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Authors: Teresa Cameselle

Falsas ilusiones (3 page)

BOOK: Falsas ilusiones
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No pudo contenerse. Levantó la mano, ahogando un grito, y él apenas pudo detenerla, sujetándola por la muñeca, cuando ya casi le rozaba la mejilla.
Durante interminables segundos se miraron a los ojos, en una lucha de voluntades que sólo les demostró que ninguno de los dos estaba dispuesto a ser el primero en ceder. La voz de la madre de Diana llamándola, extrañada por su tardanza, fue lo único que logró hacerla reaccionar. Se recogió apenas la corta cola del vestido al darse la vuelta, y caminó hacia el comedor, dejando a Fernando atrás sin una palabra de invitación a seguirla. No sabía por qué se había hecho pasar por un pobre pescador aquella mañana, pero aún podía recordar su piel morena al descubierto bajo la vieja camisa abierta, y sus pies descalzos y sus piernas fuertes, lo primero que había visto de él desde el suelo, tras su ignominiosa caída. Quería decirle que el elegante traje que llevaba ahora no mejoraba en nada su aspecto, pero temía, con razón, que lo tomara como un halago.

 

Para Fernando, la cena estaba resultando mucho más divertida de lo que se había imaginado. Comprobar los esfuerzos de Diana por ignorarlo y desalentarlo, sin caer en la grosería o en malas maneras que hubieran merecido un reproche de sus padres, lo animaba a tentarla una y otra vez con exagerados halagos, observaciones inapropiadas y trampas dialéticas de las que ella lograba salir siempre bastante victoriosa. Tenía un carácter endemoniado, suficiente para hacer que se batiera en retirada un pretendiente poco decidido o timorato. A él, por el contrario, su lengua afilada y sus modales altivos le resultaban más atractivos que su rostro, de belleza discreta, nariz demasiado afilada y boca pequeña.
—Cuéntanos, querida —intervino la madre de Fernando, que no entendía a qué juego estaba jugando su hijo con su joven anfitriona—, ¿te gusta La Coruña? ¿Qué prefieres, Madrid o Cádiz? Tienes que contárnoslo todo sobre tu vida. A pesar de tus pocos años, con tantos viajes de tu padre, tiene que ser muy interesante.
¿Todo? No, Diana no podía contarlo todo; en realidad, no podía contar casi nada de su vida, al menos de los últimos meses. No podía hablarles a aquellos que ya se imaginaban sus suegros del teniente que la había cortejado, seducido y abandonado. De la vergüenza pública y los rumores que los habían obligado a huir de la ciudad que durante tantos años había sido su hogar. Se imaginó la sorpresa, la indignación de aquella familia que ahora los acogía como buenos amigos, y que en adelante les negaría hasta el saludo. Una muchacha así no era apropiada para su primogénito. No era apropiada ni siquiera para el pescador por el que él se había hecho pasar aquella mañana. Su futuro era un negro camino que se bifurcaba en dos únicas vías: la de simple y triste solterona, o bien tomar los hábitos y dedicarse al rezo y la contemplación el resto de sus días.
Antes muerta que monja, se juró para sus adentros, y a continuación desplegó su sonrisa más hechicera y comenzó a hablar de sus años de colegio, con tan poco interés y tal desafección, que al poco la conversación sobre su vida murió y su madre logró encauzarla por otros derroteros menos espinosos.
La cena transcurrió así, sin mayores sobresaltos, animada por la conversación de los dos matrimonios, que pocas veces lograban incluir a sus hijos en su charla. Entre Diana y Fernando continuaba una guerra muda, a base de cejas alzadas y sonrisas torcidas, que a ambos divertía más de lo que hubieran confesado, poniendo cierto pálpito en sus corazones y obligándolos a aguzar el ingenio para disimular cuando sus mayores se dirigían a ellos, tratando de introducirlos en temas que creían, siempre erróneamente, que serían de su interés.
A los postres, la madre de Diana, desesperada por demostrar las múltiples cualidades de su hija, reacia durante toda la velada a lucirlas por sí misma, le rogó, con una sonrisa que tenía más valor que un despacho militar en tiempos de guerra, que tuviese la deferencia de tocarles algo al piano a sus invitados. En cuanto la joven, acorralada, asintió y se puso en pie, dirigiéndose al instrumento con resignación, Fernando anunció su intención de ayudarla con la difícil tarea de pasar las páginas de las partituras.
—Por favor, no se moleste —le rogó Diana con su sonrisa más falsa, mientras acomodaba sus rígidas faldas sobre la banqueta del piano.
—Ninguna molestia, faltaría más, soy su humilde servidor.
Con gesto displicente y cierta floritura, Fernando colocó las partituras sobre el teclado, asegurándose de que estuvieran bien rectas y de que ninguna hoja sobresaliese por detrás, exasperando a Diana con su lentitud. Cuando por fin dio por terminada su tarea, ella estuvo tentada de tirárselas a la cabeza.
