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Authors: Teresa Cameselle

Falsas ilusiones

BOOK: Falsas ilusiones
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Annotation
Diana es hija de un coronel y nieta de un almirante. Es una joven bien educada a la que todo el mundo respeta. Sin embargo, una «pequeña» indiscreción con un teniente acaba con su buena reputación, por lo que sus padres deciden trasladarse a La Coruña, su ciudad natal, donde la prometen con Fernando, el hijo de unos amigos.
Fernando es un soltero empedernido que, para sorpresa de todos, acepta el matrimonio con ella, pues su madre está muy enferma y sabe que morirá más tranquila si lo ve casado. Todo parece ir bien, hasta que Diana recibe la visita de una antigua amante despechada de su futuro marido, que le dice que él nunca la querrá ni le será fiel. Aun así, se casa con Fernando, y durante la ceremonia aguanta el tipo, pero cuando se quedan a solas estalla la pelea...
¿Podrán consumar su matrimonio y empezar una vida en común?
 
TERESA CAMESELLE

 

Falsas ilusiones

 

 

 

 
«Sé que es una regañona insoportable y chillona...
Pero si eso es todo, señores, no hallo inconveniente.»

 

La fierecilla domada,
WILLIAM SHAKESPEARE

 

 
La Coruña, España. 1884

 

