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Authors: Teresa Cameselle

Falsas ilusiones (10 page)

BOOK: Falsas ilusiones
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Diana notó un escalofrío, asustada a su pesar por las palabras de la criada. Nunca había pensado que pudiese enfrentarse a una situación así. Le disgustaba el contacto con los enfermos, no tenía paciencia ni empatía en tales situaciones. Quizá por eso el Señor le mandaba aquella prueba. Era un castigo por su egoísmo y tantos errores cometidos en su pasado. Tampoco sabía cuándo se había vuelto tan reflexiva. Los sucesos de los últimos meses, desde el incidente de Cádiz hasta su rápida boda, la habían hecho replantearse toda su vida pasada y cómo deseaba que fuera su futuro. Estar encerrada durante horas en aquella habitación, viendo cómo una mujer aún joven, a la que su familia tanto quería y necesitaba, se desvanecía ante sus ojos sin que nada, ni medicina ni oraciones, pudiera detener el fatal desenlace que se avecinaba, le servía de penitencia y acto de contricción. No quería siquiera alabarse por sus cuidados o creer que con ellos expiaba su existencia de malcriada, pero al menos le estaba sirviendo como lección de vida y profunda reflexión sobre sus actos.
—Alguien tiene que ocuparse, Rosario, no voy a permitir que las niñas lo hagan. Y los hombres... Bueno, bastante tienen con velarla toda la noche, que es la peor hora.
—Sólo digo que se cuide, niña, aún no hace una semana que es usted mujer casada, pero el Señor puede haberla bendecido ya, y qué sería del señorito Fernando si le pasara algo a usted o a la criatura. Se volvería loco, bien lo sé yo, que lo conozco desde que nació.
Diana se inclinó a recoger un pañuelo del suelo, tratando de ocultar su rostro ruborizado de la criada. No, no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera. Ella había expulsado a su esposo del dormitorio la noche de su boda y, desde entonces, Fernando pasaba las horas nocturnas junto a la cabecera de su madre enferma. Aunque estaba pendiente de ella en todo momento —la obligaba a bajar al comedor a las horas de las comidas y la acompañaba a casa por las noches—, no había intentado entrar de nuevo en aquella alcoba que Diana ya comenzaba a odiar; simplemente, se despedía de ella en la puerta, con un tibio beso en la frente. Y así, hasta la mañana siguiente, en que aparecía para acompañarla en su desayuno.
—No se preocupe más, Rosario, y vuelva a sus quehaceres, ya me encargo yo de la enferma.
La criada salió con la ropa sucia entre los brazos, musitando aún consejos entre oraciones y ruegos al Señor. Ya sola, Diana se sentó ante la cama, un día más, esperando un inevitable desenlace, que al menos traería la paz a aquella casa destrozada por el dolor.
A mediodía, toda la familia se reunía en el gran comedor de la planta baja, mientras una doncella se sentaba al lecho de la enferma. Por el bien de las pequeñas, Diana se dejaba envolver en la charla ligera de Jorge, que le guiñaba un ojo tratando de animarla y aliviar así el fúnebre silencio que se extendía por la casa. Su suegro solía hablar con Fernando sobre los negocios familiares, que a pesar de la desgracia no se podían abandonar, y así se formaban dos bandos con distintas conversaciones en la mesa. Diana animaba a sus jóvenes cuñadas para que comieran adecuadamente, mientras Jorge les contaba mil y una historias de su vida universitaria en Santiago; al mismo tiempo, parte de la atención de ella se extendía hacia las voces que le llegaban del otro lado, especialmente la de su esposo, con su suave y tranquilizadora cadencia, que tanto aliviaba sus inquietudes.
En cuanto terminaba de comer, Diana se levantaba excusándose, para regresar al cuarto de la enferma, seguida por Fernando, que la obligaba a recostarse en un diván, ante la ventana, y descansar al menos una hora.

 