—¿Lo has hecho a propósito? —preguntó, mientras daba la vuelta a la partitura, que él le había puesto del revés. Un gesto de muy exagerada inocencia fue la única respuesta—. ¡Torpe!
Fernando se inclinó para retirar una pelusa inexistente del teclado, bajando la voz para asegurarse de que sus padres no lo oían.
—Es la segunda vez que utilizas el mismo insulto. Qué falta de imaginación.
—Buscaré en mi diccionario para asegurarme de tener a mano algo más adecuado la próxima vez. Ahora, deja de manosear mi teclado y permite que termine con esto cuanto antes.
Diana no tocaba mal, pero no ponía alma en lo que hacía. Durante el breve recital, a Fernando le dio la impresión de estar escuchando a una niña repetir la tabla de multiplicar ante sus maestros. En el movimiento de sus manos, en su cabeza ladeada, incluso en la curva de sus labios, se percibía la desgana con que llevaba a cabo su tarea. Y también cierta rabia contenida. Olvidándose de la monótona música, empezó a fantasear con la idea de que Diana se levantaba, negándose a tocar más, de que se enfrentaba con sus padres haciéndoles ver lo injusto que era que la obligaran a exhibirse de aquella manera ante un pretendiente que ni deseaba ni le gustaba lo más mínimo. Sí, de algún modo, sabía que ésas eran las ideas que bullían bajo la fachada contenida de la joven. ¿Quién lo hubiera dicho? La hija única y mimada del coronel. Toda una inconformista.
Tres sonatas fueron suficientes para contentar a la audiencia. Diana aprovechó que la doncella estaba sirviendo café, para bajar la tapa del piano y alejarse del instrumento de tortura. No quería lucirse más ante los Novoa. Desearía no haberse puesto el vestido azul, tan favorecedor como odiado, un vestido que aquel a quien no quería recordar tanto había alabado el día que lo estrenó. No quería demostrar sus aptitudes para la música y la pintura. No, no quería nada de eso. Sólo que se fueran de una vez, y se llevaran a su molesto, sarcástico y apuesto hijo con ellos. Y no volver a verlos nunca más.
—Seguro que a los jóvenes les apetece dar un paseo por el jardín. Hace una noche tan bonita.
Se mordió la lengua para no negarse ante las palabras de su madre. Esperó en vano que Fernando lo hiciera por ella. Pero no, el muy bribón ya le estaba ofreciendo su brazo, agradeciendo a su anfitriona la magnífica idea y prácticamente tirando de ella hacia la puerta que se abría al pequeño jardín trasero, que los acogió con el denso perfume a tierra húmeda y las camelias que comenzaban a florecer, a pesar de estar aún en el mes de febrero.
—Hace frío —protestó Diana.
—Supongo que sí, si lo comparas con el clima de Cádiz. Lamentablemente, no aceptaré una excusa, debes ser una buena anfitriona y pasear conmigo. El ritmo de esa última sonata me ha dejado acalorado.
—¿No te gusta Schubert?
—No he tenido el placer de conocerle.
—No seas ridículo, el compositor murió hace al menos sesenta años.
—¿Ridículo? Voy a necesitar una libreta para ir anotando tus halagos.
Diana se detuvo, casi clavando los botines en el suelo, y se soltó del brazo de Fernando, encarándolo airada.
—Tendrás que ejercitar tu memoria, a falta de libreta.
—¿Vas a empezar ahora?
—Toma asiento si lo prefieres.
—No lo haré si tú no lo haces.
—Prepárate entonces. Creo que eres desvergonzado, atrevido, granuja, insolente, osado, desaprensivo...
—¿Sabes que todos esos insultos son sinónimos?
—Sí, de sinvergüenza.
Quiso darse media vuelta y volver a la casa, pero él la detuvo, sujetándola por los antebrazos.
—No me ofendes, ¿sabes? Otros con más ingenio me han llamado inepto, lerdo, e incluso me han dicho que huelo a pescado. —Fernando hizo un gesto como de olisquearse la propia chaqueta que a punto estuvo de arrancar una carcajada a Diana—. Yo, sin embargo, no te voy a decir que eres malcriada, deslenguada y que tienes un genio de mil demonios. Prefiero pensar que tienes algún motivo para ser así y, mientras lo descubro, me distraigo contemplando tu belleza.
—No soy un cuadro, para que puedas mirarme cuando te plazca.
—¿Quién me lo va a prohibir? ¿Tu madre, que está deseando casarte y librarse de tu mal carácter? ¿Tu padre, que seguramente hubiera preferido un hijo varón que heredase su apellido y su carrera militar?
—Eres odioso.
—¿Prefieres que halage tus oídos con bonitas palabras de amor? Si me dieras razones para pensar que serían bien acogidas...
Agotada, Diana calló otro exabrupto y se limitó a mirarle, severa, digna.
Fernando inclinó la cara hacia ella, descubriendo fascinado las pequeñas pecas doradas que le adornaban la punta de la nariz. Extendió una mano para apartarle un mechón de pelo que se le había soltado del rígido peinado y le caía sobre los ojos y, por un momento, se lo acarició entre las yemas de los dedos. Así, callada, envuelta en la fragancia de los naranjos y camelios que la rodeaban y enmarcaban la perfección de sus formas, le parecía cada vez más bonita, tanto que se le ocurrió pensar que los pintores impresionistas regresarían a los estilos más clásicos sólo para captar el rubor que poco a poco teñía sus mejillas.
