Y ahora... ahora, alguien tan malcriado, consentido y presumido como ella sería su esposo. Y encima parecía divertirle la idea. De sus temperamentos sólo podían esperarse batallas campales a diario. No había nacido aún el hombre que pudiese dominarla, y menos con aquellas maneras.
¿Quedaba, quizá, una forma de romper ese compromiso incipiente? Si en un rapto de honestidad le confesaba al novio el incidente de Cádiz, ¿sería suficiente para arredrarlo? Él parecía muy decidido a llevar a cabo ese matrimonio. El porqué, Diana no podía siquiera imaginarlo. Lo fácil sería suponer que había caído rendido ante sus encantos, pero desde luego, de ser así, no daba muestras de ello. Más bien parecía verla como un reto, una montaña que escalar, un desierto que cruzar. Bien, si él buscaba desafíos, los iba a encontrar.
Asomado al balcón a la misma hora nocturna, e igualmente desvelado, Fernando fumaba un cigarro mientras su cabeza daba vueltas y vueltas sobre la forma en que su vida había dado un cambio radical en un solo día.
Como hijo primogénito de un acaudalado industrial, Fernando también había tenido siempre todo lo que había querido. Las mujeres lo perseguían desde su tiempo de colegial, y eran tantas sus conquistas, que incluso había empezado a perder el interés. Sólo cierta viuda había logrado entretenerlo últimamente. Era una mujer hermosa y sensual, una auténtica meretriz en la cama y toda una dama fuera de ella. Pero ahora, al recordarla, la encontraba mayor, resabiada y demasiado experta, en comparación con su prometida.
Su prometida. Increíble palabra que no había pensado tener que pronunciar aún en unos cuantos años. No tenía nada en contra del matrimonio, en realidad, reconocía que, para un hombre, estaba lleno de ventajas. Una esposa era garantía de un hogar ordenado, limpio y cómodo. Hijos que heredarían su apellido y sus bienes, y una cama caliente al final del día. La mujer no tenía voz ni voto y sólo existía para hacerle la vida más fácil a su amo y señor, evitarle las molestias cotidianas, y complacerlo en todas sus necesidades y caprichos.
Pero algo, un instinto, un radar resonando en el fondo de su cerebro, le advertía que Diana no sería esa clase de esposa. Vivir con ella sería una lucha continua de voluntades; dormir con ella, hacerlo en un lecho de espinas.
Aún quedaba la posibilidad de que su madre se repusiera de su dolencia. Aquella noche la había visto mucho más animada, ni sombra de la enferma que horas antes le había rogado verlo casado antes de dejar este mundo. Y, en todo caso, aunque no hubiera una curación milagrosa, si su pronóstico mejoraba, quizá pudiese alargar aquel noviazgo con excusas o impedimentos varios. Dejaría trabajar a su imaginación.
Desde luego, la novia no parecía bien dispuesta al enlace. Por una vez, los encantos y el verbo fácil de Fernando no le habían servido de mucho, y eso en el fondo le dolía. Conquistar a Diana podía ser un entretenimiento para las semanas venideras. Con las mujeres nunca se sabía, a lo mejor el amor la volvía dócil y maleable. A lo mejor, también, alguna vez nevaba en el infierno.
De haber sabido la locura en que la iba a sumergir aquella idea de casarse apresuradamente, Diana nunca hubiera aceptado.
Durante toda la semana, su madre la llevó de aquí para allá en un frenesí de compras para su ajuar, de preparativos para la ceremonia y el pequeño banquete posterior, y de mil quehaceres que a Diana la sacaban de quicio por parecerle inútiles y superficiales.
Su futura suegra no mejoraba las cosas. A pesar de que la señora de Novoa arrastraba desde tiempo atrás una grave enfermedad que debería tenerla postrada, se entregó a los preparativos con igual o superior fervor que su propia madre. Los Novoa eran dueños de un bonito edificio de viviendas en la calle Real, de las cuales oportunamente, había quedado vacío el primer piso principal y, siendo perfecto para el joven matrimonio, se pasaba los días entrando y saliendo de allí, recibiendo a tapiceros, escayolistas, pintores, y toda clase de especialistas en decoración, para dejar el piso reluciente y a la última moda, como regalo de bodas de los padres del novio para la pareja.
El viernes, cuando Diana salía por enésima vez de casa de la modista, de probarse mil y un modelos, de elegir telas, encajes, cintas, guantes, pañuelos y un sinfín de cosas que no necesitaba y que ni siquiera disfrutaba escogiendo, decidió que tenía que poner fin a aquella locura.
Al llegar a casa, redactó una nota muy concisa para Fernando Novoa, citándole a las cinco de la tarde en cierta librería de la calle Riego de Agua, para mantener una conversación en privado.
Al cerrar el sobre no pudo evitar una pequeña travesura. Cogió la botella de perfume que había sobre su tocador y vaporizó generosamente el papel, asegurándose de que el aroma a rosas fuera tan intenso que no hubiera forma de que se desvaneciera de camino a casa de los Novoa.
