicado a sus tareas. Fernando trabajando en la oficina, batiendo un inusitado récord de días continuados siendo puntual, y Diana en el trajín de compras a las que la arrastraban su madre y su suegra.
La casa ya estaba siendo amueblada, más al gusto de las dos mujeres mayores que de la futura esposa. Se habían confeccionado cortinas, tapizado sillas, elegido cuberterías y cristalerías. Su madre había encargado las más finas mantelerías y juegos de sábanas, y su suegra se ocupaba de escoger lámparas y menaje de cocina. Habían buscado una cocinera y una chica para todo, que pronto se instalarían en la casa y se ocuparían de tenerla a punto para la pareja.
Olvidando ya las extrañas circunstancias en que se habían conocido, su reticencia inicial y sus propósitos de romper el compromiso si surgía la ocasión propicia, los novios se dejaban arrastrar por aquella marejada de preparativos para una boda que todos estaban dispuestos a celebrar cuanto antes. Sus familiares tenían fundados motivos para sospechar lo peor de su rápido acatamiento, y no querían darles la menor oportunidad de echarse atrás en sus promesas.
Aburrida, Diana escuchaba cómo su madre y su futura suegra negociaban con la cocinera las labores que la mujer debía llevar a cabo y el salario que se le pagaría.
—¿Y se le da a usted bien la repostería? —preguntó doña Juana, para asombro de la mujerona, que la doblaba en altura y peso—. Es que mi hijo es muy goloso.
—Ay, señora, yo le hago muy buen caldo, y tampoco me sale mal el asado, y el arroz. Y también hago una empanada de chuparse los dedos. Y unas
parrochiñas afogadas
...
[3]
—Nada de eso, Maruja, a mi hijo ni una sardina en la mesa, que no puede ni verlas.
Diana salió de la cocina conteniendo una carcajada con la mano sobre la boca. Sardinas. Sí, no le extrañaba que Fernando no quisiera comerlas, después de las jornadas que había pasado acarreándolas en el puerto. Que era goloso ya lo había descubierto ella, y mucho se temía que si seguía aceptando sus invitaciones cada vez que pasaban por una confitería, pronto se pondría tan oronda como la pobre cocinera que allí se quedaba, asaeteada por las madres de los novios a preguntas y consejos, recetas y trucos de cocina, a ella, que era la profesional.
Se asomó a la alcoba principal, contemplando con ojo crítico los muebles que aquella misma mañana habían llevado. La cama tenía un inmenso cabecero de roble labrado, y ya la doncella la había hecho, cubriéndola con una colcha de piqué de un blanco inmaculado. En pocos días, Fernando y ella y dormirían allí, juntos. Un escalofrío le subió por la espalda y le erizó la piel de la nuca. Nunca imaginó semejante intimidad con un hombre al que apenas acababa de conocer.
Al fondo, sonaron fuertes golpes en la puerta que la sobresaltaron. Por el pasillo, llegaron voces rudas de los porteadores de la casa de carpintería que les estaba suministrando a marchas forzadas muebles nuevos, que se mezclaban en buena armonía con algunas piezas antiguas traídas por los Novoa de su pazo en tierras cercanas a Compostela.
Se adentró en la alcoba, acariciando la pulida madera de la cómoda que su suegra le había regalado, y que pertenecía desde hacía cien años a la familia Novoa, pasando de madres a hijas. Diana se sentía abrumada por todas las atenciones y el aprecio que su futura familia política tenía con ella, y no sabía muy bien cómo corresponder. Por una vez en la vida, se avergonzaba de su forma de ser, fría y altanera, poco cariñosa, egoísta. No necesitaba mirarse en un espejo para ver lo que los demás veían. Se conocía demasiado a sí misma. Lo que no sabía era si aún podía cambiar, si podía convertirse en la hija que los Novoa se merecían.
Sin embargo, algo se había roto en ella debido al incidente de Cádiz. Aquella antigua sensación de vivir dentro de una cómoda burbuja, donde nada podía dañarla ni salpicarla siquiera, había desaparecido. Finalmente, era consciente de sus defectos y culpaba a sus padres por haberla consentido toda su vida. Ser hija única había supuesto que la colmasen de atenciones y nunca le negasen nada, por descabellado que fuera su propósito. Ahora que por una vez la obligaban a plegarse a sus deseos, se rebelaba contra aquel matrimonio impuesto, con un sentimiento de volcán en erupción que le ardía en el pecho, y no encontraba otra persona en quien volcar su frustración que su futuro esposo. No sería de extrañar si el novio salía huyendo antes del día fijado para que se unieran ante el altar. Ella se lo habría ganado a pulso.
—Parece cómoda. —Fernando entró de repente en la alcoba, como invocado por sus pensamientos. Caminó despreocupado hacia la gran cama que la presidía y se tumbó sobre ella, con los zapatos sobresaliendo apenas unos milímetros de la colcha inmaculada. Cuando Diana se volvió para mirarlo, él golpeó con la palma de la mano el espacio a su lado, invitándola a recostarse con él.
—¿Cuándo has llegado?
—Con los carpinteros. ¿Vienes?
—¿Estás loco? Tu madre y la mía están en la cocina.