Sentado junto a la cabecera de la cama, Fernando veía día a día cómo su madre se apagaba como una lámpara que se queda sin aceite. Las tristes jornadas que estaban viviendo le habían servido para hacerse a la idea y resignarse a la pérdida. Ya sólo un milagro podría devolverles a la enferma, algo que también habían descartado aquella misma mañana cuando, por consejo del médico, se había mandado llamar a un sacerdote para darle la extremaunción. La respiración trabajosa y los silbidos del pecho de su madre daban fe de una lenta agonía que ya sólo se podía desear que terminase de una buena vez, ahorrándoles sufrimientos a todos, pero especialmente a la enferma.
Sumido en tan tristes pensamientos, Fernando se pasó una mano por la frente, tratando de despejarse, y fijó la mirada en su esposa, que dormía con el cejo fruncido en el diván de la ventana. Le pareció que podía tener frío y buscó en un armario una manta ligera para cubrirla. Procurando evitar hacer ruido, le tapó las piernas y extendió la manta sobre sus brazos y su pecho.
—No te vayas —susurró Diana cuando él ya se daba la vuelta.
Fernando se volvió al momento, culpándose por haberla despertado.
—Estoy aquí.
—No te vayas.
Su voz era pastosa y no abrió los ojos para hablarle. Fernando se sentó en el borde del diván, mirándola intrigado. Notó que sus ojos se movían bajo los párpados cerrados, y que el ceño de su frente se acentuaba. Empujó la manta, destapándose, abriendo y cerrando las manos, como intentando asir algo.
—Diana...
—No me dejes.
Estaba soñando, estaba claro, pero él no sabía si debía o no despertarla. Necesitaba descansar, bien lo sabía, las horas que pasaba junto al lecho de su madre eran excesivas, y quizá la pesadilla se desvaneciera y recuperase un sueño reparador.
Tomó entre las suyas las manos que ella no dejaba de agitar y se las acarició, tratando de calmarla. El rostro de Diana pareció relajarse y su boca se distendió casi en una sonrisa.
—Duerme, querida —le susurró al oído, besándola en la frente.
Se removió aún inquieta en el diván, encogiéndose sobre sí misma como una niña, y cayó de nuevo en un sueño profundo y tranquilo. Fernando se quedó observándola, enternecido. La furia que había sentido su noche de bodas, cuando Diana lo rechazó, se había ido apagando día a día mientras la veía incansable, atendiendo a su madre, cuidando de sus hermanas, dando ánimos a toda la familia. Fuera cual fuese el motivo que la había llevado a negarse a estar con él, estaba seguro de que podrían solucionarlo, cuando todo aquello quedara atrás como un mal recuerdo. No habían tenido un buen comienzo, ni en su noviazgo ni en su matrimonio y, sin embargo, Fernando estaba cada día más convencido de que ella era la mujer que hubiera escogido si le hubieran dado la oportunidad de conocerla antes de imponerle aquel casamiento.
Recordó cuando la besó la primera vez, en el jardín de casa de sus padres, y después en su nueva casa, dos veces, la segunda en un momento de arrebatada pasión que le había demostrado que su prometida no era ni mucho menos una mojigata. El motivo por el que Diana se había asustado en su noche de bodas sin duda tenía que ver con algún mal consejo que le habían dado, o, simplemente, con los nervios de verse sola por primera vez con un hombre. Él tenía que ganarse su confianza, ahora lo sabía, para lograr que le entregara su cuerpo y, con fortuna, también su corazón.

 