A las cinco menos cuarto, Diana salió de su casa; no tenía especial prisa por llegar puntual a la cita que ella misma había concertado. Procuró fijarse en las calles por las que caminaba, tratando de no perderse de nuevo. El camino era fácil: bajar a la plaza que llamaban del Derribo y, atravesándola, llegar a la corta calle Riego de Agua, que desembocaba en la Real.
El día había estado gris, amenazando una lluvia que no acababa de descargar. A aquellas alturas de febrero, la luz se desvanecía rápidamente tras el mediodía, creando un claroscuro en las calles empedradas que no invitaba precisamente a pasear a una joven como ella, sola, sin escolta y en una ciudad desconocida.
—¿Señorita Tejada? ¿Es usted de verdad?
Diana detuvo su apurado caminar y trató de ofrecerle una sonrisa al caballero que se le acercaba con los ojos desorbitados, como si ella fuera una aparición celestial.
—Torres, qué sorpresa.
—¿Se acuerda usted de mí?
Vagamente. En realidad había dicho el apellido con poca seguridad de estar acertando. El joven suboficial de la Armada era uno de los muchos subalternos de su padre, al que había conocido tiempo atrás en Madrid. Mientras le ofrecía su mano, que él se apresuró a besar con demasiada confianza, Diana fue recordando que en otro tiempo había tratado torpemente de cortejarla y que ella, reconoció para sus adentros, no había sido demasiado delicada con sus sentimientos.
—¿Está usted destinado en La Coruña?
—Desde hace un año, sí, señorita. Ayer mismo tuve la fortuna de ver a su padre.
Diana retiró la mano que el joven mantenía entre las suyas, sujetando la lengua para no decirle que si ya sabía que su familia estaba en la ciudad por qué se sorprendía entonces tanto de verla.
—Ha sido un placer verlo, pero me temo que llevo prisa y...
—¿No se quedará un rato a charlar con un viejo conocido? Puedo invitarla a un café o un chocolate, lo que usted prefiera.
—De verdad que se lo agradezco, pero tengo una cita.
—¿Una cita? ¿Con algún pretendiente? Me han contado algo de un compromiso, pero no podía dar crédito. Si apenas acaban de instalarse.
Ella alzó una ceja, irritada. Cada vez le gustaba menos su interlocutor. Deseaba marcharse y dejarle atrás, no quería estar allí, parada con él, en la esquina oscura de la plaza, donde cualquier transeúnte pudiera pensar lo peor. Miró con desagrado su boca blanda, de labios demasiado carnosos, sintiendo que el estómago se le revolvía al recordar que una vez incluso había intentado besarla.
—Tengo que dejarlo, Torres, quizá en otra ocasión.
—También me han contado lo de Cádiz.
Aunque era poco más alto que ella, el trabajo duro de la Armada le había ensanchado el cuerpo juvenil y, cuando se acercó más, obligándola a retroceder hasta tocar la pared, Diana se sintió acobardada por su cercanía.
—Lo sé todo sobre ese afortunado teniente que obtuvo lo que tantos han buscado sin suerte, yo incluido.
—Se equivoca, sólo son habladurías.
—Habladurías que pronto se extenderán tambien por La Coruña. Y ¿qué dirá ese prometido suyo cuando se entere?
Diana inspiró hondo, luchando con el miedo por la difícil situación en que se veía envuelta, y la rabia que le provocaba aquel individuo. El velo que llevaba se agitó con su jadeo y Torres tuvo la osadía de alargar una mano para levantárselo.
—No me toque —le advirtió con tono amenazador, dispuesta a no dejarse avasallar.
—Sólo quiero ver mejor sus bonitos ojos. Quizá sea tan generosa de darme un beso. Ya ve que pido poco, teniendo en cuenta lo mucho que le ha dado a otros pretendientes.
—No permitiré que siga insultándome de ese modo.
—Sólo digo la verdad, no se ofenda. Usted y yo podríamos ser buenos amigos.
Aquella boca húmeda y grosera, con labios que parecían gordas lombrices, se acercaba peligrosamente a la suya y Diana sólo pudo girar el rostro para evitar el beso, que recibió el aire sobre su hombro.
—Déjeme marchar —le ordenó, con todo el arrojo de que fue capaz, aunque las fuerzas comenzaban a flaquearle.
Otra sombra vino a sumarse a las suyas, inclinándose apenas para mirar a los ojos al joven marino, mientras su voz, contenida, le hacía a Diana una simple pregunta.
—¿La está molestando?
Diana quiso gritar de alivio, pero logró morderse el labio y negar apenas con la cabeza, tratando de evitar un escándalo. Fernando le ofreció el brazo y ella se sujetó a él con fuerza, como un náufrago a los restos de su navío.
—La señorita está conmigo —protestó Torres, estirando el cuello para mirar a Fernando a los ojos. Lo que allí vio acabó rápidamente con su escasa valentía.