—Lo sé, he venido a buscar a mi madre para llevarla a casa.
Se removió en el mullido colchón, cruzando los brazos por detrás de la cabeza. Con un suspiro de placer, entornó los ojos, como dispuesto a dormir una siesta.
—Levántate de ahí. ¿Qué pensarán si te ven?
—Cierra la puerta y así nadie me verá.
Diana pareció sopesar sus palabras y al momento cerró la puerta, apoyando la espalda contra ella y mirando con gesto pensativo a su prometido.
—Quería decirte una cosa...
—Desde aquí no te oigo bien, creo que me estoy quedando sordo como mi abuelo Jenaro, que usa una trompetilla y ni así se entera de nada. —Fernando se tocó los oídos, haciendo gestos exagerados de preocupación. Diana golpeó el suelo con un pie, enfadada, no había forma de hablar en serio con aquel hombre ni un momento. Al final, caminó hasta la cama y se sentó en el borde, pegada a los pies, lo más lejos posible de Fernando.
—Ayer, en el Café Oriental...
—Sí, lo sé. Mis amigos pueden ser muy pesados, ya sabes lo que se dice de las confianzas excesivas. Lo siento.
Y eso era lo que su prometido pensaba de ella. Que iba a quejarse de sus amigos, que tan amables y simpáticos se habían mostrado.
—No, yo soy la que lo siente —reconoció, a pesar de que las palabras casi se negaban a salir de su boca. No estaba muy acostumbrada a pedir disculpas—. No tengo facilidad para entablar conversación con desconocidos. Me aburren los tópicos y me cuesta mucho expresar opiniones sinceras sin saber cómo van a ser recibidas.
—Ésa es la herencia gallega de tu padre. —Fernando se incorporó, sentándose a su lado y cogiéndole las manos sobre el regazo. Se alegraba de que le hubiera hecho aquella confesión, era muy importante para él ver que ya no lo consideraba dentro del grupo de los «desconocidos» ante los que no sabía de qué hablar. La confianza era un buen principio para una pareja bien avenida—. Ya tendrás tiempo de conocerlos, aunque te advierto que hay un par de señoritas que te arrancarían los ojos por ser mi prometida.
—Pero qué fatuo. —Diana retiró sus manos de las de Fernando y se puso en pie, agarrándose a la bola que coronaba la esquina del pie de la cama—. Di más bien que se sentirán aliviadas de librarse por fin de tus atenciones.
—Espera un momento. —Fernando metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó la libreta que Diana ya conocía demasiado bien—. A este paso, me quedaré sin hojas.
—Puedes utilizar la columna de la derecha. Aún no he encontrado nada que debas escribir en ella.
—Tampoco soy tan malo. —Sin que ella lo pudiera evitar, la agarró por las caderas, sujetándole las piernas entre sus muslos abiertos—. Algo habrá que te guste de mí.
Diana se inclinó, apoyando las manos en sus hombros, como si fuera a besarlo.
—Cuando estás callado —aseguró.
—Puedes taparme la boca cuando quieras.
Fernando entreabrió los labios y se pasó la punta de la lengua por el inferior. Hipnotizada, Diana miraba el surco húmedo sobre la piel rosada y decidió que tenía que probarlo. Era una locura, una insensatez, una indecencia, pero tenía que saber si lo había soñado o si era cierto el recuerdo que tenía del beso que él le había dado en aquella misma casa, días atrás.
—Podría entrar alguien —susurró, casi contra su boca.
Fernando no le dio opción de echarse atrás.
Y sí, era tal como lo recordaba, tal como lo soñaba despierta cada noche. Fernando besaba con el mismo deleite y placer con que se comía un pastel, saboreándola como si ella fuera el bocado más dulce; acariciando, mordisqueando y lamiendo sus labios. La marea de sensaciones era tan intensa, que Diana no supo cuándo la giró sobre sus piernas, cuándo la tumbó sobre la cama y se inclinó sobre ella, sin dejar de besarla, sin dejar de estrecharla contra su pecho con un brazo, mientras con la mano libre le acariciaba la cara, el cuello y bajaba por el escote de su vestido, abriendo botones, buscando la piel suave y delicada que Diana ocultaba hasta del sol. El aire comenzó a faltarle y sentía que su cuerpo ardía como con fiebre, pero ni con sus quejas él se detenía ni un segundo. Su boca siguió el camino de su mano, dejando un rastro húmedo en su cuello, bajando por sus clavículas en busca del valle entre sus senos, a los que el ceñido vestido no lo dejaba acceder. Gruñó de insatisfacción al encontrarse ante aquella barrera insalvable, pero al momento ya estaba buscando otras vías para su libidinoso ataque. Su mano incansable se introdujo bajo las larguísimas faldas de su prometida, buscando la piel suave de sus muslos, subiendo entre ellos hasta que la inocencia pudo más que la pasión, provocando el rechazo de Diana, que se alejó de él conteniendo un grito de sorpresa. Se quedaron mirándose, uno a cada lado de la cama. Ella con la espalda pegada al cabecero, Fernando a los pies, respirando ruidosamente, como un felino tras una larga carrera, que observa a su presa aguardando aún el momento de darle caza.