—Deja de mirarme así —susurró, casi sin aliento.
—Dejaré de hacerlo sólo si me quedo ciego.
—Te advierto que nada conseguirás de mí con requiebros y falsas promesas.
El calor que poco a poco volvía a adueñarse del vientre de Diana desapareció como por ensalmo en cuanto recordó el motivo por el que odiaba a los hombres, a todo el género en general, por más injusta que fuese. No volvería a caer en su trampa.
—Me estás retando.
—Sólo pretendo que no pierdas el tiempo ni me lo hagas perder a mí.
Se deshizo de sus manos que aún seguían sujetándola, y caminó airosa de regreso a la casa, consciente de la mirada de Fernando clavada en su espalda.
—No tengo que hacer el más mínimo esfuerzo para tenerte. Ya está todo decidido. Serás mi esposa y juro que disfrutaré domando ese mal genio.
Diana se volvió para dedicarle una mirada extraña, a medias entre el odio y la desesperación.
—No soy el buen partido que tus padres creen.
—¿Buscas motivos para desanimarlos? Yo tampoco soy perfecto, no te hagas falsas ilusiones.
—No me las hago, ya he visto y oído suficiente.
—Eso me ha dolido. —Fernando se llevó una mano al corazón y se acercó a ella, ofreciéndole una sonrisa conciliadora—. Ahora que los dos estamos de acuerdo en que no somos unas buenas personas, quizá también lo estemos en que deberíamos casarnos cuanto antes y así no hacer sufrir a posibles pretendientes cegados por nuestro... eh... agradable aspecto exterior.
—Presumido, además.
—¿Un mes sería un plazo razonable?
—Si tengo que sufrir las atenciones de un noviazgo tradicional y empalagoso, será un plazo larguísimo.
—Procuraré no sepultarte bajo flores y dulces.
—Y yo prometo no escribirte cartas perfumadas.
—¿De acuerdo, entonces? —Fernando tendió la mano derecha y recibió a cambio la de Diana, junto con su primera sonrisa directa.
—Me rindo a lo inevitable.
—Sólo una cosa más, querida mía.
Supo lo que iba a hacer, pero no intentó esquivarlo ni detenerlo de ningún modo. Cuando la rodeó con sus brazos y unió sus labios a los de ella, Diana dejó que la cálida sensación la inundara desde el rostro hasta sus partes más íntimas. Fernando besaba con conocimiento y maestría. Despacio al principio, como si temiera asustarla. Osado al ver que ella le respondía, prolongó el contacto, saboreándola como si fuera un delicado y delicioso manjar.
—¿Te ha gustado? —preguntó Diana cuando él se separó unos centímetros para dejarla respirar. La forma en que Fernando se pasó la lengua por el labio inferior, como recordando aún su sabor, fue suficiente respuesta—. Pues anótalo en tu libreta, junto con los insultos, los falsos halagos y las promesas que nos hemos hecho. Y anota también esta advertencia: no volverás a tocarme hasta que un sacerdote bendiga nuestra unión.
Por algún motivo, ella se había vuelto a enfadar. Fernando observó su pecho que subía y bajaba como si hubiese estado corriendo y a sus pulmones no llegase suficiente oxígeno. Los brazos en jarras, las cejas alzadas y la boca apretada. Desde luego, no era una dulce e inocente colegiala la que sus padres le habían elegido.
—Entonces, un mes se convertirá en la medida de la eternidad.
No se podía razonar con ella. Diana respiró hondo por última vez, se tocó el peinado, asegurándose de que ningún otro mechón rebelde osaba escaparse, se acomodó las faldas, y caminó de regreso a la casa, notando de nuevo el frío en sus brazos desnudos. La cálida sensación había desaparecido en cuanto Fernando había dejado de abrazarla. Y ya la echaba de menos.

 

El reloj de la sala daba la una cuando desistió de conciliar el sueño aquella maldita noche. Se levantó y salió a la galería acristalada, desde la que se veía el mar, ondulante bajo la luz de la luna llena.
No podía creer lo rápido que había aceptado aquel inesperado compromiso. Hasta qué punto sus padres podrían obligarla a contraer matrimonio contra su voluntad era algo que ni siquiera pensaba tantear. Bastantes disgustos les había dado ya en la vida. A solas, Diana podía reconocer que había sido malcriada y consentida. Nada se le había negado nunca a aquella hija única nacida en cuna de oro. Juguetes y dulces cuando era niña, vestidos y joyas al llegar su puesta de largo. Su madre logró imponerle, sí, las clases de piano, pero a cambio de dedicarle las mismas horas y los mejores profesores a las de pintura. Si se le antojaba pasear en calesa, su padre adquiría una a su exacto gusto. Si se trataba de viajar a París para renovar su vestuario, allí se iban madre e hija, alojándose en el mejor hotel, visitando los talleres de moda más afamados. Lo quería y lo tenía. Todo. Excepto a aquel teniente de mala memoria al que le deseaba los males del infierno.
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