—Lárguese ahora que aún está a tiempo, pero le advierto que si vuelvo a verlo incomodando a la señorita Tejada, un consejo de guerra le parecerá mejor que la alternativa que yo le tendré preparada.
Con paso rápido, el marino se alejó, haciendo repiquetear su calzado sobre las losas de piedra. Fernando respiró hondo un par de veces, notando que Diana se apoyaba en su brazo, tensa como la cuerda de un arco. Con la mano libre, se bajó de nuevo el velo, que envolvió en brumas la expresión de su rostro.
—Lo conozco. Era uno de los ayudantes de mi padre en Madrid.
—No parecías muy contenta en su compañía.
—No lo estaba.
—¿Quieres contarme lo ocurrido?
Seguían en aquella esquina oscura, pero a Diana ya no le importaba lo que pensara la gente que pasaba cerca de ellos, apresurados en sus quehaceres. Para su sorpresa, la presencia de Fernando había logrado tranquilizarla, después del mal rato pasado. Curiosamente, ahora descubría que, desde la noche de la cena, varios días atrás, anhelaba volver a verlo.
—¿Podemos ir a algún sitio tranquilo y discreto?
—Ésa es una proposición difícil de rechazar.
Con esfuerzo, Diana se soltó de su brazo y caminó a su lado, manteniendo una prudente distancia entre los dos mientras seguía sus silenciosas indicaciones. Cruzaron Riego de Agua hasta el Teatro Principal y, a continuación, se internaron por la calle Real hasta un número que Diana ya conocía demasiado.
—¿Nuestra casa te parece bien?
Ella asintió, cruzó el portal que él le mantenía abierto, y subió el corto tramo de escalera hasta el primer piso. Fernando abrió con sus propias llaves y volvió a cederle el paso, siguiéndola después hasta la sala casi sin muebles ni cortinas, donde Diana se detuvo para observar, desde la gran galería acristalada, el movimiento de la calle a sus pies.
—¿Siempre está tan atestada? —preguntó, más para aliviar el silencio de la estancia que por verdadero interés.
—Serás la primera a la que eso le molesta. Te diré que todos los visitantes hablan maravillas de nuestras calles, en especial de la Real y la San Andrés, con sus suelos tan lisos y relucientes que se podría comer en ellos. El año pasado, durante los actos de inauguración de la línea del ferrocarril, los reyes don Alfonso y doña María Cristina pasearon bajo estos balcones, admirando las galerías de cristal y la cantidad de prósperos negocios de la zona.
Diana suspiró, sin disimular su aburrimiento. Si él quería adorar su ciudad y venderla como si fuera su alcalde, mejor sería que se buscara unos oídos mejor dispuestos a tanta lisonja. Para ella, que era de la capital, ninguna ciudad de provincias podría sorprenderla, ni mucho menos consolarla de estar tan lejos de la corte.
—La casa en que me crié está en la Puerta del Sol, en Madrid. El diez de abril del sesenta y cinco, mientras mi madre me daba a luz, en la calle había una manifestación contra el gobierno que tuvo que ser aplacada por la Guardia Civil y el Ejército. Aquella noche murieron muchas personas.
—La noche de San Daniel —dijo Fernando, recordando los hechos, sólo de referencias, pues en aquel entonces tenía poco más de cinco años—. ¿Y tu padre? ¿Cómo no sacó a tu madre de aquella casa sabiendo lo que se avecinaba?
—Estaba en Chile, a punto de empezar una guerra.
—Ahora entiendo tu carácter, habiendo nacido bajo semejantes influencias...
Diana volvió la cara para mirarlo, intentando distinguir si hablaba en broma o en serio. Al final decidió que lo mismo le daba y cambió de tema, dispuesta a aclarar lo sucedido con el marinero Torres antes de que él se hiciera una idea equivocada.
—En otro tiempo, tuvo intención de cortejarme. Supongo que no fui muy amable con él a la hora de desanimarlo.
Fernando asintió, aceptando la escueta explicación y haciéndose a la vez el propósito de localizar a aquel mentecato y asegurarse de que no le quedaran ganas de volver a molestarla.
—Y ahora, ¿podemos ir al motivo de nuestra cita? —Tendió las dos manos hacia ella, con las palmas abiertas hacia arriba—. Aún conservo tu perfume desde que leí la nota.
—¿Me vas a recriminar haber incumplido mi promesa? —bromeó Diana, olvidando ya el mal trago pasado y sonriéndole coqueta. No esperaba la respuesta que recibiría.
Al ver que se acercaba, se volvió hacia el ventanal, dándole casi la espalda. Fernando se detuvo tan próximo que sus ropas se tocaban, e inclinó la cabeza acercando tanto la mejilla a la de ella, que Diana podía sentir el calor de su piel y su sutil aroma a jabón y mar. Se preguntó si también aquel día habría trabajado en el puerto.