Se había perdido, ya no tenía dudas. Cómo podía perderse una en una ciudad tan pequeña era un misterio que resolvería más adelante. Ahora, la urgencia era retomar el camino hacia la iglesia de Santiago. Le importaba poco llegar a tiempo o no de confesarse. Ya lo había hecho el día anterior y el otro. Y tampoco pecaba tanto, a pesar de su mala fama.
La calle empedrada bajaba en dirección al muelle de Montoto, donde faenaban los pescadores. Las gentes que se cruzaban con ella eran marineros o sus mujeres, con las faldas remangadas y un gran cesto sobre la cabeza, rebosante de pescados tan frescos que aún agitaban la cola. No había a quién preguntarle por el camino perdido. Llevaba pocos días en La Coruña, pero ya sabía que fuera de ciertos círculos, los habitantes de la ciudad hablaban una jerga difícilmente comprensible.
Saber que por su culpa habían ido a parar al punto más lejano de la Península no disminuía un ápice el enfado que sentía con su padre por haber escogido aquel destino. Acostumbrada al ajetreo de Madrid o al bullicio de Cádiz, aquel lugar frío, húmedo y ventoso sólo acrecentaba su mal humor y su despecho.
Trató de encontrar distracción en el colorido de los barcos pesqueros que descargaban sus mercancías del día. Las sardinas saltaban en las cestas y los pulpos y calamares movían aún sus tentáculos sobre las cubiertas de las naves.
Caminaba por el malecón de piedra, observando el ajetreo de varios metros más abajo, donde la marea mansa rompía contra la pared. Un momento de distracción fue suficiente para su fatalidad. La cesta, repleta de pescado fresco, apareció de repente en su camino y la inercia no le permitió detener su pie derecho hasta que lo introdujo, hasta el tobillo, entre sardinas tan relucientes como sus nuevos botines de charol.
El disgusto, unido al sobresalto, la hicieron recular con tanto apuro que terminó cayéndose sentada al suelo a demasiada velocidad como para que sus enaguas amortiguasen el golpe. Las faldas por las rodillas, el aliento detenido y su pie derecho, en el aire, pringado de salitre y escamas pegajosas.
—¿Te has hecho daño?
Un pescador, sin duda el culpable de aquel desaguisado, le tendía la mano. Diana lo miró como si fuera el diablo en persona.
—¡Torpe! ¡Botarate! Podía haberme caído al mar. Podía haberme matado...
—Sí, y podías haber prestado atención a por dónde caminabas. No es lugar para paseo de señoritas.
—Si aún tendrás más que decir. Tu...
—Por favor, ahórrate los insultos. Entre marinos, tu vocabulario florido sólo provoca carcajadas.
No fueron carcajadas, pero Diana sí sorprendió alguna risa sarcástica entre los que habían presenciado la escena y que ahora retomaban su labor, sin hacer nada por defenderla de aquel individuo.
—¿Eso es sangre? —preguntó asqueada, mirando un pegote rojo que coronaba la punta de su botín.
—Sangre, sí, de mis sardinas. Ahora no podré sacar un buen precio por ellas en la subasta.
—¡Qué asco! Mis zapatos nuevos echados a perder.
—A la señorita le preocupan sus zapatos —barbotó el pescador, atrayendo de nuevo la atención de sus compañeros—. No le importa si alguno de nosotros se queda hoy sin comer.
El pescador comenzó a escoger de la cesta el pescado que había sido aplastado por el pie de Diana y arrojarlo fuera, sin pararse a mirar si continuaba manchándola con aquella labor.
Intentando recuperar algo de dignidad, Diana se puso en pie, sacudiéndose el zapato sucio, y lo miró desde lo alto, enarcando las cejas negras con su gesto más desdeñoso.
—Aquí no tienen educación, ni modales, ni...
—¿Aquí? ¿Al puerto, se refiere? ¿O quizá a la ciudad entera? Bien se nota que es usted de fuera. —El pescador se puso en pie con un gesto de desprecio en la boca que superaba con creces el de la muchacha. Cuando terminó de erguirse, ella descubrió que la sobrepasaba casi una cabeza en estatura, y se encontró mirando su pecho moreno, que asomaba indecente bajo la camisa abierta—. Si tanto le disgusta lo que ve, señorita, puede usted volverse por donde ha venido.
—Ya quisiera poder hacerlo. —Diana titubeó apenas. No estaba acostumbrada a ver hombres semidesnudos, y la forma en que él se había inclinado para mirarla a los ojos le ponía un nudo de tensión en la garganta—. De momento, me conformaría con que me indicara el camino hacia la iglesia de Santiago.
—Sólo tiene que volver por donde ha venido y tomar siempre a su izquierda, no tiene pérdida.
—Bien. —No iba a darle las gracias, no se las merecía, aunque quizá debiera recompensarlo por la ayuda y por las sardinas perdidas.
Diana echó mano de su bolso y ya estaba contando las monedas cuando oyó al burdo pescador lanzar una maldición contra las señoritingas sobradas de dinero. Cuando levantó la vista, escandalizada, él ya se alejaba a paso ligero, en dirección al puerto.
Se quedó aún un momento; unos segundos nada más, se juró a sí misma después, mientras observaba. Sus piernas largas, sus brazos fuertes cargando la gran cesta de pescado, y su cabello oscuro, color chocolate, cayéndole húmedo casi hasta los hombros. Olvidados ya sus exabruptos, iba silbando una alegre melodía.
Despertó de su ensueño en el momento en que una cálida sensación comenzaba a invadir su vientre. Ya la había sentido una vez, y se convirtió en la causa de su ruina. Nunca más, se había jurado. Era su propósito más firme mantenerse alejada de los hombres, evitar cruzarse en su camino, no llamar su atención y procurar convertirse en una sombra, una de esas mujeres invisibles que no dan que hablar, de las que nadie sabe, ni le importa, si tienen vida propia o se asemejan más a una planta que adorna algún rincón de la casa. Quizá así no sufriría, y no haría sufrir a los demás.
Un pie delante del otro. El derecho, sucio, el izquierdo aún reluciente. Con mano firme se alisó las faldas revueltas. Se retocó también el pelo, asegurándose de que ni un mechón escapaba de su perfecto moño. Calle arriba y hacia la izquierda. Tenía que llegar a tiempo de confesarse.
Al fondo del puerto, con un cigarro en la mano y la pierna derecha apoyada sobre un noray, Fernando seguía sus pasos como un gato observa una paloma, relamiéndose ante el recuerdo de sus tobillos bien torneados y sus ojos oscuros escupiendo fuego como volcanes incandescentes.
«¡Quién tuviera la suerte de domarla!», pensó, antes de apartarla de su mente. Imaginó que para siempre.