Las horas se arrastraban lentas y soporíferas junto a la cabecera de la enferma. Acostumbrada a sus largos paseos de las últimas semanas con Fernando, Diana se ponía en pie una y otra vez, inquieta, buscando el movimiento que calmase su cuerpo abotargado y su mente calenturienta. Por último, encontró distracción y sosiego en su cuaderno de dibujo, donde comenzó un retrato de su suegra, tratando de plasmarla como había sido años atrás, antes de que la tisis la consumiera de aquel modo.
Anochecía ya aquel viernes cuando Fernando entró en la alcoba para relevar a Diana. Ésta se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el alto respaldo del sillón. En las piernas tenía el cuaderno con el retrato de su madre ya terminado. Fernando apreció la forma en que había evitado reflejar sus ojeras y las arrugas que la enfermedad había marcado en su cara. La había retratado con un gesto dulce y descansado, como si acabara de despertar de una siesta reparadora, con una sonrisa suave curvando apenas sus labios.
—Supuse que preferirías recordarla así —murmuró Diana con voz pastosa, despertándose al notar la presencia de su esposo.
—Es un hermoso retrato. Gracias. —Observó cómo Diana se frotaba los ojos, hinchados por las lágrimas y la falta de verdadero sueño, y sintió hacia ella una ternura que se llevó hasta el último rastro de disgusto por el rechazo al que lo sometía—. Te esperan para cenar.
—No tengo apetito. —El olor de la habitación cargada, a enfermedad y medicinas, le revolvía el estómago, impidiéndole comer más que lo necesario para mantenerse en pie.
—Haz un esfuerzo, te vendrá bien, se te ve muy cansada. —Le ofreció una mano, que Diana tomó, poniéndose en pie, mientras Fernando se la llevaba a la boca y se la besaba con devoción—. Después, Jorge te acompañará a nuestra casa. Quiero que descanses, te necesito aquí mañana.
A Diana se le formó un nudo en la garganta, e hizo un titánico esfuerzo para tragarlo. Si seguía mirándola de aquella forma, se iba a arrojar a sus brazos sollozando como una criatura. Sentía tanto arrepentimiento por lo mal que se había portado. Y a cambio, él le besaba las manos y le decía que la necesitaba. Nunca en su vida nadie le había dicho nada tan hermoso.
—Nos vemos mañana, entonces.
Fernando le soltó las manos y Diana se recogió las faldas, pasando por su lado para salir de la alcoba. En la puerta, se volvió a mirarlo, pero él estaba concentrado en el retrato de su madre y no levantó la vista hasta que ella desapareció.
Del fondo del pasillo llegaban sollozos apagados. Diana se acercó a la alcoba donde las hermanas pequeñas de Fernando lloraban abrazadas, con tanto desconsuelo que le supuso un esfuerzo no unirse a ellas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, forzando una sonrisa ligera.
—Es que... es que... —La pequeña Rosa trataba de explicarse, pero su voz se atragantaba una y otra vez con las lágrimas.
—Es que la cocinera ha venido a preguntarnos el menú de mañana —aclaró Lucía, la mayor.
—¿Y eso es motivo de lágrimas?
—No hemos sabido qué decirle. Madre se ocupa de esas cosas. Nosotras no sabemos. Somos demasiado jóvenes para llevar una casa.
Diana comprendió entonces su dilema. Entró en la alcoba y se sentó en la cama, cogiendo las manos de las dos niñas. Sabía que Lucía tenía quince años largos, y Rosa unos catorce. A esa edad, su madre ya la estaba preparando concienzudamente para ser una perfecta ama de casa, para atender a su esposo e hijos, sus labores, compras, organizar el servicio, las comidas, y un sinfín de cosas que entonces le parecían aburridísimas y que ahora le estaban sirviendo para no perder la cabeza en el caos que se había convertido la vida de los Novoa y la de ella, como recién llegada a la familia. Supuso que la larga enfermedad de su suegra habría retrasado la iniciación de sus hijas en tales tareas, y ahora ya no había quien se ocupara de instruirlas en todo eso que tan imprescindible resultaba para la educación de una mujer. No necesitó meditar demasiado antes de tomar una decisión, aunque sí se preguntó en quién se estaba convirtiendo y dónde quedaba la Diana egoísta y haragana que una vez había sido.
—Hagamos una cosa. Yo os ayudaré al principio, ¿de acuerdo? Os enseñaré las cosas que mi madre me enseñó a mí, y pronto veréis que no es tan difícil.
Las pequeñas la rodearon con sus brazos, formando las tres un grupo compacto, mientras le dedicaban profusos agradecimientos. Mirando por encima de sus coronillas, Diana descubrió a Jorge en la puerta, sonriendo.
—Os esperamos para cenar —dijo, con una sonrisa tan parecida a la de Fernando, que Diana se la devolvió sin dudarlo.
—Vamos, niñas, no hagamos esperar a vuestro padre.
Rosa y Lucía se secaron las lágrimas y se apresuraron a salir al pasillo, seguidas por Diana, a la que Jorge cedió el paso galantemente.
—Te has convertido en nuestro ángel de la guarda —bromeó el joven, recibiendo una mirada de reproche de su cuñada.
—Hago lo que puedo por ayudar.
Como él no dejaba de mirarla, Diana se llevó una mano al pelo, pensando que lo debía de tener muy alborotado por el rato que se había quedado dormida.
—Pues haces mucho.
—Me miras como si fuera la primera vez que me ves. Y llevo cinco días prácticamente viviendo en esta casa.
—Es que ahora lo entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Que mi hermano se haya enamorado por fin.
Notando el rubor incontenible que le subía desde el cuello hasta las mejillas, Diana apresuró el paso, dejando atrás a su cuñado. Jorge la siguió sin poder evitar una risita traviesa. No, no era la más bonita ni la más dulce. Y, sin embargo, comenzaba a pensar que era la más adorable. Tendría que confesarle a su hermano que a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, él también se estaba enamorando de Diana.

 

Siete días habían pasado desde la boda, y ni un minuto había dejado de llover en todos ellos. Llovió también a la mañana siguiente, cuando Fernando fue a buscar a su esposa a su casa, portador de la triste aunque esperada noticia. Llovía por la tarde mientras familiares, amigos y deudos iban llegando a la casa de la calle San Andrés para presentar sus respetos y condolencias. Y seguía lloviendo el domingo por la mañana, cuando la comitiva fúnebre se dirigió al cementerio de San Amaro, donde los restos de Juana de Novoa recibieron cristiana sepultura.
Aquella noche, por fin en su casa, Diana bostezaba mientras la doncella la ayudaba a quitarse la ropa húmeda que había llevado todo el día, en el entierro, en la misa de difuntos, y después, por la tarde, en casa de los Novoa, mientras seguían recibiendo visitas de personas cercanas a la familia, de socios de negocios de su suegro y de familiares llegados desde los más alejados rincones de la provincia.
Por fin se quedó a solas, con su grueso camisón y su bata, sentada en una butaca, aguardando la llegada de Fernando. Durante toda la semana, él no había dormido ni una sola noche en la casa, después de su fallida noche de bodas, y ahora había llegado el momento en que debían reencontrarse y tal vez intentar un nuevo comienzo.
Con un estremecimiento de aprensión, recordó de nuevo la odiada presencia en el velatorio de la que había bautizado como viuda negra. Aquella mujer siniestra se había deslizado por las habitaciones, saludando a familiares y amigos, haciendo notorio su conocimiento y confianza con todos ellos, incluido Fernando, al que se atrevió a abrazar brevemente, apoyando su mejilla contra la de él unos segundos, suficientes para encender la ira de Diana.
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