 

Pasaban de las cuatro de la tarde cuando por fin pudo volver a su casa. Fernando sabía que a esas horas ya no le servirían en el comedor, así que optó por entrar por la puerta de la cocina con la mejor y más zalamera de sus sonrisas.
—Pero ¿de dónde viene a estas horas, por el amor de Dios? Y además hecho un ecce homo.
—Nada que no se solucione con un baño, Rosario. Eso sí, después de un plato de ese guiso que huele tan bien.
La cocinera se detuvo en medio de la estancia, con la olla que ya retiraba para sobras, y volvió a ponerla al fuego suave, con lo poco que le gustaba a ella recalentar la comida. Luego agitó el paño hacia la niña que secaba cubiertos con parsimonia, sentada ante la mesa de trabajo.
—Apura, rapaza, vai quentar auga para o señorito, pon o caldeiro grande que logo che axudo eu a lévalo
.
[1]
—¿Huele a empanada?
—Ande y cómase este trozo que lo guardé para usted. —La cocinera abrió el horno y sacó un plato de barro, cubierto con un paño blanco—. Su madre quería retrasar la comida, pero don Fernando...
—Ya, ya sé cómo se las gasta mi padre a la hora de comer. —Tomó el plato que le ofrecía la cocinera, destapando su jugoso contenido. Sin sentarse siquiera, dio un bocado a la masa crujiente, saboreando con deleite el relleno de cebolla, pimiento y pescado—. Sardinas —murmuró, aún con la boca llena—. Llevo todo el día entre sardinas.
—¿No me diga que su padre volvió a mandarle trabajar en el muelle?
—Es el castigo por llegar tarde a la oficina.
—No me parece bien, no señor. Un señorito como usted, bien educado, con su carrera empezada... Que ya podía usted volver a la universidad y terminar sus estudios, en vez de andar cargando cestas de pescado.
—Rosario, ya no tengo edad para corretear vestido de tuno por las calles de Compostela.
—No tiene remedio.
—No, no lo tengo.
La mujer removió el guiso del puchero con un cucharón de madera, comprobó que ya estaba bien caliente, y lo sirvió en un plato de loza que puso sobre la mesa de trabajo, delante de Fernando. Al poco apareció la ayudante de la cocinera, con su andar cansino.
—Vai o patio e recolle o traxe do señorito, non vaia ser que ainda se nos poña a chover.
[2]
—¿Un traje? ¿Para qué andas aireando mis trajes? Ya sabes que no acostumbro a usarlos.
—Hoy no le queda más remedio. Le oí a los señores decir que esta noche cenan en casa del almirante ese amigo del señor.
—¿El coronel Tejada?
—Ese mismo. Ya sabe que tiene una hija joven, y muy bonita por lo que tengo oído. —Rosario se sentó al otro lado de la mesa, con una cesta de guisantes en el regazo, y poco a poco iba sacándolos de sus vainas—. ¿No le conté que mi hermana Dora trabaja en su casa, por recomendación de su madre...?
Fernando comenzó a comer el guiso, apurando a pesar de que le quemaba la boca, deseando escapar de lo que parecía una ristra de cotilleos sin fin.
—Rosario, eres la mejor cocinera del mundo.
—¿Qué sabrá usted ni sabré yo de los cocineros que puede haber por ese mundo de Dios? —Sin inmutarse ni levantar la cabeza de su tarea, volvió a la carga con el tema que más le interesaba—. Dice Dora que es morena, con larga melena y piel delicada, y que tiene unos ojos color aceituna, así como de mora, será porque su madre es de tierras del sur. No es muy alta, pero tan bien hecha como uno de esos figurines de modas...
—Rosario...
—¿Que no le interesa saber sobre su futura esposa?
—¿Te vas unir también tú a los planes casamenteros de mis padres? —Fernando tragó la última cucharada de guiso y se puso en pie, estirando su cuerpo dolorido por la mañana de duro trabajo—. Dile a la niña que no caliente el agua, y no importa si se pone a llover y el traje se moja. —Se llevó una mano a la cara, palpándose la barba incipiente que le oscurecía la mandíbula—. Y tampoco pienso afeitarme. No se lo voy a poner fácil.
—Ande, ande, y no me salga con tonterías de malcriado, que usted no es así. Ahora, en cuanto repose un poco la comida, le ponemos el baño y le preparo sus cosas de afeitar. Que si la rapaza del coronel es bonita, que no se diga que no es usted el mejor mozo de La Coruña.
—Eso es porque tú me ves con buenos ojos.
Fernando le guiñó un ojo a la cocinera y se alejó con pasos elásticos, dispuesto a echarse una buena siesta en su habitación, donde nadie se atrevería a incordiarlo con tonterías de casamientos.
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